La rebelión de los hombres
«El porcentaje de violadores sobre la población masculina en España es del 0,0001235099%»
Me contaron hace tiempo la historia de un inglés cuyo barco atracó en el puerto de Algeciras y que, al asomarse por la borda, vio a un hombre cojo paseando. Volvió entonces a su camarote, tomó su diario y escribió: los españoles son, básicamente, un pueblo de hombres a los que les falta una pierna. Pues bien, ésta es en esencia la metodología científica del feminismo. Se han hecho virales este verano unas imágenes en las que un tertuliano motejaba de «lerda» a una activista (dícese de aquella persona que a falta de cualquier otra capacitación o formación que la defina ha de presentarse de esa forma) que se había atrevido a afirmar, con esa desenvoltura que caracteriza siempre a quienes tienen la certeza de encontrarse en el lado correcto de la historia, que todos los hombres son violadores en potencia. Descendiendo un poco más por la rampa del ridículo, Julia Salander, que así se llama la dama en cuestión, aducía que «potencia es un término filosófico», como si ello por sí sólo otorgara licencia para proferir cualquier barbaridad. Algunos comentaristas han puesto el grito en el cielo por el mefítico comentario, pero otros, comandados certeramente por Soto Ivars, se han encargado de recordar que tales aberraciones conceptuales no solo son un lugar común en las proclamaciones del feminismo de los últimos tiempos («el violador eres tú»), sino que lo realmente novedoso en este caso es precisamente que el periodista haya podido replicar de la forma en que lo hizo sin haber sido fulminado en el acto (he aquí otro término filosófico, también aristotélico) por la dirección del programa.
No mucho después, se publicó en El País, cajón de sastre por antonomasia de todas estas psicopatologías del resentimiento, un artículo firmado por una tal Camille Koucher (según la Wikipedia, profesora de derecho privado) en el que, a cuenta del caso de Gisele Pericot, la mujer narcotizada por su marido para que pudiera ser abusada por otros hombres, se abunda en la idea de que independientemente de sus actos, todos los hombres son violadores potenciales. De hecho, el artículo en cuestión proclama ya tal convicción desde su título: «Simplemente hombres». No obstante, lo significativo del texto de Camille y lo que lo convierte en paradigmático es que en él desaparece ya cualquier sutileza pseudoaristotélica para pasar a defender directa y abiertamente que los hombres son simple y llanamente violadores en virtud de su condición, cabría decir, ontológica. Por ejemplo: al hacer referencia al perfil psicológico y sociológico del marido de Gisèle Pélicot, la autora subraya que éste se encuentra «muy alejado de la caricatura del monstruo que tan útil resulta para calificar a los violadores y así hacernos creer que son excepciones». El violador, de nuevo, eres tú, aunque te escondas.
«El problema para el imaginario del feminismo enajenado se produce cuando descendemos desde las plácidas de praderas de las realidades potenciales al duro suelo de los datos»
Ahora bien, si partimos de la premisa de que todos los hombres son violadores, resulta lógico que solo podamos llegar a la conclusión de que todas las mujeres, por definición, no puedan ser sino víctimas. Por eso, Camille proclamará que aunque la víctima en este caso «Se llama Gisèle Pélicot. Podría ser cualquier mujer». Y, en efecto, podría serlo (volvemos de nuevo al uso artero del concepto de potencia), de la misma forma que cualquier hombre casado, por ejemplo, podría ser también potencialmente asesinado por su esposa, sin que ello convierta ni mucho a menos a todas las mujeres en asesinas.
En cualquier caso, el problema para el imaginario del feminismo enajenado se produce cuando descendemos desde las plácidas de praderas de las realidades potenciales al duro suelo de los datos. O dicho de otra forma, de la potencia al acto. Pongamos el ejemplo del caso español, que, mucho me temo, no ha de diferir demasiado del francés: En nuestro país, según los datos del Ministerio del Interior, se produjeron 2870 delitos de agresiones sexuales con penetración en 2023. Si tenemos en cuenta que el número de hombres en nuestro país asciende a 23.236.999, ello nos da un porcentaje de violadores sobre la población masculina del 0,0001235099. Estas cifras nos permiten entender el porqué de la recurrencia al término potencia en los discursos feministas, ya que si hubieran tenido la honradez de acudir a la realidad efectiva de los datos, habrían tenido que admitir que el número de hombres violadores es tan ínfimo que tan solo desde alguna forma de delirio cognitivo se podría establecer una asociación entre ambas realidades.
Pocos días después de que apareciera el artículo de Koucher, lo hacía otro en el mismo medio, firmado por Pablo Simón, en el que, basándose en diversos estudios sociológicos, afirmaba que nos encontramos ante un decisivo escoramiento de los hombres hacia posiciones políticas conservadoras cuya causa principal no sería otra que la reacción a los embates cada vez más virulentos de las enésimas olas de feminismo. Ello es particularmente acusado en los segmentos de población más jóvenes, que son los que han sufrido con mayor crudeza las ridiculizaciones por razón de sexo durante su ciclo educativo y los que se encuentran con un panorama más evidente de discriminaciones en las relaciones laborales y de pareja. Según nuestro imponderable CIS, nada más y nada menos que el 52% de los varones españoles de entre 16 y 24 años creen que se encuentran discriminados por las políticas de igualdad.
En virtud de estos datos cabría aventurar que a lo que estamos asistiendo es al principio del final de una mitología, que, como todas, tuvo su momento de razón, pero que incurrió en lo que los griegos denominaba hybris, un arranque de soberbia que desencadena inexorablemente su propia destrucción. En tal sentido, el periodista que protagoniza el principio de este artículo no es ni mucho menos la aislada manifestación de una heroica golondrina que no hace verano, sino la expresión de una corriente de rebeldía masculina que ha perdido, por un lado, la ingenuidad de aquellas generaciones que pensábamos que el feminismo iba de igualdad (de la misma forma que tardamos en comprender que el nacionalismo nada tenía que ver con la solidaridad) y, por otro, el miedo a denunciar las supercherías que se camuflan orwellianamente bajo el cínico paraguas de la igualdad.
Albert Camus, al principio de El hombre rebelde, se preguntaba, «¿Qué es un hombre rebelde?». Y respondía con una fórmula concisa: «Es un hombre que dice no!… Significa, por ejemplo, «las cosas han durado demasiado», «hasta aquí bueno, más allá no», «vais demasiado lejos», y también, «hay un límite que no franquearéis»». Pues bien, cada vez hay más hombres (y no pocas mujeres) que han tomado conciencia de esos límites, y que dicen un «No» rotundo y sin complejos a la culpabilización por principio, los discursos mixtificadores y las flagrantes discriminaciones en los derechos.