El padrino
«El único antecedente disponible de la lógica del poder de Pedro Sánchez es la actuación de las grandes organizaciones gansteriles en el pasado siglo»
El pensamiento clásico chino era muy exigente sobre la denominación de las cosas. Resultaba fundamental dar con las designaciones, los nombres correctos, ming, sin lo cual el orden en la sociedad no podía existir. La observación es aplicable al análisis político, si bien de entrada cabe advertir que estamos ante una condición difícil de cumplir, por la rigidez del repertorio de conceptos, destinado a aplicarse sobre un campo tan sometido a variaciones como la historia. Un ejemplo inmediato: hubo democracia en Atenas y sobrevive la democracia hoy. No puede ser eludida la relación entre ambas, pero tampoco cabe ignorar todo lo que ha cambiado en su marco histórico y en su contenido institucional.
Además, las designaciones políticas han sido y son objeto de usos ideológicos que modifican sustancialmente su significado, a veces hasta invertirlo. Pensemos en lo que supuso el invento de las «democracias populares», análogo como falsificación al Arbeit macht frei! del rótulo de Auschwitz, o ya en el presente, al arrastre por el fango que sufre la etiqueta de «progresismo», bulo multiuso al servicio del poder. La ideología también actúa de modo inconsciente, incluso entre los científicos, unas veces desviando, otras inhibiendo. El ejemplo más claro es la dificultad de los especialistas dedicados al estudio del totalitarismo, para admitir que el totalitarismo fascista no es una creación original de Mussolini, sino que sigue al primer ensayo totalitario que le sirve de patrón, aún sin ese nombre, el de Lenin al dar forma de Estado a la revolución soviética. Como si poner a Lenin en su sitio, fuese una profanación.
Nada tiene de extraño, en consecuencia, que tengamos dificultades para dar con la calificación adecuada para el régimen que nos está imponiendo Pedro Sánchez. Partamos de reconocer que insuficiencia no significa necesariamente error en la designación. Cuando en el último Congreso de la UGT, Pedro Sánchez anuncia que seguirá «tres años, y los que vienen después», apunta a su supervivencia, confirma la estimación general de que se propone seguir al frente del Gobierno, pero sin duda va más allá: su objetivo real es perpetuarse en el poder. Estamos en los antípodas de José María Aznar, tan criticado en su día, que restringió voluntariamente su tiempo de gobierno a dos legislaturas, ateniéndose al uso democrático. En cambio, Sánchez, no para alcanzar unos fines determinados, sino para atender a una aspiración personal, se sitúa entre aquellos que a lo largo de la historia se propusieron gobernar indefinidamente. A partir de la República romana, el síntoma es inequívoco, y no precisamente como expresión de conciencia democrática
Mayor relieve tiene el problema de cómo calificar el estilo de gobierno de Pedro Sánchez. Su vocación autoritaria no ofrece dudas y tampoco la pretensión de ejercer un gobierno de tipo estrictamente personal, una autocracia. Demos un paso más, hacia la calificación de dictadura, al ser puesta en práctica mediante un predominio indiscutible del Ejecutivo, anulando la separación de poderes.
El Legislativo resulta sometido, reduciéndose al máximo como espacio de debate -proliferación de decretos-leyes-, mientras la autonomía del judicial es erosionada paso a paso -conquista del Tribunal Constitucional, servilismo del fiscal general-, con lo cual cabe afirmar que el presidente del Gobierno ha desbordado los cauces constitucionales, estableciendo una dictadura. Ha procedido a la afirmación sin límites de su poder personal y al vaciado de las instituciones que debieran garantizar la división de poderes. Nada tiene de extraño que como ocurriera ya en la Inglaterra del siglo XVII, cuando se trató de frenar el absolutismo de Jacobo I, los jueces constituyan el principal obstáculo para la consumación de un diseño político contrario a la democracia representativa.
«La paradoja es que nuestro dictador ofrece un flanco débil, al necesitar el respaldo de partidos antisistema e independentistas»
La paradoja es que nuestro dictador ofrece un flanco débil, al necesitar el respaldo de partidos antisistema e independentistas, dispuestos a suscribir e impulsar todo aquello que suponga una vulneración del orden constitucional, mientras satisfaga sus intereses, pero no a avalar una legislación o medidas normales cuando tales intereses privativos resulten afectados. Pueden así tener vía libre la ley de amnistía o pronto la soberanía fiscal de Cataluña, y resultar bloqueadas simples correcciones técnicas de la fiscalidad o del gasto público.
