El gran reemplazo o ¿cómo hemos llegado a ser desechables?
«Manteniendo las razones griegas, las instituciones romanas y los mensajes bíblicos, seguro es que seremos menos reemplazables de lo que muchos querrían»
Hay dos clases de personas. Están aquellas que adoran estrenar cada poco ropa nueva. Y están aquellas que exhiben con orgullo las botas que atesoran ya más de 20 años de servicio.
Al primer grupo pertenecen no solo los que podríamos llamar modernetes, sino también modernos a secas. Pues justo la modernidad radica en eso: en considerar —de un modo un tanto apresurado, todo sea dicho— que todo lo nuevo es, ya solo por eso, bueno de por sí. Una teoría científica de hoy está más refinada que la de hace 30 años; una computadora actual funciona más rápido que la de hace una década; si parece claro que la ciencia y la tecnología mejoran así con el tiempo, ¿no será que todo lo nuevo resulta entonces preferible a lo viejo?
El moderno acepta rápido esa conclusión, y empieza a defender que también el arte reciente es superior al antiguo; la política actual mejor que la antañona; y la moralidad de nuestros días más deseable que la de nuestros ancestros: «Qué antigua eres, mamá, tienes que ser más moderna».
La palabra «modernidad» comparte raíz con «moda», y por eso el moderno ansía estar a la última en todo. Habré de comprarme el último modelo de teléfono porque, caray, resulta mucho más excitante que el mío, aunque este aún me funcione; la ropa que hoy estreno es más codiciable que la que ya lleva un par de temporadas conmigo, aunque todavía no sufra desgaste: modernidad, moda y consumo compulsivo no podían sino convertirse en buenos compañeros de cama o, al menos, de armario, aun en detrimento de nuestro bolsillo.
En el extremo contrario está, ya lo decíamos, el tipo que ama sus botas viejas, entre otras cosas, porque están viejas. Lo que para el moderno representa una ventaja, el cuero inmaculado de sus flamantes zapatos, resulta para esta segunda clase de personas un tanto insulso. Prefieren esa rozadura que les trae a la memoria aquel día de excursión por la montaña; prefieren esas pequeñas manchitas que les recuerdan la mermelada que les derramó su hijo. Prefieren, en suma, unas botas que han demostrado ser durables y fiables, como los viejos amigos, antes que un calzado advenedizo que vete tú a saber cuánto rendirá.
«Vivimos una época en que también la gente debe ser sustituible, consumible»
No corren buenos tiempos para la gente así; gente a la que, si a los anteriores los hemos llamado «modernos», podríamos denominar como «los antiguos». Son (somos) los perdedores de nuestra era. Ya no es solo la ropa, los teléfonos, las ideas morales, las botas, la pintura, las teorías científicas, la arquitectura, los camas, las computadoras y los armarios; vivimos una época en que también la gente debe ser sustituible, consumible; una época donde las personas como Dios (el nuevo Dios del hoy) manda han de ser reemplazables en cuanto dejen de funcionar.
Basta una ojeada a los méritos de que se enorgullecen nuestros contemporáneos para detectar enseguida este rasgo común: el encanto del reemplazo. Eutanasia significa sustituirte cuando tu vida ya no es que parezca muy brillante. Aborto implica que dejes sitio a otro cuya vida sea más deseada que la tuya. Divorcio entraña abandonar una relación en cuanto dejó de convenirme. Inmigración acarrea traer a trabajadores que cobren menos, protesten menos y, en suma, te releven cuando (como el viejo por eutanasiar, el feto por abortar o tu pareja por divorciar) has empezado a molestar.
Nos gustaba la ropa desechable y hemos acabado viendo a la gente desechable. Es lo que el papa Francisco etiqueta como «cultura del descarte». Mas si hay un pensador que ha analizado a fondo esta idea, se trata del escritor francés Renaud Camus.
Camus ha definido el signo de nuestra época como el del «Gran Reemplazo». Y representa asimismo un buen signo del tiempo presente que su nombre haya devenido un sinónimo de lo demoníaco en una era que, curiosamente, blasona de no creer en el Diablo ya. Decía Arthur Schopenhauer que «cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, habrá que proceder de modo grosero y ultrajante; es decir, pasar del objeto de la discusión (donde se ha perdido la partida) a la persona del adversario, al que se ataca igual». Son palabras del siglo XIX que parecen un anticipo de cuanto le ha sucedido a Camus siglo y pico después.
