Confesiones
«Quizá haya llegado a la conclusión de que no le compensa emprender una batalla judicial de incierto resultado y muy costosa. Y, por ello, solo por ello, ‘confiesa’»
Lo confieso: en menos de una hora he de bajar a clase a discutir con un grupo de estudiantes un texto en el que se aborda el muy espinoso –y mayúsculo- asunto de la interpretación jurídica: ¿es verdad el viejo brocardo jurídico «in claris non fit interpretatio»? Es decir, cuando la norma es clara, ¿no hay que interpretar, o la determinación de no ser necesaria la interpretación porque la norma es clara es irremediablemente el resultado de haber interpretado? Si hay distintos «métodos» de interpretación, ¿cuál debe ser privilegiado? ¿Es la interpretación jurídica un dominio exclusivo, propio de juristas?
Lo confieso: escribo esta columna «en friega», que dicen en México, pues la semana ha sido abundante en trámites ya impostergables, y apenas si he tenido tiempo de pararme a pensar siquiera sobre lo que podría escribir hoy. Qué les voy a contar de la intensa vida social que además acompaña a estas fechas, comprimida y desplegable cual archivo zip.
Así que, lo confieso, no prometo mucho en cuanto a la pertinencia, pulcritud, coherencia y sentido de lo que sigue, que no son más que notas a vuelapluma a propósito, precisamente, del hecho de «confesar»: ¿qué valor o alcance tenemos que asignar a esa actividad? ¿Depende del contexto? ¿Qué sentido tiene atribuir al hecho de que el representante legal de alguien que está siendo investigado por la presunta comisión de un delito proponga a la fiscalía un acuerdo de conformidad mediante el que limitar la condena bajo la condición de que se admitan los hechos, y, de resultas de ello, la comisión de un delito? Ya ven por dónde va el tiro…
Antes de ir a este ciudadano en el que usted ya está pensando, permítanme que recurra a alguien infinitamente más cercano, una de esas personas a las que uno puede atribuir la condición de ser de lo que más quiere en esta vida, alguien que, recientemente, ha «confesado», es decir, que inquisición mediante ha sido preguntado por la ocurrencia de unos hechos. Esos hechos son ciertos, así lo ha confesado, pero a continuación éste al que me refiero ha sido instruido sobre la existencia de un determinado código en el que se establecen ciertas prohibiciones y las correspondientes infracciones por su contravención, y ha sido invitado a «confesar» que tales hechos, esa conducta específica (hacer X o decir Y) que no se niega, encaja como un guante en una de esas prohibiciones genéricamente establecidas. Todo ello, por supuesto, sin previo aviso sobre los «cargos»; sin posibilidad de «prueba de descargo», asistencia letrada o experta que permita la contradicción sobre el supuesto «encaje» con lo prescrito, o las posibles causas que hayan podido justificar la conducta. A microscópica escala, salvando las abisales distancias, al modo de quienes se «confesaban propietarios» en la Revolución Cultural o «espías del enemigo» como Artur London en la Checoslovaquia de los años 50 del siglo pasado.
Sabedores de que existen, o pueden articularse o pergeñarse, contextos y métodos que propician la confesión, es una conquista civilizatoria procurar que no sean esos los factores que gobiernen la voluntad de quien confesa y que ni siquiera baste la mera confesión para la condena: «La confesión del procesado no dispensará al juez de instrucción de practicar todas las diligencias necesarias a fin de adquirir el convencimiento de la verdad de la confesión y de la existencia del delito», reza el artículo 406 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. ¿De qué me tengo que confesar para que el auto de fe no llegue siquiera a empezar? Viene a pensar el profesor David Lurie en la novela Disgrace de J. M. Coetzee. Puede que Íñigo Errejón cavilase algo semejante cuando se lanzó a escribir su «confesión».
«Los miembros del Gobierno no pueden sino ceñirse a los usos jurídico-institucionales de los conceptos»
Con su habitual perspicacia, ha escrito el constitucionalista Víctor Vázquez que ningún hablante competente, incluso culto o muy culto, en español llegaría a entender que se condenase a un periodista por un delito de injurias o calumnias por haber llamado «delincuente confeso» a la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, en aplicación de la muy rigurosa, y gremial, interpretación de los términos empleados que exigirían evitar tener como «delincuente» a nadie hasta tanto no se haya desvirtuado su inocencia presunta en un proceso con todas las garantías. Un poco como ha venido pasando con los usos técnicos de expresiones como «ensañamiento» en las decisiones judiciales, que hacen incomprensible para el vulgo, si es que no motivo de escándalo, que un Tribunal no advierta la agravante de ensañamiento cuando se han asestado 40 puñaladas a la víctima (puesto que en el sentido jurídico de la expresión se trata de causar «sufrimiento innecesario», no hay ensañamiento si se murió tras ser asestada la primera de las puñaladas). «El derecho es un saber técnico, pero no puede ser una esfera refractaria al uso común del lenguaje sino al precio de hacer no comprensible la esfera de la justicia», concluye Vázquez. Cierto, y sin embargo…
¿Cuál es el alcance de esta tesis? Tengo para mí que Vázquez no excusaría a los que, por oficio o cargo, para empezar los miembros del Gobierno, con su presidente a la cabeza, no pueden sino ceñirse a los usos jurídico-institucionales de los conceptos. Por pura prudencia o, incluso, caridad interpretativa.
¿Y el propio aludido? ¿Debería él también aplicarse el cuento, ser comprensivo, por decirlo así, sobre esa «labor periodística» y renunciar a ejercer la acción penal?
Si la respuesta fuera afirmativa, estaríamos exigiéndole, a él sí, que renunciara a su comprensión vulgar, común o ciudadana, de lo que implica ser tenido como «delincuente» –así lo ha denominado nada menos que todo un presidente del Gobierno- o «defraudador» confeso, porque su abogado ha empezado los trámites para una posible conformidad. Y es que él, probablemente, también bajo una interpretación común de los usos del lenguaje, no se considera tal, ni «delincuente» ni «defraudador» solo por el hecho de que, instruido por su letrado, quizá haya llegado a la conclusión de que no le compensa emprender una batalla judicial de incierto resultado y enormemente costosa. Y, por ello, pero solo por ello, «confiesa».
«La esfera del derecho o de la justicia no agota la realidad social»
Al modo, por cierto, en el que tantos hombres declinan iniciar acciones judiciales, por hartazgo, frente a la evidente denuncia falsa e instrumental de violencia de género de la que fueron objeto; o tantísimas mujeres antaño la violencia machista efectivamente sufrida, y que, no por plenamente normalizada, fue menos existente. La esfera del derecho o de la justicia no agota la realidad social, podríamos decir también parafraseando a Vázquez.
El mecanismo utilizado por este ciudadano común, a quien solo por el hecho de ser la pareja de quien es, se le ha situado en este disparadero, tiene además la virtud de propiciar, con carácter previo, un acto de «conciliación». ¿Y no sería acaso esto lo propio de estas fechas, lo que tanto nos hace falta – poder explicarnos y comprendernos- en este solar patrio nuestro cada día más resquebrajado?
Permítanme esta interpretación vulgar, no técnica, de una fase procesal; esta esperanza postrera del 2024, una prueba más de mi confesa ingenuidad.
¡Feliz Navidad!