Dar las gracias
«Les recomiendo que tengan un momento para recordar quiénes les procuran placeres y quiénes les evitan dolores, para que les den las gracias que merecen»
Estados Unidos ha logrado colonizar nuestro calendario festivo con sus celebraciones más banales, que a menudo suplantan nuestras propias festividades vaciándolas de cualquier carga trágica y de todo sentido litúrgico, y convirtiéndolas en una fiesta pagana orientada al consumo. El Día de Todos los Santos en que honrábamos a nuestros difuntos pasa a ser Halloween, el día de Navidad en que se celebraba la dignidad de la pobreza merced al nacimiento del mesías en un humilde pesebre pasa a ser el día de los elfos y los renos, la fiesta de cumpleaños que es una oda al narcisismo ha sustituido a la onomástica, que es un día compartido con tantos otros en que uno se mira en la vida ejemplar de un santo, y ya sentimos la presión de introducir el insustancial Easter bunny de los sajones con sus huevos de chocolate para celebrar la Pascua comiendo golosinas en vez de recordar los clavos y los latigazos de Cristo y las lágrimas de su madre. Lo que sorprende es que la única celebración verdaderamente honda, bella y llena de sentido que han inventado los estadounidenses no tenga ningún predicamento en nuestra tierra: Thanksgiving, el día de acción de gracias.
Es importante parar en algún momento y acordarse de todo aquello que debemos agradecer, y el último jueves de noviembre es un momento propicio para ello. Es entonces cuando el otoño ha entregado su cosecha, que es el fruto del trabajo de todo el año, y nos recogemos ya a soportar el invierno que no es más que la crisálida de nieves de donde emerge una nueva primavera.
Yo que viví unos años en Austin, Texas, en un momento de duelo muy difícil tras la muerte de mi hermano, tengo un recuerdo cálido de esas mesas de desconocidos a las que nos invitaron a pensar en todos aquellos a los que les estamos agradecidos por algo. En las cosas verdaderamente importantes de la vida, no hay otra manera posible de saldar las deudas de gratitud que reconociéndolas. Yo en este artículo me dispongo a reconocer en público algunas de esas deudas de gratitud que este año que se va me han dejado.
La primera es a Goyo, del puesto de Frutas Rosarito que había hasta este verano en el piso de abajo del mercado de Chamartín, cuando Goyo se jubiló. Ahora que es otoño se le echa particularmente de menos, aquel puesto era una cornucopia que rebosaba todas esas verduras de temporada que ya solo se ven en los buenos restaurantes que conservan la memoria gastronómica de tiempos más austeros y menos carnívoros: pamplinas, borrajas, cardo rojo. Pero sobre todo destacaban en su mostrador las mejores setas de la temporada, boletus paquidérmicos, amanitas cesáreas perfectamente redondas, con su sombrero naranja asomando por la membrana de la volva que la envuelve como un huevo, oscuras trompetas de los muertos, angulas de monte, fragantes setas de cardo, esponjosas melenas de león, en primavera los gurumelos, las colmenillas y los perrechicos.
Goyo, que era un frutero de gesto hosco que no regalaba su sonrisa fácilmente ni hacía ningún tipo de aspaviento para atraer al cliente, exhibía el género con la misma expresión de orgullo que un pescador que hubiera sacado un salmón de 50 kilos en el meandro más turbulento del Ártico Canadiense. En cuanto pasaba por delante, me empezaba a quemar la cartera en el bolsillo, no era capaz de ver las setas de Goyo y no imaginarlas a la plancha con una lámina de lardo ibérico, en el centro de una menestra, rodeando a un enorme huevo de oca frito con sus puntillitas, laminados en carpaccio o mezclados con un corte de foie a la plancha. Pero donde seguro me veía incapaz de esquivar la tentación era cuando Goyo sacaba un bote de trufas que guardaba en un pequeño refrigerador. «No te voy a comprar ninguna» le advertía en vano, pero él que sabía mucho mejor que yo lo que terminaría haciendo, abría el bote y me lo ponía debajo de la nariz, y entonces según subía el aroma del tuber melanosporum por mis fosas nasales, perdía completamente mi voluntad como al incauto que le han metido burundanga en la copa, y sacaba la tarjeta: dame la más pequeña, no te pases.
«Todo el mundo termina por arrastrar los pies por el suelo en cuanto carga con el lastre de un dolor, solo es cuestión de tiempo».
Según salía del puesto de Goyo ya empezaba a improvisar cenas sin más motivo que celebrar, que la adquisición de aquella trufa, y llamaba entonces a los amigos para que vinieran a casa a comer pasta fresca con mantequilla y trufa rayada, les exigía a cambio que trajeran un vino a la altura de mi trufa, o un surtido de quesos prodigiosos, o una guitarra, un puro para la sobremesa, algo que empatara mi oferta y así la pequeña trufa que Goyo me colocaba siempre se convertía en el primer eslabón de una cadena de despilfarro que volvía pródigos a los amigos, un miércoles cualquiera sin motivo aparente, reunidos una vez más para celebrar las ganas de celebrar, que es quizás la más honesta e importante celebración que existe. Por todo ello, doy las gracias a Goyo y a Frutas Rosarito, aunque probablemente Goyo no lea esto, sino que esté cazando conejos en su pueblo que es lo que le gustaba hacer en sus ratos libres: no soy mucho de leer, me dijo el día que le fui a llevar mi última novela, mejor se la regalas a alguien que se la vaya a acabar.
