El año del Rey
«El discurso de Felipe VI apelando al bien común culmina su año más brillante, que lo confirma como el mejor símbolo de los valores republicanos»
Con un gran discurso, dirigido especialmente a los jóvenes y en el que se ensalzan los principales rasgos característicos de nuestra democracia -el consenso y el diálogo-, Felipe VI concluye el que probablemente ha sido el año más brillante de su reinado, el año que lo consolida como una pieza insustituible para garantizar la estabilidad del sistema y la convivencia entre los ciudadanos, el año en que demostró con hechos la utilidad de la Corona como elemento de compensación de las tensiones propias del parlamentarismo. Y, más importante aún, el año en el que tanto él como la Reina han conectado definitivamente con la fibra emocional de los españoles.
El discurso comenzó y terminó con una referencia al escenario en el que todos esos factores, especialmente el sentimental, se han reunido en los últimos meses: Valencia. Y Valencia sirvió también al monarca como pretexto para reclamar a la clase política un esfuerzo que llevamos mucho tiempo echando en falta: el trabajo con la vista puesta en el bien común y no en los intereses partidistas o personales. «Por encima de las eventuales divergencias y desencuentros», dijo el Rey, «prevalece en la sociedad española una idea nítida de lo que conviene, de lo que a todos beneficia y que, por eso, tenemos el interés y la responsabilidad de protegerlo y reforzarlo. Es algo que la Reina y yo hemos podido constatar y valorar aún más a lo largo de esta década de reinado. Es responsabilidad de todas las instituciones, de todas las Administraciones públicas, que esa noción del bien común se siga reflejando con claridad en cualquier discurso o cualquier decisión política».
Trabajar por el bien común, explicó Don Felipe, exige hacerlo con consenso, «no para evitar la diversidad de opiniones, legítima y necesaria en democracia, sino para impedir que esa diversidad derive en la negación de la existencia de un espacio compartido», y bajo la inspiración de la Constitución de 1978: «Trabajar por el bien común es preservar precisamente el gran pacto de convivencia donde se afirma nuestra democracia y se consagran nuestros derechos y libertades, pilares de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho. A pesar del tiempo transcurrido, la concordia de la que fue fruto sigue siendo nuestro gran cimiento. Cultivar ese espíritu de consenso es necesario para fortalecer nuestras instituciones y para mantener en ellas la confianza de toda la sociedad».
El Rey hizo una mención muy explícita al clima de enfrentamiento político en el que vivimos y, recogiendo un sentimiento que cualquiera de nosotros ha podido apreciar en las habituales reuniones sociales de estos días, reclamó «que la contienda política, legítima, pero en ocasiones atronadora, no impida escuchar una demanda aún más clamorosa: una demanda de serenidad».
«Cada vez que el Gobierno lo ha reclamado, el Rey ha estado a su servicio, incluso al precio del monumental ridículo que se le forzó a hacer en la llamada Cumbre Iberoamericana. Por otra parte, así debe de ser»
Pero, al margen del contenido del discurso, con alusiones a las que la mayoría de sus destinatarios harán oídos sordos, el principal mérito del monarca radica en haber sido capaz de acumular la legitimidad necesaria para que sus palabras resulten sinceras y convincentes. Muchos dirían que es la única figura del país con ese poder, pero ni el Rey quiere serlo ni esa situación es compatible con el desarrollo de una monarquía parlamentaria a largo plazo. El Rey no gobierna ni debe hacerlo. Su carisma y legitimidad moral emana tan sólo de la ejemplaridad de su conducta y de su habilidad para cumplir con su labor mediadora, no entre los políticos, sino entre la sociedad y las instituciones. Si, por distintas circunstancias, su figura se ha agigantado últimamente en comparación con la de los dirigentes políticos se debe más a las carencias de estos últimos que a una apropiación indebida de facultades por parte del monarca. Pero, aun así, el panorama creado en ese sentido no es el idóneo para el sistema, puesto que el Rey no puede sustituir a la clase política y el fracaso de esta será, en última instancia, el fracaso de todos, incluida la monarquía parlamentaria.
Decía que este ha sido el mejor año del Rey, pero lo ha sido sin proponérselo. Se ha limitado a cumplir con sus obligaciones con la mayor entrega y precisión de la que ha sido capaz. Si esto ha retratado a quien no lo ha hecho, no es su culpa. Si su presencia en Valencia dejó en evidencia a alguien no se debe, desde luego, a que la visita no fuera oportuna, necesaria y justificada ni a que el Rey se apartara en ningún momento de su papel como jefe de Estado y ser humano. Si alguna de sus palabras o gestos a lo largo de estos meses ha provocado envidias, recelos o incomodidades de alguien no es porque haya invadido ni un centímetro del espacio que la Constitución le tiene vedado. En Valencia soportó insultos que no iban dirigidos a él y defendió a las autoridades políticas más allá de lo que estaba obligado a hacerlo. Cada vez que el Gobierno lo ha reclamado, el Rey ha estado a su servicio, incluso al precio del monumental ridículo que se le forzó a hacer en la llamada Cumbre Iberoamericana. Por otra parte, así debe de ser.
Pese a las maledicencias y sospechas inevitables, este es el año del Rey. Nadie le puede disputar ese título, del que estoy convencido de que él mismo no disfrutará tanto como lo hacen millones de republicanos que ven encarnados en Don Felipe los valores que tanto echan de menos en los partidos y los líderes políticos: la libertad, la igualdad, el respeto a la ley, la virtud ciudadana y, por cierto, el bien común.