'Patria y vida'
«Tal vez llegue el día en que alguien cante ‘Patria y vida’ y la dictadura ya no pueda detener a un pueblo harto de una patria que se come a sus hijos»
La gran ambición del teatro y de las artes plásticas, quizás de la cultura moderna en general, ha sido afectar las conciencias de los individuos. No hablo sólo de embriagar los sentidos con la belleza o el misterio, sino de alterar la visión de las cosas, de reordenar las escalas de valores con las que se juzga lo que ocurre, o incluso de agitar al espectador para convertirlo en un hombre o en una mujer de acción.
Esa ha sido la fantasía secreta de las artes, y por eso el creador moderno ha ocupado un lugar parecido al que antes tenía el hechicero. Aunque ya no tiene pócimas o maleficios que alteren el comportamiento, sí tiene creaciones, obras de arte igualmente ignotas y reveladoras, surgidas de una parte recóndita y misteriosa, que deberían impactar sobre las conciencias con la misma fuerza del conjuro o del bebedizo.
La historia ha dado momentos en los que parecía cumplirse ese cometido. En 1830, por ejemplo, en un ambiente nacionalista y romántico, muy afectado por el clima insurreccional de la época, la música fue la chispa definitiva que encendió una sublevación independentista. Los asistentes que habían ido al Teatro Real de la Moneda, en Bruselas, a ver La muda de Portici, no pudieron contenerse cuando un dueto salió al escenario a cantar Amor sagrado de la patria. Animados por la emoción profunda que trasmitía la música, se levantaron eufóricos, hechizados por la incitación romántica de la ópera, para dar inicio a la revolución que independizaría a Bélgica de los Países Bajos.
Las sublevaciones vanguardistas que animaron la vida cultural de Europa y América a principios del siglo XX intentaron algo parecido: detonar revoluciones, cambios de conciencia, algaradas sociales. Y unos de sus más radicales herederos, la compañía de teatro Living Theatre, desató revueltas en 1968 con su obra Paradise Now, de la cual salían los asistentes extasiados, a veces desnudos, corriendo para no ser detenidos por la policía, dispuestos a cambiar su vida y la sociedad siguiendo las enseñanzas de los nuevos artistas profetas.
El problema para las vanguardias fue la liberalización de las costumbres y el apaciguamiento del espíritu romántico, que neutralizaron su poder mágico. La pócima de los hechiceros sólo parecía hacer efecto en sociedades cerradas o conservadoras, donde había un establecimiento que limitaba la libertad y la expresión del individuo. En las democracias occidentales, después de mayo del 68, el arte fue perdiendo su poder contestatario. En las dictaduras, en cambio, lo mantuvo. La capacidad del arte para desafiar el estatus quo, sus valores y sus consignas morales, siguió latiendo en lugares donde los ciudadanos no disfrutaban de las libertades.
En Cuba, por ejemplo. Allí han pasado cosas en los últimos años que recuerdan al estallido del Teatro Real de la Moneda de Bruselas. Lo comprobará quien vea el documental de Beatriz Luengo, Patria y Vida, que cuenta la historia reciente de la música cubana, y en especial el efecto social que tuvo una canción, la que le da el nombre al documental, compuesta por la misma Luengo, su esposo Yotuel Romero, Maykel Osorbo, Eliecer Márquez Duany (El Funky), Descemer Bueno, Alexander Delgado y Randy Malcom, y que produjo una pequeña tormenta política en la isla.
En julio de 2021, cinco meses después de que Patria y Vida se convirtiera en un éxito, los cubanos se echaron a las calles. Y lo hicieron gritando esas tres palabras, «patria y vida», que en el contexto cubano suponían la mayor provocación, el mayor desafío a los símbolos y a las consignas que la dictadura venía repitiendo desde 1959, y que expresaban lo contrario: «Patria o muerte».
La canción de aquel grupo de artistas obró ese pequeño milagro, el de cuestionar la escala de valores castrista y su visión sectaria de la vida, un mundo en blanco y negro donde sólo caben dos opciones, conmigo o contra mí, la dictadura o el exilio. Patria y Vida debilitó el dominio que tiene el régimen sobre los símbolos, y revitalizó al mundo cultural cubano que con sus canciones, performances y obras de arte ha venido desafiando a la dictadura. Ha sido una pelea desigual. Los artistas del Movimiento San Isidro han sido perseguidos y encarcelados o forzados al exilio, y las protestas callejeras también sofocadas. Al día de hoy, hay 1.334 presos políticos en las cárceles de la dictadura.
Pero el himno opositor que celebra una Cuba libre, vital y tolerante está en las calles, se canta y se la cantan al presidente Díaz-Canel en las cumbres internacionales. Se ha convertido en un símbolo que une a quienes quieren la democratización de la isla, y, quién sabe, tal vez llegue el día en que alguien la cante y la dictadura ya no pueda, como no pudieron los neerlandeses en 1830, detener a un pueblo harto de una patria que se come a sus hijos, que los obliga a darlo todo, la libertad y hasta la vida, para sostener las consignas de una burocracia que ya no revoluciona y que ya no significa nada.