Con X de éxodo: el progresismo se refugia en su ‘safe space’
«El progresismo, que ha reinado en las últimas décadas en el discurso público, se comporta como el universitario militante moderno de cristal que sólo acepta dialogar con quienes piensan como él»
El diario británico The Guardian y el español La Vanguardia anunciaron esta semana que desertaban de la red X (exTwitter). «X se ha llenado, desde la llegada de Elon Musk, de contenido tóxico y desorientador de una forma cada vez más abrumadora», acusaba en su último posteo el periódico catalán. Un par de horas después, el mismo rotativo publicaba en su sitio web: «Un helicóptero se estrella contra la Torre de Cristal de Madrid», un bulo lanzado por la muy oficial agencia de noticias EFE. Nada más ser puesta a circular por la prensa tradicional, esta fake news fue instantáneamente desmontada en X por las notas de la comunidad, el arma más rápida, eficaz y transparente que han desarrollado las redes sociales para matar la desinformación.
Desde la victoria de Donald Trump, varios medios y las celebridades que se erigen en guardianes del bien y del periodismo tradicional se despiden con teatralidad narcisista de X, insistiendo mucho en la palabra «tóxico», adjetivo reservado en los últimos años a relaciones afectivas problemáticas. Denuncian, como en el «Good bye!» The Guardian, que la plataforma de Musk promueve «teorías de extrema derecha y racismo», lo que permitió «usar su influencia para modelar el discurso político».
El problema es que estas alegaciones no se apoyan en ninguna prueba. Ciertamente, la visión maximalista de la libertad de expresión esgrimida por el magnate permite una gran cacofonía, de aspirantes a Stalin de café a Hitler tuiteando desde el excusado, todos pertrechados detrás la comodidad irresponsable del anonimato. Dicho esto, no hay evidencias de que la plataforma favorezca la ideología de extrema derecha en particular. El usuario lee en su timeline exactamente las cuentas que seleccionó. Si tiene dudas acerca de que no aparecen posteos de su gente, puede verificar independientemente en la web si ese usuario ha sido invisibilizado, y lo que muy probablemente ocurra es que le informen de que no.
Para ver algo que se aleje de sus preferencias -oh, diabólico algoritmo- el usuario debe meterse en la columna ‘Para ti’. Ingresar allí es como lanzarse ebrio a contramano por la autovía. Las opiniones más inflamables y contenidos dudosos son servidos a la medida de nuestro comportamiento previo en esta red, para que uno reaccione como fanático u ofendido, generando tráfico en función de sus centros de interés. Si no lo quiere ver, regresa al carril de ‘Siguiendo’. Hasta ahí llega la oscura mano de Elon. Y si alguien tiene la impresión de que favorecen un tipo de punto de vista, es probablemente la falta de costumbre a lidiar opiniones plurales, al ejercicio de defender un punto de vista fuera de su «zona de confort». Y estas «malas opiniones”»pueden tener el tamaño del electorado que va a ganar las próximas elecciones, por lo que tal vez sea más sano para la conversación pública que sean visibles.
El que odia es siempre el otro
Como quien se lleva sus juguetes a otra parte porque no le gusta perder, medios y celebrities progresistas como el escritor Stephen King han subrayado en su pataleta que se los podrá aún seguir en otras redes. Curiosamente, las reglas anteriores, tanto en Twitter como las vigentes en Facebook o Instagram, por ejemplo, no parecían molestar, aunque jamás fueran la panacea de la serenidad, la pluralidad y el rigor informativo. Nadie se hacía demasiadas preguntas acerca del reglamento, cuáles eran las infracciones que podían costar la supresión de la cuenta. Existía el difuso concepto de «discurso de odio», que cada quien define a su antojo en función de lo que cree propio de indignarse o de ser celebrado. Yo me indigno correctamente y expreso bronca, persigo al fascista y hitlerizo al adversario; el otro es el propagador de fake news y odio.
En este paradigma, Donald Trump veía su cuenta cerrada mientras dictadores como el líder supremo Alí Jamenei, que llama desde allí a destruir un país de la ONU, o el autócrata liberticida Nicolás Maduro, podían tuitear a sus anchas aunque no dejasen que los ciudadanos de Irán o Venezuela lo hicieran. El yihadismo, en pleno auge del Estado Islámico, reclutaba en Twitter; la desinformación china, rusa, iraní pululaba en todas las plataformas; la ola sin precedentes de antisemitismo desatada del 7 de octubre al día de hoy: nada de eso hizo que los biempensantes dieran el portazo.
