El azul del cielo
«Como ocurre con el Ganges, por las aguas de Twitter corren todos los venenos y todos los antídotos: por eso, pese a ser tan contaminante, no mata»
En el prefacio a su novela El azul del cielo, escribe Georges Bataille: «No hay hombre que no esté pendiente de los relatos que le revelan la verdad múltiple de la vida». Eso es porque no había conocido al hombre (ni a la mujer) que está huyendo a Bluesky en busca de la verdad simple. Es decir, de su mentira sin contaminación.
La gracia (y la desgracia) de Twitter es que es un deporte de contacto: está todo el mundo ahí, cuerpo con cuerpo, frotándose, dándose abrazos y patadas; dándose la razón o dándose zascas. Uno se mete con otro y ese otro está. Y si no te lo lee directamente, alguien se lo pone delante para que lo lea. Twitter es un campo áspero de verdades (y mentiras) confrontadas.
Como ocurre con el Ganges, por las aguas de Twitter corren todos los venenos y todos los antídotos: por eso, pese a ser tan contaminante, no mata. Contiene únicamente fealdades, pero unas neutralizan a las otras y terminan saltando destellos de belleza. Una belleza abigarrada y urbana, un desquiciamiento adulto, sin protección. Yo todos los días quiero dejar Twitter para ganar el tiempo que me quita. ¿Pero en qué cosa iba a emplearlo con más intensidad que en Twitter?
No estamos seguros de tener la verdad, pero sí de que hay que acotar la locura. La locura propia, que es la más peligrosa. Puedes entrar en Twitter cargado de razón, pero esa razón se estrella contra el muro de los que piensan lo contrario. Me parece que ese límite, que es físico y hosco, impide que nuestra razón termine de desbarrar. No es que vayamos a pensar una cosa distinta, pero el simple hecho de que nos conste que esa razón nuestra no es la de todos le quita la espoleta.
Están las herramientas defensivas del silenciamiento y el bloqueo, que yo mismo uso a placer, pero siempre se acaba colando lo que te refuta. Por eso Twitter es un sitio incómodo. Por eso muchos se han empezado a ir a Bluesky. Quieren una existencia sin roce. Quieren embutirse en su propia locura y nada más.
«La división fundamental no es hoy entre izquierdistas y derechistas, sino entre pluralistas y antipluralistas»
Por consejo de Carlos Mármol me abrí una cuenta en Bluesky (hay que estar ahí también, me dijo; entre otras cosas, para que no te suplanten). Me quedé anonadado en cuanto me asomé. Allí dentro solo había bulócratas de una facción: limpios de los bulos de enfrente, se repetían unos a otros los bulos de ellos mismos. Constituían la cámara de eco absoluta. Entregados íntegramente al sesgo de confirmación, formaban el filtro burbuja perfecto. Era un mundo sin astillas, asfixiante. Suavemente uniforme. Un mundo feliz. Un Berlín ya sin judíos.
La división fundamental no es hoy entre izquierdistas y derechistas, sino entre pluralistas y antipluralistas. A los que consideramos que el pluralismo es un bien en sí mismo no deja de llamarnos la atención el afán de acallar las voces ajenas. La moda de la cancelación es menos por su faceta crítica que por su faceta aniquiladora. Ante todo, los blueskyers quieren huir de la verdad múltiple de la vida.
Subir al cielo, bajar al infierno. O bajar al cielo, en el caso de Bluesky. Me acuerdo de la célebre escena de Desmontando a Harry en que Woody Allen baja al infierno (como es natural, en ascensor) y se encuentra con otro que se encamina a su condena. «¿Y usted qué hizo?», le pregunta Woody. «Inventé los muebles de metacrilato», responde avergonzado. Ahora nuestros pseudoizquierdistas se condenan a Bluesky por lo mismo: saben que inventaron los muebles de metacrilato. Y con ellos lo amueblarán.