La malformación es evidente. A pesar de su condición de partido más votado el 23-J, el Partido Popular resulta prácticamente excluido del sistema político, en tanto que cinco diputados vascos o catalanes pueden hacer la ley. Su aplastamiento, en compañía de Vox, sirve de coartada para la voluntad de omnipotencia del Ejecutivo, en nombre de la lucha sagrada del «progresismo» contra la reacción.
Es más, para el consiguiente ejercicio de un decisionismo que ignora intencionadamente los límites legales, y que se proyecta sobre todos los aspectos de la vida política, con una dimensión estrictamente totalitaria a la hora de manipular la información y controlar los medios públicos. Su expresión es lo que en otra ocasión hemos llamado LPS, el Lenguaje de Pedro Sánchez, un sistema cerrado de comunicación sin fisura alguna, según acabamos de ver en el tratamiento de la DANA y de los últimos escándalos. «Los autócratas modernos -advierte Anne Applebaum en Autocracia S.A.-, se toman muy en serio la información y las ideas». Pedro Sánchez no es una excepción.
Y como la misma autora explica, la autocracia genera la cleptocracia. Lo que estamos viendo en estos últimos meses es que la presencia tradicional de la corrupción en la vida política española adquiere una nueva dimensión. Ha tomado una forma piramidal, con el vértice en la propia presidencia del Gobierno y en su entorno inmediato, del familiar al de quien fuera su número dos cada vez más cargado de inculpaciones nada imaginarias, para descender hacia el Gobierno y el PSOE. En este sentido, él es la corrupción y lo que soportamos es un régimen de corrupción, y no un régimen en que simplemente haya corrupción.
«Una corrupción que nace del sentimiento de omnipotencia, de la sensación de encontrarse por encima de todo, normas e instituciones»
Una corrupción que nace del sentimiento de omnipotencia, producto de la egolatría, de la sensación de encontrarse por encima de todo, normas e instituciones. En otras circunstancias y con otro carácter, sucedió algo parecido con Franco. Cuando los escándalos fueron descubiertos a fines de los 60, así como su relación con el Opus Dei, no decidió su castigo, sino el apartamiento político de quiénes desafiaban su monopolio de poder al sacarlos a la luz.
Aquí y ahora, la cleptocracia ha impuesto su ley, tanto por su carácter omnicomprensivo como por la personalidad de Sánchez. La ofensiva contra el juez Peinado lo puso de relieve: todos los recursos jurídicos del Estado movilizados, y además mal movilizados, para aplastar a quien se atrevió a tratar a la esposa del presidente como una simple ciudadana. La marionetización de la Fiscalía General del Estado, responde a idéntico criterio. No se trata solo de degradar la vigencia del Estado de derecho, sino de construir un sistema de poder que lo envuelve, a modo de una campana neumática, y rige su funcionamiento con el propósito de invertir la acción de la justicia, en el sentido deseado por el autócrata, contraviniéndola radicalmente.
El único antecedente disponible de semejante lógica del poder es la actuación de las grandes organizaciones gansteriles en el pasado siglo. Su rasgo definitorio es que no actuaban al margen de la justicia, sino que imponían su propia justicia a la institucional. Advirtamos que las fórmulas políticas actuales de tales situaciones, por desgracia en rápido proceso expansivo, pueden ser variadas, desde el sultanismo en marco democrático -lo más próximo- de Erdogan a la dictadura policial y criminal de Putin. Pero el principio de actuación coincide.
Frente a lo que ocurre en un sistema de gobierno civil, la actuación del poder responde en ellas de modo exclusivo a las decisiones del Jefe, constituidas en la única legalidad vigente. Tendríamos un modelo en la conocida historia de El padrino de Mario Puzo. Todos sus personajes son simples ejecutores de sus órdenes, que han de ser cumplidas de modo implacable, para evitar cualquier tentación de disidencia. Acabamos de asistir al caso de cómo el intento de emancipación del socialista madrileño Juan Lobato tropezó con una cortina de artillería pesada, empezando por las columnas sincronizadas de opinión en El País, que reflejaban la voluntad de matar un mosquito a cañonazos. Y lo mataron, con lo cual tales opiniones fueron retiradas de inmediato. La violencia del gánster no viene a cumplir la ley, sino a ejercer una represalia o a servir de advertencia.
«La regla de juego es que los intereses personales del presidente Sánchez siempre están por encima de los colectivos»
En el límite, y por fortuna sin sangre, aun cuando Víctor Aldama se tema otra cosa, es el escenario de Sin perdón, de Clint Eastwood: todos los sometidos a un poder de ese tipo han de saber de antemano a qué atenerse. Los coros de papagayos, del Gobierno y de sus medios, se aplican a recordarlo al surgir el menor conflicto. El principio de invulnerabilidad del autócrata lo requiere.
