Celebraciones
«Pongámosle la máscara de la felicidad a nuestra identidad y ayudemos a todos los que nos quieren a pasar la Nochebuena sin que se vayan para no volver más»
La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos… y no volveremos más. Este villancico, propio de un alma desollada, se cantará dentro de unos pocos días, quizás acompañado por el sonido zoomorfo de la zambomba, instrumento muy adecuado para la desesperación poética. Goya en estado puro.
Sin embargo, no tenemos más remedio que sobreponernos y adentrarnos en las así llamadas entrañables fiestas con buen ánimo y toda la simpatía del mundo. Es cierto que estas fiestas son más infantiles que adultas y quizás por eso lo más imperdonable es acongojar a las criaturas. Máscara de yeso sonriente, mano diestra en la zambomba, y, ala, que ya nos iremos en otro momento para no volver nunca más, pero no ahora.
Los que hemos vivido ya muchas nochebuenas nos hemos percatado de que son iguales en todas partes. Como la música folklórica, que da lo mismo si suena en Patagonia o en Olot. Siempre es la misma y se baila más o menos igual. La cuestión es mostrar mucha alegría y dar saltos de rana con los brazos en alto.
Esa unificación que se impone en la Nochebuena no deja de ser una curiosidad de nuestros días: cuanto más iguales somos, más queremos diferenciarnos con esa quimera llamada «identidad». Gracias a los medios de comunicación, que se llaman, hemos constatado que el mundo, en lugar de hacerse más grande se ha hecho más pequeño. Viajamos mucho, pero para comprar los mismos ornamentos de Zara en Oslo, en Hong Kong, en Buenos Aires y en Albacete. Cambia un poco el escenario, pero cambian mucho menos los actores.
Que el mundo se haya empequeñecido a partir de la globalización tiene otro efecto secundario realmente asombroso. De pronto la gente ha descubierto su nación, su ciudad, su barrio y sus vecinos de calle. Con un poco de suerte descubre también a los que cohabitan en su piso. Resulta que ahora amamos las virtudes de lo local y no hay pueblín que no tenga sus «Pellizcos de sacristán» o sus «Mollejas del concejal», su modo especialísimo de cocer los garbanzos o una moza garrida que salga a dar las campanadas muy campanuda.
«Las naciones inmateriales están formando enormes masas sin carácter que han sustituido a las masas de obreros del siglo XIX»
¿Se ha ampliado o se ha reducido el mundo con su tecnificación universal? Las redes sociales (así se llaman) ponen en concierto a millones o decenas de millones de personas que todas buscan identificarse en TikTok, en Instagram, en Facebook o en lugares ignotos como La Placenta de Venus o cosas semejantes. Esos lugares sin lugar forman enormes masas de iguales que se sienten habitantes del mismo lugar inexistente. Las naciones inmateriales están formando enormes masas sin carácter que han sustituido a las masas de obreros del siglo XIX.
¿Somos ahora más o menos idénticos? La masa de la que formamos parte, conducida por un influencer, ¿nos representa mejor que aquellos gobernadores civiles medio brutos de antaño que nos reunían en la plaza mayor para soltar insensateces sobre el Régimen? ¿O el señor obispo y sus monaguillos? ¿O nuestro señor Jesucristo cuando reunía muchedumbres a los pies del Monte?
No puedo responder a estas preguntas porque es preguntarse por el agua cuando uno es pez. Mis maestros me enseñaron que lo más importante es no dar la nota. Como en la mili, donde la única salvación era pasar inadvertido. Bien es verdad que ahora es casi imposible no pasar inadvertido: hay demasiadas figuras inmateriales a nuestro alrededor tañendo la zambomba hasta ensordecernos y borrarnos del mapa inmaterial.
Así pues, el martes pongámosle la máscara de la felicidad a nuestra identidad, no demos la lata y ayudemos a todos los que nos quieren a pasar la noche sin que se vayan para no volver más, por lo menos por ahora.
Buenas fiestas a todos y, si no nos hemos ido, nos veremos en enero.