THE OBJECTIVE
José Luis Pardo

A pleno sol

«Sé que hizo muchísimas otras películas (algunas de ellas monumentales), pero para mí Alain Delon vivirá siempre en el Mongibello recreado por René Clément»

Opinión
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A pleno sol

Alain Delon.

Hay películas que nos descubren libros y escritores, y libros que nos descubren películas y actores. Yo descubrí a Patricia Highsmith gracias a El amigo americano, de Wim Wenders. Esa película dejó una huella imborrable en mi experiencia como espectador, del estilo del efecto que habían causado en otros conocidos míos, más mayores que yo, aquellos dramones trascendentes de Ingmar Bergman como El séptimo sello o Fresas salvajes, cintas que a mí, en cambio, me parecieron demasiado solemnes. Así que, al enterarme de que la película de Wenders estaba basada en una novela de Highsmith, busqué ávidamente algo que leer de ella, y una persona que me quería bien me descubrió un ejemplar de una biblioteca pública muy bien encuadernado en papel biblia, que reunía varias de sus obras. Y allí me enteré, también retrospectivamente, de que Highsmith era la autora de Extraños en un tren, la historia que había filmado Hitchcock con maestría en 1951. La leí no sólo con retraso, sino también con gran placer, porque las buenas novelas sobreviven sin dificultades a sus versiones cinematográficas, por espléndidas —como es el caso— que éstas sean. 

Dice la Wikipedia que Highsmith es famosa por sus obras de suspense. Y tiene razón en un sentido que va más allá de lo obvio. No se trata del suspense considerado como un género literario o cinematográfico capaz de intrigar al lector-espectador por su hábil tardanza en revelarle la identidad del autor del crimen o por la angustia que provoca al dilatar la inminencia de alguna desgracia que ha de acaecer al protagonista. El arte del que Patricia Highsmith es maestra es el de la descripción de una cierta inquietud que representa muy bien la sensación que el hombre contemporáneo experimenta ante su presente, esa sensación de desazón inmotivada que no parece tener más origen que la muda apariencia de las personas y las cosas y que resume a la perfección el título de una de sus obras: El temblor de la falsificación. Puede ser una leve sombra de duda, un simple roce casual, un encuentro inesperado o una afición aparentemente inocua; es algo que hace aparecer una sospecha, una cierta fisura en la realidad más monótona, una inclinación al principio insignificante pero que dibuja una pendiente, un declive por el que todo comienza a deslizarse y que quiebra nuestra firmeza cuando percibimos ese riesgo de caída, cuando nos preguntamos si acaso en nuestras vivencias más íntimas no habrá algo esencialmente falseado.

Las novelas de Patricia Highsmith pueden dividirse en dos grandes apartados. Unas, como Extraños en un tren, El diario de Edith, El grito de la lechuza o Rescate por un perro son historias de decadencia. Lo que tienen de misterio es que en ellas se traza ese itinerario recién mencionado, la trayectoria de una degradación moral cuya fuente no es ningún suceso traumático o relevante sino la instalación más desapercibida en la pura cotidianidad, desde donde se insinúa hasta penetrar en el esqueleto del comportamiento y conducir a sus víctimas a una pérdida segura que a veces tiene consecuencias espectaculares y otras discretamente dramáticas o meramente ridículas. Es la presencia constante y dulce del mal en la pegajosa banalidad diaria, la malicia de las nimiedades que convierte imperceptiblemente a los buenos en malos.

El otro apartado de los relatos de Highsmith lo configuran las novelas protagonizadas por Tom Ripley. Estas no son en absoluto historias de decadencia. Es cierto que, alrededor de Ripley, los personajes se degradan y a veces se desmoronan, pero eso nunca le sucede al héroe. No puede convertirse en malo porque ya lo es desde el principio, es un farsante, incluso antes de cometer su primer asesinato. Pero lo malo de Ripley no es que sea malo, que haga el mal. Lo malo es que a él el mal no le pesa. Sus crímenes grandes y pequeños no constituyen, como en el resto de los personajes, un lastre que acaba por obligarles a reconocer (aunque siempre demasiado tarde) la gravedad de la vida que les arrastra por la pendiente. Él se mantiene graciosamente en la superficie, como si la fuerza de su ingenio y de su agudeza fuera capaz de contrarrestar la viscosa gravedad del mal trivializado. La propiedad de Ripley no es la decadencia, sino la vanidad, y además en el sentido más etimológico: nada le pesa, nada es para él grave, porque Ripley carece de interioridad, no es más que un compendio de gestos artificiales, una colección de máscaras y ademanes. De ahí su prodigiosa facilidad para suplantar personalidades ajenas: no tiene que disimular la propia; literalmente, no tiene nada que ocultar. Lo que tiene de diabólico (y, por tanto, de profundamente humano) es su inverosímil inocencia, la que le permite flotar en la superficie sin hundirse en el abismo del mal y encontrar, de paso, raras y hermosas complicidades, compañeros de viaje con quienes comparte por algún tiempo su secreto.