La realidad es que Twitter, como otras plataformas digitales creadas por una juventud moldeada por el wokismo de campus universitario, ha operado bajo un claro sesgo de izquierda, con un ejército tercerizado de moderadores que disponían de ocho segundos para resolver quien viviría y quién no en las plataformas con normativas opacas y contradictorias, al punto de que Jack Dorsey, fundador de Twitter, admitiría que ignoraba cuál era precisamente el criterio para ser suspendido o excluido. Definir la identidad sexual de alguien refiriéndose a la biología era motivo para ser eyectado eternamente. Poner en entredicho los autoritarios mandatos oficiales durante la pandemia, exponerse a ser borrado digitalmente.
Los trumpistas tuvieron su momento de deserción a partir de las expulsiones, primero con el intento fallido de Parler. Pero Apple, Google Play o Amazon decidieron que los indeseables tampoco tenían permitido hablar entre ellos allí y proscribieron en 2021 la app. Luego, algunos se mudaron a Truth, la plataforma de Donald. Cuando Musk compró Twitter, fue el turno de la izquierda de amenazar con irse a Mastodon, lo que duró poco más de tres días. Esta vez, con el regreso de Trump, la izquierda dice refugiarse en BlueSky. Se siente derrotada en su propia arena, la mediática y cultural (en X se escribe y debate, ni fotos de pies ni coreografías), en la que se sabía hasta ahora hegemónica. «Ellos ya han ganado la batalla. La batalla hay que darla en los medios tradicionales», reconocía compungida la periodista Àngels Barceló, clamando por que medios, administraciones y políticos abandonen la arena de X.
«Es preferible soportar los excesos de una libertad caótica y ruidosa a una censura opaca y que cojea siempre del mismo pie»
Jugar sólo donde se puede ganar
Trasladar la batalla a un territorio más favorable puede ser seductor y más fácil que lidiar con la crítica -y ni hablar de la autocrítica-, pero las reglas han cambiado. Casos como el ocultamiento deliberado en las plataformas de la historia de la laptop de Hunter Biden para no perjudicar al padre candidato la víspera de las elecciones ha dejado cicatrices, luego de que se viera que la noticia tapada tenía sí un interés legítimo para electorado. Más recientemente, la guerra en Gaza ha puesto en evidencia cómo el sesgo y la militancia de los medios tradicionales salpican de fake news los informativos y portales, con la BBC violando sus propias normativas editoriales 1.500 veces, mientras otros «medios responsables» replicaban y replican las incomprobables cifras de Hamás sin citar la verdadera fuente, una organización terrorista profesional de la manipulación. El «Pedro HDP» escrito en un muro de Valencia e interpretado en vivo por una periodista como un «Descanse En Paz» es algo que uno puede decir impunemente en la televisión abierta, no en X si quiere evitar exponerse a las consecuencias de desinformar.
Es demasiado tarde para pretender volver a los medios de papá. Y es preferible soportar los excesos de una libertad caótica y ruidosa a una censura opaca y que cojea siempre del mismo pie. El temor de los medios tradicionales a perder el monopolio del relato: qué es noticia, con qué jerarquía, qué interpretación darle es comprensible. El progresismo, que ha reinado en las últimas décadas en el discurso público, se comporta como el militante universitario moderno de cristal que sólo acepta dialogar con quienes piensan como él y se atrinchera en un safe space impermeable a la contradicción. Esta deserción es admitir que la «palabra autorizada» por las instituciones tradicionales teme no saber imponerse en un marco que no sea el asimétrico y de comunicación unidireccional. Quiere seguir siendo el guardián de la puerta a la comprensión de lo real. Este desprecio por la libertad de expresión y encapsulamiento, lejos de la incomodidad de la confrontación y el «libre mercado de ideas», sólo puede reforzar la burbuja de un medio endogámico, una cámara de eco que confirma la narrativa de autovalidación en la que se mueven las élites.
En 2016, con la primera victoria de Trump, algunos medios esbozaron un tímido mea culpa por no haber sabido anticipar su triunfo. ¿Cómo podrían haberlo avistado si se habían negado a escuchar al otro? Sin embargo, rápidamente volvieron a su normalidad e incluso, la crema de la legacy media, el New York Times o el Washington Post, cayeron en la trampa tendida por Trump de pasar al modo resistencia de la militancia, por encima del objetivo de buscar la verdad.
Ignorar y demonizar al adversario político tiene un precio, que es el de la desconexión con quienes encarnan ideas «indeseables». Cerrar los ojos no hace que estas dejen de existir. Tal vez, frente a esta nueva victoria de Trump, sea hora de tratar de comprender qué dice el otro y correr el riesgo de una conversación real. Pero para eso hay que estar en la misma ágora.