Woodward en España
«No ha cambiado el periodismo de investigación, sino nuestra fibra moral. Aquí Woodward hubiera sido acusado de formar parte de la máquina del fango»
Este mes se han cumplido 50 años de la dimisión de Richard Nixon como presidente de los Estados Unidos. Si un presidente dejaba de ejercer en pleno mandato, solía ser porque lo habían asesinado (Lincoln, Garfield, McKinley, Kennedy), o porque había muerto en circunstancias no violentas (Harrison, Taylor, Harding, F.D. Roosevelt). Por cierto, que de William Henry Harrison, que estuvo 32 días en el cargo, se dijo que fue el mejor presidente de los Estados Unidos de la historia, porque es el que menos daño había hecho. Pero sólo hay un presidente que haya dimitido, y es Nixon.
La presidencia de Nixon tuvo algún que otro acierto. Sacó a los Estados Unidos de Vietnam, y se acercó diplomáticamente a China. Pero en conjunto, fue calamitoso. En eso no se distingue de muchos otros presidentes, de modo que no fue esa la causa de su renuncia, sino el caso de espionaje del Partido Demócrata que conocemos como el Caso Watergate.
Pero no corramos al estallido del escándalo y sus consecuencias políticas. Vamos un par de años antes. Bob Woodward es un joven periodista que acaba de llegar al Washington Post. El periódico le tiene relegado a la sección de crímenes, para que se foguee. No tiene aún la categoría para ocupar un espacio en otras secciones con más renombre.
Su suerte cambiará el 17 de junio de 1972. Su jefe le saca de la cama, y le dice que vaya al juzgado del juez Sirica. Comparecen, a primera hora, los cinco chapuzas que habían sido pillados in fraganti en el hotel Watergate. A Woodward le llama la atención que los comparecientes tengan abogado privado, y no uno de oficio.
Cuando el juez les pregunta por su profesión, uno dice: «Anticomunistas». El resto asiente. Uno de ellos es James W. McCord, jefe de seguridad del comité de reelección del presidente Nixon. Dice que ha trabajado para el gobierno recientemente. «¿En qué servicio?», pregunta el juez Sirica. «La CIA», responde McCord con seguridad; casi con orgullo. No es el típico intercambio entre juez y acusado. Sus declaraciones muestran una tranquilidad y una confianza impropias de quien ha sido acusado de tales delitos, y que además se saben culpables. El periodista debió de estar en el juzgado como un perro de caza señalando la pieza.
«Fue la constatación de que había mentido al pueblo americano lo que hizo caer a Nixon»
Woodward y Bernstein comenzaron a publicar artículos en el WaPo sobre aquél turbio asunto. No está claro hasta dónde habrían llegado sin su confidente. Pero sí sabemos que «garganta profunda», que era el exsubdirector del FBI Mark Felt, vio el trabajo que estaban haciendo, y decidió guiarles en su investigación. Nunca oyeron la frase «sigue el rastro del dinero», pero fue lo que hicieron.
Desvelaron poco a poco la trama. Richard Nixon se vio cada vez más presionado, y forzó varias dimisiones en cascada. Nada pudo alejar las crecientes sospechas por parte de la prensa y del Congreso. Pero no fue nada de eso lo que le hizo caer, sino la constatación de que había mentido al pueblo americano. En aquél país, en un tiempo que hoy parece diez generaciones atrás, este era el mayor crimen político que se podía cometer. Una cita, que se convertiría en la «pistola humeante», demostraba que Nixon conocía el asunto y había estado en la estrategia para tapar el escándalo, al menos desde el 23 de junio de 1972.
El resto es historia, que han pasado ya unas cuantas décadas. Nixon, que ha sido probablemente el presidente más popular del siglo XX, murió 18 años después de su dimisión, y es hoy uno de los expresidentes más impopulares. Woodward ha seguido siendo implacable contra los presidentes republicanos, pero sólo ha tenido un grave problema con uno demócrata: Barack Obama.
En el Watergate confluyen las aguas más turbias y más claras. Por un lado, está la voluntad de mantenerse en el poder a costa de saltarse las normas legales, y las de la decencia. Por otro, la ambición de progresar en la carrera desvelando uno de los grandes escándalos de aquélla democracia. Y entre medias, un alto funcionario cabreado porque Nixon no le nombra sucesor de J. Edgar Hoover al frente del FBI, se cobra la venganza largando a la prensa. Con todo, hoy se ve todo el asunto con nostalgia.