Así que fue en aquella compilación de letra diminuta y delgadísimas hojas donde yo conocí también las primeras andanzas de Ripley (las últimas aún no estaban escritas). Y sólo entonces, leyendo la formidable narración de El talento de Ripley, aunque vagamente, empezó a formarse en mi memoria la idea de que yo ya había visto ese pueblecito italiano de calles empinadas y ese mar tranquilo de pequeños barcos de pesca en donde un atolondrado americano vivía despreocupadamente unas vacaciones interminables en una atmósfera dominada por el tamiz de una luz deslumbrante y la sensación ralentizadora de un sol abrasador que, como el que invocaba Josué, había detenido el curso del tiempo. 

«Sé que hizo muchísimas otras películas (algunas de ellas monumentales), pero para mí Alain Delon vivirá siempre en el Mongibello recreado por René Clément»

Digo que lo intuí «vagamente» porque yo no recordaba en absoluto el argumento    —y mucho menos el título— de aquella película que había visto años atrás en la televisión, por casualidad y ya empezada, pero que ocupaba un lugar muy alto en mi top ten cinematográfico. Es más: hubiera jurado que no había en esas imágenes argumento alguno, sólo una silueta difuminada, pero colosal, que llenaba hipnóticamente la pantalla con aquel rostro apenas distinguible a contraluz en mar abierto o agazapado entre la multitud que abarrotaba la terraza de un café, un rostro en el que brillaba lo que Highsmith llamó la «sonrisa peligrosamente acogedora» de quien se oculta a sí mismo su falta de identidad. 

Tuve que volver a ver la película (esta vez entera) para enterarme del título y de quién era su protagonista. Aunque no es la mejor adaptación de The talented Mr. Ripley (la película homónima protagonizada por Matt Damon en 1999 es más fiel), y aunque tampoco es, a mi juicio, la mejor encarnación del personaje de Tom Ripley (el sesgo canallesco que Dennis Hopper le aporta al Ripley maduro en El amigo americano es muy convincente), la interpretación de Alain Delon en A pleno sol (no podría haberse llamado de otra manera) es una obra maestra. Su presencia frágil y a la vez rotunda es tan dominante visualmente que el argumento, con perdón, importa un comino. Y la mueca sutil de Delon, en la que se adivina el tipo de debilidad de carácter de la que se acusan a menudo los personajes de Francis Scott Fitzgerald y que convierte a Ripley en el suplantador ideal, no sólo es una perfecta metáfora de la misma condición de actor, sino el manantial del que han bebido todos los que después de Delon han representado ese papel. También las buenas películas sobreviven a las novelas que las inspiraron.

Sé que hizo muchísimas otras películas (algunas de ellas monumentales), pero para mí Alain Delon vivirá siempre en el Mongibello recreado por René Clément en 1960 en el archipiélago napolitano, donde me lo descubrió Patricia Highsmith (a quien antes me había descubierto Wim Wenders) el siglo pasado. Y allí, en aquel verano sin límites, permanecerá mientras yo tenga memoria, a salvo de los imbéciles que hoy se empeñan en juzgar su vida privada —contra la que ya han dictado condena de linchamiento—, aunque ellos no permiten que se examinen las suyas con el mismo rigor. Aparte de los perpetrados en la ficción, no cometió otro crimen que el de ser, ante la cámara, inclemente y ofensivamente guapo. Y atractivo. Y elegante. Que son, ya lo comprendo, cosas difíciles de perdonar.

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