«Los antagonistas de Renaud Camus se han inventado que lo que él defiende es ‘que existe una conspiración’»
¿En qué se percibe el odio hacia este autor? Sobre todo, en el modo en que se han tergiversado sus ideas. Para Camus, la obsesión por el reemplazo (por reemplazar cosas, por reemplazar personas, por reemplazar en última instancia nuestra civilización) es el espíritu que rige nuestro días; si fuese alemán, probablemente habría empleado el término Zeitgeist. Pero este diagnóstico, al parecer, resultaba demasiado verosímil como para que sus enemigos se hayan puesto a discutírselo, sin más. Han preferido transformarlo en otra cosa distinta, más sencilla de derribar. También nos lo advertía Schopenhauer, en la primera estratagema que propuso para discutir de modo sucio: resulta de lo más lucrativo entonces llevar «la afirmación del adversario más allá de sus límites naturales», «exagerándola».
De manera que, ni cortos ni perezosos, los antagonistas de Renaud Camus se han inventado que lo que él defiende es «que existe una conspiración». Que hay un grupo de señores malos que se han reunido en algún sitio malo (tal vez con gorritos de papel de aluminio) y se han puesto de acuerdo en un plan malvado: reemplazar a los europeos por señores de otras procedencias, porque, jo, jo, jo, es bonito hacer el mal por el mal. El éxito de esta manipulación es tal, que figura incluso en Wikipedia: si uno se interesa allí por la tesis «del Gran Reemplazo», lo primero que lee es que «se trata de una teoría conspirativa» (y nos aclaran, por si no faltaran las banderas rojas de aviso, que procede del campo de la «extrema derecha»).
Pero lo cierto es que, en primer lugar, Renaud Camus no pertenece ni siquiera a la derecha moderadita, sino que es un socialista de izquierdas. Y, en segundo lugar, él mismo explica por qué no puede verse su reflexión como una «teoría de la conspiración». «En mi libro de igual nombre, El gran reemplazo», declara en una reciente entrevista, «la idea de una conspiración jamás aparece, pues resultaría un modo del todo ridículo para describir la enormidad de mecanismos industriales, financieros, informáticos, ontológicos e incluso metafísicos que nos han conducido a este desastre: el del hombre reemplazable, intercambiable a voluntad». (Parece que lo de los malvados con gorro de aluminio se queda, pues, en una mera tergiversación).
Pero fijémonos en cómo la tesis de Camus cuadra con lo que veníamos diciendo: de algún modo, apostar por lo reemplazable es la consecuencia lógica de nuestra tendencia a apostar siempre por lo moderno; si bien el punto en que nos hallamos ahora representa el último delirio de esa tentación, del que no le podemos echar la culpa a Descartes. Aunque quizá sí a Hobbes, que empezó a contemplar a los seres humanos como meras ruedecillas de un mecanismo (político), antes de que F. W. Taylor también los observara como ruedecillas de un mecanismo (industrial). Y las ruedecillas que funcionan mal, o raro, o de modo demasiado caro, ya se sabe qué se debe hacer con ellas: reemplazarlas por otras que operen mejor.
«Para volvernos remplazables se lucha de continuo contra todo cuanto nos hace irremplazables: nuestra tradición»
Ahora bien, ¿en qué nos distinguimos los seres humanos de los engranajes de semejantes máquinas? Como diría otra pensadora francesa (y también de izquierdas), Simone Weil, en «la necesidad más importante e ignorada del alma humana»: en que los humanos sí echamos raíces. Los artilugios de un sistema (industrial, político, social) pueden reemplazarse entre sí porque son más o menos iguales, se los ha construido para que sean iguales, han evitado toda marca que impida su sustitución por otros. Pero los humanos hemos crecido distintos, en naciones distintas, con historias distintas, con ligazones distintas. No resulta sorprendente, pues, que para volvernos remplazables se luche de continuo contra todo cuanto nos hace irremplazables: nuestra pareja estable, nuestra familia, nuestros amigos, nuestro lugar en el mundo, nuestra tradición.
Es aquí donde Camus llega a una conclusión que ya le sonará a usted, amigo lector, si tiene el incorregible vicio de leerme con cierta frecuencia. Hemos dicho que Camus era de izquierdas; pero eso importa poco en el mundo de hoy, donde los abogados del Gran Reemplazo son tanto de derechas como de izquierda. ¡Y bien coordinaditos que caminan ambos!