Es uno de los consejos expresados en el capítulo XIX de su opúsculo por Maquiavelo: el príncipe ha de ser inexorable en sus decisiones, solo que al mismo tiempo debe evitar la manifestación del odio, y Pedro Sánchez es incapaz de disimularlo y de evitar que guíe decisiones suyas contraproducentes. Odia a cualquier adversario, visiblemente a Feijóo, y sobre todo a Isabel Díaz Ayuso. Nada mejor para mostrarlo que la siniestra, estúpida y costosa peripecia del secreto revelado ilegalmente por el fiscal general sobre la pareja de la presidenta.
La regla de juego es que los intereses personales del presidente Sánchez siempre están por encima de los colectivos, incluso cuando conciernen al núcleo de sus deberes políticos. La inhibición voluntaria al producirse la catástrofe de Valencia, el refugio en la llamada cogobernanza en un momento difícil de la pandemia, reflejan esa prioridad dada a eludir graves responsabilidades y a salvar la propia imagen en todo tipo de problemas. Lo fundamental es no afrontarlos limpiamente de cara a la opinión.
Botón de muestra, en apariencia menor: la deseada caída de Muface, deseada tanto por Sánchez como por Mónica García frente a Ayuso y encubierta bajo un simple desacuerdo en las subvenciones. El núcleo del problema queda fuera de campo de visión. Montesquieu contó la historia de los salvajes de Lusiana que para coger frutos, talan el árbol. El coste de la operación para cientos de miles de personas no cuenta. Solo que triunfe la maniobra, con la colaboración de CCOO y UGT, dorando la píldora como lucha de clases. Pasa lo mismo con la historia del Compañero Risitas, ocupante de un alto cargo judicial, que no duda en vulnerar los derechos de un ciudadano, por delincuente que ese sea, para dar munición a su Amo contra un tercero. El fin legitima la incursión en el delito o un grave coste para la sociedad. Olvidé reproducir la conclusión que Montesquieu extrae de su relato sobre los malos salvajes. Es el despotismo.
«La verdad para él no existe, ni debe existir. Si sale del poder, solo saldrá forzado para ello»
En definitiva, lo que cuenta es afirmar el monopolio de poder, ejercido por Pedro Sánchez, sin que le afecten irregularidades y corrupciones tales que hubieran hecho caer a cualquier gobierno democrático europeo. Por una simple razón: él no ejerce ni pretende ejercer una gestión democrática y se equivocan aquellos que confían en que tendrá que abandonar pronto el puesto de mando, por esa acumulación de escándalos. Voluntariamente, nunca lo hará, ya que como hemos indicado, su ejercicio del poder atiende a otras reglas. Pondrá en juego todos los recursos de su posición al frente del Gobierno y de su aparato de poder y manipulación, para eludir el pago de sus responsabilidades, incluso penales. Mientras sea presidente, lo hará. Adelantemos ya la justificación: es víctima de una conspiración de la ultraderecha, de «bulos, infundios y mentiras». La verdad para él no existe, ni debe existir. Si sale del poder, solo saldrá forzado para ello.
A una autocracia, en fin, corresponde el monolitismo bajo los dictados de su titular, en el funcionamiento de las instituciones públicas, en el discurso emitido por los medios, y por supuesto en la vida política del partido de gobierno. El 41º Congreso responderá al canon de las unanimidades totalitarias. Más aún que en el precedente, los asistentes se limitarán a llevar a hombros al Líder Supremo. El PSOE se ha convertido en un transmisor ciego de las órdenes de Pedro Sánchez y su regreso a la existencia normal después de su paso de Atila en el futuro presenta severas dudas. En Sevilla, el partido ha tomado el aspecto ubuesco de una empresa familiar asentada sobre el odio y la impunidad. Puños en alto, a mitad de camino entre la farsa y la evocación del tiempo feliz de la Guerra Civil.
Solo que en una democracia occidental, la socialdemocracia es un componente necesario, incluso después de eclipses transitorios, como estamos viendo en Francia. Pero aquí y ahora, solo está escrito que el protagonista único de la escena es Pedro Sánchez, como mandamás indiscutible en el laberinto político que su ambición ha creado.
En su discurso de clausura, Pedro Sánchez exhorta a los socialistas a volver a ganar todas las elecciones, desde las locales a las generales. Obviamente es un hombre incapaz de vivir políticamente salvo envuelto en la mentira.