Tomarnos en serio la política
«En las épocas definidas por un moralismo extremo —y a menudo inquisitorial—, conviene guardar las distancias: su lenguaje, sus palabras, alimentan la división»
Tomo nota de un texto del francés Paul Beauchamp. Nos recuerda que la envidia anida junto al espíritu de la mentira y que ambas nos alejan de la realidad, infectándola y convirtiéndonos en esclavos desprovistos de auténtica libertad. Él piensa en términos de imágenes y de ambigüedad, y se plantea de qué modo estas imágenes ambivalentes se vinculan con nosotros y nos transforman. En la mentira, al igual que en la envidia, tan importante es lo que se dice como lo que se oculta debajo de la superficie, lo que permanece silenciado pero operativo, con su filo aguzado y amenazante. La mentira es el velo de lo inconfesable —nos dirá—, reducido a sus últimas trincheras. Sin embargo, no es sólo eso: también se presenta como una justicia falsa, como el rostro invertido de lo verdadero. En ese juego de imágenes y contraimágenes, aparece la duda y, junto a ella, la sospecha.
La mentira anhela que no creamos en la verdad y, por tanto, que vinculemos nuestra esperanza a una fe opuesta a lo verdadero. «Hay muchos casos —escribe Beauchamp— en los que el odio se presenta bajo la apariencia de una voluntad de compartir». Estas palabras resuenan no sólo en la historia, sino que deberían tener un eco inmediato en nuestra experiencia política y en la ideología que asumimos. «En el juicio de Salomón —prosigue el autor francés—, la prostituta envidiosa se muestra satisfecha por cortar el niño en dos mitades: para ella, eso es justicia. Pero, a los ojos de Salomón, tal justicia sólo revela odio. La verdadera madre, por el contrario, prefiere sufrir una injusticia con tal que el niño viva: ¡ahí está la justicia!».
«Se puede comprobar cómo, día a día, tras los valores que proclaman los propagandistas de la ideología se ocultan otras pulsiones»
Beauchamp es un pensador extraordinariamente fino, perturbador incluso. No resulta fácil seguirle en los meandros de su pensamiento, aunque compensa el esfuerzo. La envidia alimenta la mentira y ésta empobrece la realidad. Lo característico de una justicia falsa, nos dirá, pasa por argumentar que todo se sostiene en la ley. La ley, convertida en una divinidad pérfida, encubierta bajo el aspecto del bien. ¿Cabría afirmar lo mismo de la política? Pienso que es indudable. Se puede comprobar cómo, día a día, tras los grandes valores que proclaman los propagandistas de la ideología se ocultan otras pulsiones. Es sólo al final del camino, con la ruta casi completada, cuando esta realidad velada emerge y se pone de manifiesto. Tomarnos en serio la política supondría aprender a discernir lo que disimulan las palabras, reconocer el engaño de tantas apariencias.
Junto a la ley, que aspira a reglamentar todos los aspectos de la vida, la burocracia se propone someter —también en su totalidad— las relaciones económicas. Ambas asfixian la realidad y cercenan su poder creador. Si lo principal de la vida no es reductible a la ley, se dirá que lo principal de la economía tampoco cabe en la burocracia. Más bien al contrario. Las apariencias del bien nos pierden, porque detrás de su justicia se esconden algo diferente: ya sea el rencor o el odio, la envidia o la voluntad de dominio. Por supuesto, la dialéctica del poder no constituye una dialéctica de la verdad. Esto lo supimos siempre. La dialéctica de la justicia ligada al poder —o como recurso del poder—, tampoco. En las épocas definidas por un moralismo extremo —y a menudo inquisitorial—, conviene guardar las distancias: su lenguaje, sus palabras, alimentan la división. No el reencuentro. Conviene que no lo olvidemos.