Los gemelos
«Declararse antifascista sale gratis, pero declararse anticomunista aún carga el veneno de la desconfianza entre muchos liberales y demócratas»

Viñeta de los años 30 a raíz del pacto Ribbentrop-Mólotov. | Dominio público
El enfrentamiento histórico entre comunismo y fascismo enmascara sus evidentes vasos comunicantes. No sólo están en contra del sistema democrático liberal, la autonomía del individuo frente al Estado, la separación de poderes, la independencia judicial y la libertad de prensa, sino que ambos parten de una idealización del pasado. El comunismo, no sólo con el «buen salvaje» roussoniano y el «comunismo primitivo», sino con una lectura obtusa de toda la historia de la humanidad como un permanente enfrentamiento entre las clases sociales. El fascismo, no sólo con el rescate de las tradiciones adulteradas por la modernidad, sino con el mito de la grandeza nacional, traicionada por la división impuesta desde afuera.
La respuesta a esta idealización del pasado es una proyección utópica del futuro, un mundo sin clases sociales en el caso del comunismo, donde los conflictos quedan abolidos por las leyes de la dialéctica, y una patria grande de nuevo, sin enemigos internos, en el caso del fascismo. Tanto el fascismo como el comunismo son revolucionarios, quieren un cambio radical de la sociedad, ambos tienen un fuerte componente sindicalista y ambos son utilitarios (el fin justifica todos los medios). Para ambos, la violencia es un instrumento legítimo de lucha. Estas semejanzas internas tienen su correspondencia externa. Ambos escenifican sus postulados con grandes manifestaciones públicas, tienen himnos y banderas sagradas, y un gesto de saludo que los identifica: el puño de la mano izquierda, el saludo romano de la mano derecha. Son gemelos y némesis. Y ahí donde han triunfado, en el grado que sea, han sembrado la destrucción y el caos.
Bajo sus siglas se amparan los mayores crímenes de la humanidad, que podemos simbolizar en dos palabras: Shoah y Gulag. No es, por tanto, casualidad que Benito Mussolini empezara en el banco del partido socialista italiano y que editara Il Popolo, o que el partido nazi lleve en sus siglas la palabra «socialista» y la palabra «obrero». Desde luego, el periódico de Mussolini se llamaba Il Popolo d’Italia y el partido nazi tenía lo «nacional» como primer postulado. Esto lo entendió Stalin, que renunció a las consignas internacionales de Lenin para centrarse en la construcción del comunismo en un solo país. Las pruebas fácticas de estos caminos paralelos son abrumadoras, incluidas las permutan entre sus líderes y sus bases, incluso sin salir del mismo movimiento. Del peronismo, por ejemplo, nacen la Triple A y Montoneros.
Eso es también Putin: nacionalismo ruso de matriz fascista y nostalgia comunista con métodos KGB. O la doctrina juche de Corea del Norte, o incluso ETA y su marxismo abertzale. La doble cara del totalitarismo ha sido documentada intelectualmente por George Orwell, Hannah Arendt, Bertrand Russell, Isaiah Berlin, Raymond Aaron, Karl Popper, Tzvetan Todorov o Leszek Kolakowoski, y en el ámbito hispano por Jorge Semprún y Octavio Paz, entre tantos otros.
Así que, por supuesto, comparto la genuina indignación de los demócratas y la opinión pública mundial con la extrema derecha, sus aquelarres simbólicos y su alarmante progresión social, de Marine Le Pen a Viktor Orbán, de Nigel Farage a Geert Wilders, de Alternativa para Alemania a Vox. Sus postulados ultranacionalistas son incompatibles entre sí y llevan dentro el huevo de la serpiente. Al mismo tiempo, me produce pasmo la benevolencia que esos mismos demócratas y esa misma opinión pública mundial tienen hacia el comunismo, sus símbolos y sus diversos disfraces. Los socialistas españoles, que renunciaron al marxismo desde su congreso en Suresnes de 1974, no tienen ningún cargo de conciencia en cerrar su Congreso de Sevilla con el puño en alto y cantando La Internacional, que fue el himno de la Unión Soviética hasta 1944. Sé que fue escrita al calor de las barricadas de París en 1871 y que su uso por el movimiento obrero es anterior a las revoluciones comunistas, pero, ¿alguien aceptaría que Vox cerrara sus cónclaves con el Cara al sol?
«Los socialistas españoles no tienen ningún cargo de conciencia en cerrar su Congreso de Sevilla con el puño en alto y cantando La Internacional, que fue el himno de la Unión Soviética hasta 1944. ¿Alguien aceptaría que Vox cerrara sus cónclaves con el Cara al sol?»
Ahí donde se implanta el comunismo, sus resultados son sin excepción catastróficos, de la Cuba de Fidel a la Nicaragua de Ortega, de la Venezuela de Chávez-Maduro a la Etiopía de Mengistu, de la Albania de Hoxha a la Rumanía de Ceausescu. Existe un híbrido peligroso, descubierto por Deng Xiaoping, y es la fórmula china de economía de mercado con férreo control social que hace mucho menos opresiva la vida diaria y, por lo tanto, mucho más peligrosa su expansión.
Pertenecen a la misma matriz ideológica las UMAP cubanas que los «Campos de la Muerte» de Pol Pot o los Laogai chinos. Declararse antifascista –cosa que yo hago con toda convicción– sale gratis, pero declararse anticomunista aún carga el veneno de la desconfianza entre muchos liberales y demócratas. Y esto escapa a mi comprensión. Si los resultados son siempre los mismos, según en la escala que se apliquen, escudarse en las buenas intenciones de los ideales no deja de ser una trampa. Si el sueño de la razón produce monstruos, como nos dice Goya en un genial aguafuerte dentro de sus Caprichos, la duermevela de las buenas conciencias produce endriagos y otros melenchones.