El siguiente agradecimiento requiere un poco de contexto. Dice el poeta Luis Rosales en La casa encendida que «las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir» y pocos versos después remata este tratado del duelo afirmando que «el dolor es la ley de gravedad del alma». Así lo creo. Mientras el dolor no anide en el alma o en el cuerpo, uno vuela ligero por la vida. Algunos duran más años que otros en este bendito estado de liviandad, pero en general todo el mundo termina por arrastrar los pies por el suelo en cuanto carga con el lastre de un dolor, solo es cuestión de tiempo.
De los dolores del alma yo ya aprendí más de lo necesario, pero de los dolores del cuerpo no supe nada hasta este año en que he descubierto que pueden ser tan difíciles de llevar como los otros. He tardado 48 años en adquirir conciencia de mi propio cuerpo: siempre he dormido sin problemas, no recuerdo haber padecido jaquecas ni dolores de espalda, me despierto con energía, no hay comida, bebida ni sustancia que me siente mal, tardo muchos kilómetros en cansarme y me repongo de cualquier exceso en un día. De este modo, me contaba entre los inmortales hasta que un Audi Q5 se saltó un semáforo hace un año en la calle Velázquez, embistió mi moto, que quedó en siniestro total, y me lanzó por los aires.
El golpe fue tan severo que la grúa tuvo que llevarse al Q5, yo partí el maletero de mi moto con la espalda, caí de bruces, sin protección alguna, en el suelo. Los peatones que vieron mi vuelo llamaron a una ambulancia, que vino a por mí inmediatamente. Pasado el susto inicial, tuve la sensación de estar incólume y me bajé de la ambulancia desoyendo cualquier consejo, tenía ansia de volver a casa tras una semana fuera. No tuve ninguna molestia hasta pasados unos meses, cuando cada vez que tosía sentía un pinchazo que me atravesaba la pierna izquierda. Me parecía un auténtico misterio y no se me ocurrió relacionarlo con el accidente. Más adelante ese dolor en la pierna ya no necesitaba de la tos para manifestarse, se hizo crónico y constante. Al poco tiempo ya solo usaba la pierna izquierda para apoyarme en ella, para caminar solo podía usar la derecha. Me había quedado cojo.
«Muchos lectores saben ya lo mucho que su bienestar depende de encontrar al ‘fisio’ que entienda su cuerpo»
Me hice unas pruebas: artrosis en la vértebra donde había recibido el choque y una hernia larga como el tentáculo de un pulpo que me pinzaba el nervio ciático. El traumatólogo empezó a describirme las bondades de operarme la espalda nada más ver el tamaño de la avería y mi cojera. Yo en esas fechas tenía planificado encerrarme un mes solo en Lequeitio, escribiendo mi próximo libro y no quería saber nada de operaciones. El médico me dijo que podía probar a diferir la operación haciendo fisioterapia, y yo que jamás me he hecho un masaje, empecé a preguntar a mis primos por profesionales en los alrededores de Bilbao para poder aguantar al menos el verano sin operarme y es aquí donde conozco casualmente al siguiente depositario de mis agradecimientos: Guillermo Tomás Bilbao, fisioterapeuta. Muchos lectores que saben ya lo mucho que su bienestar depende de encontrar al fisio que entienda su cuerpo, estarán de acuerdo en que no hay dinero en el mundo para pagar como se merece a esa persona que escucha nuestros dolores con sus manos y recompone con los dedos aquellas fallas por donde hemos empezado a rompernos. Hay pocas profesiones más bellas.
Willy se opuso a la operación desde la primera conversación, y se tomó como un reto personal, casi como si mi espalda fuera suya, quitarme el dolor y la cojera. Estuvo haciéndome crujir las vértebras un mes entero, descubriéndome apófisis, músculos y giros de mis articulaciones que desconocía, y al cabo de un mes –Lázaro, sal afuera– me había restablecido milagrosamente sin necesidad de pasar por un quirófano y sin volver a sentir dolor. Decía Sócrates en Fedón que «el placer y el dolor no se encuentran nunca a un mismo tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno, es preciso aceptar el otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables». Así cuando pienso en mis dolores, pienso también en mis placeres, y por ahí aparecen Willy y Goyo como depositarios de mis agradecimientos, y no puedo más que recomendar a los lectores que tengan un momento para recordar quiénes les procuran placeres y quiénes les evitan dolores, para que les den las gracias que merecen.