THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Cuento de Navidad

«Cuántas cosas se prometen desde la atalaya buenista de la Navidad, cuando nos vemos empujados a recordar a gente que en ese instante nos da algo de lástima»

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Cuento de Navidad

Luces de Navidad. | Archivo

Esta historia es real y de primera mano, empecemos por ahí. Le pasó a uno con el que trabajé hace ya muchos años. Él tenía un puesto importante en una conocida empresa, mandaba sobre un equipo, tenía poder para dar luz verde a grandes proyectos de otros y por eso mismo tenía también a unos cuantos haciéndole la pelota todo el rato, le invitaban a festivales, comidas. Esas cosas. En su casa las cosas no iban tan bien. Su mujer se quería divorciar. Tuvo un infarto antes de que eso pasara y ella tuvo el decoro de esperar a que se recuperara un poco para seguir con su objetivo. Luego él tuvo un segundo infarto. Su mujer ya no quiso esperar más, se divorció y se fue. En la empresa le quitaron responsabilidades y le reubicaron en el departamento de estrategia, que es donde antes iban las personas que no se sabía dónde aparcar ni cómo echar. Todo esto pasó en un mismo año, y después llegó la Navidad.

«La Nochebuena y el 25 son para estar con la familia, un día con los tuyos, otro con los contrarios», me decía, «los planes de esos días se resuelven fácil. El problema es la Nochevieja, que esa es una fiesta de los amigos. Tus hijos se van y pasan de ti, y tú tienes que ver cómo te lo montas… Ese año me llamaron amigos que no sabía ni que seguía teniendo. Jamás me habían invitado a tantas fiestas de Nochevieja, gente que no me había invitado antes. Ahí me di cuenta de que les daba pena, de que yo daba pena a todo el mundo. Se compadecían de mí: míralo, pobre, su mujer le ha dejado, el infarto, el trabajo…».

Y lo cierto es que igual que hay muchos que te empiezan a olvidar en cuanto empieza a irte mal, hay otros mucho peores que solo se acuerdan de ti, y te desean lo mejor, cuando por fin te encuentran en un lugar donde uno puede compadecerse de ti, darte su apoyo por lo mal que lo estás pasando y ofrecerte un poco de su alegría. Son esos en los que uno involuntariamente instala ese extraño pensamiento mágico que reza: menos mal que no me ha pasado a mí. Uno se pregunta si los que piensan eso y te compadecen con agasajos en los momentos de tragedia lo hacen para agradecer a las oscuras divinidades que manejan los destinos de los hombres, que el rayo haya sido desviado hacia ti y no hacia ellos.

Este hombre, pues, que tiene su orgullo y su carácter, tomó para esa triste Nochevieja una decisión radical que le permitiría escapar a la asfixiante compasión de sus prójimos. Iría de viaje solo y muy lejos, a Japón nada menos, y lo haría precisamente la noche del 31 en que los billetes de primera eran particularmente baratos. En primera las azafatas son especialmente simpáticas y no dejan de sonreírle a uno, el champán corre sin restricciones, nadie siente pena por los que van en primera y lo más importante: no había cobertura ni se podían recibir mensajes. Eso en el año en que esta historia ocurrió -ahora lamentablemente no hay rincón del planeta donde uno esté a salvo de que le llegue al móvil un meme y mil felicitaciones con emojis festivos-.

«Ese presente que es el único lugar que debemos ocupar para poder estar en paz, que no es lo mismo que estar feliz, pero se le parece»

Pero ese año, el tipo se zafó de los miles de empalagosos mensajes de ánimo que temía, con todo tipo de abominables consejos extraídos de manuales de autoayuda, frases hechas encontradas en el bazar de la psicología positiva, falsos propósitos de verse más a menudo en el año venidero… Cuántas cosas se prometen desde la atalaya buenista de la Navidad, cuando nos vemos empujados a recordar a gente que en ese instante nos da algo de lástima o de nostalgia, y que inmediatamente olvidaremos en el segundo lunes de enero.

El plan para esquivar la compasión navideña no acababa con el aterrizaje en Tokio. El plan, de hecho, consistía en no tener un plan. Este hombre iba a pasar diez días en Japón sin reservar hoteles ni restaurantes, y sin saber qué cosas debe visitar uno y cómo se llega hasta ellas. El objetivo era mantenerse anclado en el presente, en resolver la siguiente hora del día, en decidir donde comer esa noche o en qué sitio dormir. Toda la energía y el foco de aquel viajero estaba completamente volcados en los quehaceres inmediatos, sin tiempo alguno para volver la vista atrás hacia sus pérdidas, ni horizontes tan lejanos como para contemplar de frente el terror ante el futuro. Solo importaba la siguiente media hora.

De esa manera me asegura que fue capaz, no solo de sobrevivir a la Navidad, sino de pasarse un buen rato consigo mismo. Estaba al fin en un lugar seguro, fuera del alcance tanto del futuro como del pasado, pero también de la mirada de todo aquellos que nos observan y nos hablan desde un móvil, y nos distraen así de ese presente que es el único lugar que debemos ocupar para poder estar en paz, que no es lo mismo que estar feliz, pero se le parece mucho.

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