Una democracia sin molestias
«Un presidente cada vez más impopular ha sido refrendado abrumadoramente por su partido: lo queramos o no, a su votante le encanta su líder»
«Debido a la manipulación mediática, sustituiré las ruedas de prensa por RUEDAS INFORMATIVAS, directas al ciudadano. La verdad no precisa intermediarios», tuiteó el otro día el alcalde de Orense, Gonzalo Pérez Jácome. En la primera de esas ruedas informativas, que se retransmitió por Vimeo y en la que obviamente no hubo nada de prensa, dijo: «Estamos en la primera rueda informativa en sustitución de las ruedas de prensa debido a la manipulación mediática que asola el mundo y que en Ourense adquiere un grado de caciquismo nunca visto», dijo el regidor. Es buena esa: los bulos globales me han obligado a no aceptar preguntas. En realidad, sí acepta preguntas, pero hay que enviarlas por WhatsApp a un número de teléfono y el alcalde decide cuáles responder. En resumen, que no acepta preguntas.
«La verdad no precisa de intermediarios» es la frase que usaría si tuviera que construir un personaje novelesco que definiera el zeitgeist de la última década. Está todo en ella. La verdad es, obviamente, la verdad del líder: no es una verdad factual, es una verdad emocional. La crítica a los intermediarios es también muy definitoria de nuestra época: no necesitamos que nos traduzcan la realidad, accedemos nosotros solos a ella. Lo que podría parecer el sueño liberal de autonomía y responsabilidad acaba convertido en una pesadilla epistémica: el conspiranoico antivacunas realmente piensa que está bien informado y ha consultado toda la información necesaria.
Ese discurso contra los intermediarios encaja también con lo que hace años se llamaba «crisis de los expertos», fenómeno descrito con brillantez en una viñeta de The New Yorker de 2016 en la que un pasajero en un avión se levanta y grita: «Esos pilotos tan engreídos han perdido el contacto con pasajeros normales como nosotros. ¿Quién piensa que debería pilotar yo el avión?
Durante mucho tiempo, la versión oficial sobre el populismo es que era una amenaza exógena a las democracias. Es decir, era un agente externo, casi un fenómeno natural, una catástrofe sobrevenida. Era una visión arrogante, como si el establishment fuera completamente inocente y el populismo fuera una reacción caprichosa. Hoy, la principal amenaza populista está en las instituciones.
«En vez de consultar al Congreso, Sánchez se dirigió directamente a la ciudadanía. Es una ‘democracia sin intermediarios’»
La carta de Sánchez en abril, donde coqueteó con la idea de renunciar a la presidencia como consecuencia de los ataques de la prensa y la judicatura contra su mujer, fue un perfecto ejemplo de populismo institucional. En ella escribía directamente a la ciudadanía y atacaba a la «constelación de cabeceras ultraconservadoras» o la «galaxia digital ultraderechista». Tras su carta, Ignacio Sánchez-Cuenca escribió en El País que su decisión era una especie de «moción de confianza ciudadana»: en vez de consultar al Congreso, se dirigió directamente a la ciudadanía. Es una «democracia sin intermediarios». O, mejor, una democracia sin molestias. Ordenada. Aseada.
En un artículo reciente en Letras Libres (revista de la que soy editor), Manuel Arias Maldonado reflexiona sobre la función de los partidos políticos contemporáneos. Para ello recurre a un clásico manual de ciencia política de Rafael del Águila. Una de sus funciones, dice, es «reforzar y estabilizar el sistema político para asegurar con ello la continuidad de la democracia liberal». Pero, se acaba preguntando Arias Maldonado, «¿qué hacemos cuando la ola populista y plebiscitaria es provocada por los partidos mismos? Y peor aun: ¿qué pasa si los partidos tradicionales que se hacen populistas ganan apoyo en lugar de perderlo?» Es lo que le ha pasado al PSOE de Sánchez, un presidente cada vez más impopular pero que acaba de ser refrendado abrumadoramente por su partido en un reciente Congreso Federal: lo queramos o no, a su votante le encanta su líder.