En efecto, los antiguos enemigos de la Guerra Fría ahora se han aliado. Y lo han hecho contra ti. La derecha hipercapitalista, que quiere globalizarlo todo, las megacorporaciones que manejan más riqueza que varias naciones juntas, se reúnen placenteras en Davos y festejan felices cada año sus renovadas nupcias… con las izquierdas woke, antirracistas y partidarias de que todo se vuelva líquido (¿de que todo se liquide?): sexo, naciones, religiones, familias, etnias, tradiciones… Unas y otras comparten el ideal de disolver las diferencias humanas (sea en el nombre de mayores beneficios económicos, lo sea en el nombre de la «no discriminación»). Unas y otras comparten la apuesta por quitarnos raíces y hacernos fluidos. Unas y otras, por consiguiente, son fans decididos de toda migración.
Es revelador lo que ha ocurrido con esta última palabra, por cierto. Antes se hablaba de «emigrantes» e «inmigrantes». Pero parece que a muchos no convencía del todo ese prefijo, «in-»; pues, al fin y al cabo, alude a lo que entra, a lo que se hace parte de otro, a lo que pude incluso acabar asimilándose y volverse parte de nuestra entraña. La palabra «inmigrante» al final podía sonar a «integrado», a «íntimo» y a «interior». Y poco habríamos adelantado si, queriendo hacer más reemplazables a los seres humanos, al final integrábamos a los nuevos, firmes, en las raíces de cada nación. ¡Los reemplazos acabarían haciéndose irremplazables!
«El problema es la ideología que quiere que los migrantes sean tantos y tan poco asimilables, que Occidente pierda contacto con sus raíces»
Era preciso hacer más fluido, más frágil, más intercambiable todo. Por eso, los inmigrantes ya no debían contemplarse bajo el prisma de ese pronombre «in-», tan peligroso. Debían observarse más bien como meros pájaros que vuelan entre continentes (aves migratorias). Debían representar meros movimientos continuos, que si se detienen es solo porque aún no se ha encontrado el motivo para volverlos a trasladar. Debían dejar de ser inmigrantes y convertirse en simples migrantes, en suma. El reemplazo debe constituir un movimiento continuo, como las estaciones, como las golondrinas o, mejor, como los vencejos, que sabido es que si cayeran en algún momento a tierra no serían capaces de volverse a elevar.
Por eso, en realidad, la idea del Gran Reemplazo no trata de ir «contra los inmigrantes» (esa es otra de las calumnias que, como nos advertía Schopenhauer, resultan muy útiles cuando tienes poca razón al discutir). El verdadero problema, para Camus, no es la inmigración que llega a un país y se vuelve carne de su carne y sangre de su sangre: poco reemplazo habría ahí. El problema es la ideología que apuesta por las migraciones continuas; que quiere que los migrados a una nación sean tantos que la acaben reemplazando por otro país distinto; que quiere que los llegados a nuestra civilización desde otras, ajenas, sean tantos y tan poco asimilables, que Occidente pierda todo contacto con sus raíces. Raíces que no tenemos en La Meca, Pekín ni Kinshasa, sino en Atenas, Roma y Jerusalén. Y que no queremos reemplazar.
Cada quince días tengo la fortuna de escribir un artículo aquí, en THE OBJECTIVE. Dicen los lingüistas que, también cada quincena, muere en algún lugar del mundo el último hablante de alguna de las 6.000 lenguas (bueno, esta quincena ya solo serán 5.999) de la tierra. Nos apena este dato, y es razonable, porque una lengua es un tipo de vínculo que se esfuma así. Ahora bien, mucho más debería apenarnos el reemplazo de todos los otros vínculos (sexuales, familiares, nacionales…) que se acelera en las últimas décadas.
En especial, la pérdida del vínculo con nuestra traqueteante civilización. Podremos aprender del amor de los griegos por la verdad traduciéndolos a muchas lenguas; pero solo nos encenderá ese amor si seguimos viéndonos como sus hijos. Podemos comprender los logros del espíritu romano en muchas lenguas; pero solo compartiremos ese espíritu si seguimos viéndonos como sus herederos. Podemos leer la Biblia en muchas lenguas; pero solo comprenderemos su mensaje si seguimos viéndonos como parte del pueblo al cual se le confió.
Empeñados en mantener las razones griegas, las instituciones romanas y los mensajes bíblicos, seguro es que nos volvemos menos reemplazables de lo que muchos querrían. Pero es que son justo esas raíces las que nos sirven de refugio contra el Gran Reemplazo que otros ansían coronar.