«Imaginémonos a un Bob Woodward 50 años más joven, pero igual de ambicioso y perspicaz, en la España de hoy»
Están claros los motivos. Imaginémonos a un Bob Woodward 50 años más joven, pero igual de ambicioso y perspicaz, en la España de hoy. Imaginémonos a su lado un Carl Bernstein dispuesto a llegar hasta el fondo de cualquier asunto, en parte porque es muy crítico con el sistema. E imaginemos una Katherine Graham que no le tema a las represalias del Gobierno. ¿Qué impacto habrían tenido en España?
Yo creo que no hubieran hecho un mejor trabajo del que han hecho una o dos docenas de periodistas que, desde diversos medios, han ido describiendo la trama de corrupción que ha creado el presidente Pedro Sánchez desde (y para) su entorno más inmediato.
Como Iñaki Urdangarín, Begoña Gómez va dando sablazos por España con su cónyuge como modelo de negocio. De su mano, los empresarios que le acompañan prosperan gracias a sus tratos con la Administración. Begoña Midas, podríamos llamarla. Ante ella se abren todas las puertas. La corrupción no son las puertas giratorias, sino las que nunca se cierran. Ha logrado transitar por el (des)quicio de entrada a la Universidad. Con lo pejigueras que son las universidades con quienes quieren hacer una carrera académica, y a ella no le ha hecho falta completar una carrera para dirigir una cátedra.
El hermano de Pedro Sánchez cobra un sueldo de una administración socialista por un trabajo que no desempeña. No tributa en España, sino en Portugal; cuestión que no afecta a los ejercicios 2021 a 2023, años en los que no ha declarado esos emolumentos públicos sin contrapartida por su parte. La excepción a esos deseos de contribuir al Tesoro portugués es la tributación de una donación que le hizo su padre, por la que ha hecho una visita a la hacienda madrileña, donde las donaciones están prácticamente exentas. Todas esas y otras irregularidades no son capaces de explicar su patrimonio financiero e inmobiliario.
«La mayor corrupción de Sánchez es la venta del Estado por parcelas al nacionalismo catalán sólo por mantenerse en el poder»
La pandemia sirvió al Gobierno para restringir, de forma ilegal, inconstitucional, nuestros derechos civiles. Y le sirvió de nuevo al entorno de Pedro Sánchez (José Luis Ábalos y otros ministros) para tener mano en contratos millonarios con la Administración. Por cierto, que forman parte del entorno de este caso los empresarios Juan Carlos Cueto, que tiene una relación de tres décadas con Juan Carlos Barrabés, y Víctor de Aldama, estos dos últimos vinculados a los negocios de Begoña Midas.
Todo eso lo conocemos por la labor de unos cuantos periodistas. ¿Habrían llegado a tanto Woodward y Bernstein en España? ¿Habrían descubierto todo lo que ha ido desvelando la prensa española? Y, en tal caso, ¿habría dimitido Pedro Sánchez? De esta última pregunta, tenemos la respuesta; a la vista está. En el caso de Sánchez, además, su mayor corrupción no es lo que he recordado aquí, sino otro caso que está a la vista de todos: vende al Estado por parcelas al nacionalismo catalán sólo por mantenerse en el poder. Nada que no sean unas nuevas elecciones democráticas le va a apear de La Moncloa.
¿Qué ha cambiado, entonces? Hace 50 años, la sociedad estadounidense no permitía que su presidente mintiese al público. Nosotros sabemos que Pedro Sánchez se inventó el comité científico que tomaba decisiones contra nuestras libertades durante la pandemia. Y ni los españoles ni, por supuesto, él, hemos asumido que no puede seguir en el cargo. Lo que ha cambiado no es el periodismo de investigación, sino nuestra fibra moral. Y no sólo en España. Barack Obama montó un programa de espionaje masivo que incluía a todo el Congreso y a centenares de miles de ciudadanos. Fue mucho más lejos de lo que nunca pudo ir Richard Nixon, y a nadie se le ocurrió que debía dimitir por ello. De modo que lo más a lo que hubiera llegado Woodward en España es a que le acusen de formar parte de la máquina del fango.