THE OBJECTIVE
José Rosiñol

El espejismo y la polarización

«La crispación se genera más en las cúpulas de los partidos y en los medios —que funcionan como cámaras de resonancia— que en la convivencia de la gente»

Opinión
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El espejismo y la polarización

Ilustración de Alejandra Svriz.

La percepción dominante en la política actual es la de un sistema sumido en la descomposición, la corrupción y el enfrentamiento. Cada semana, nuevos casos y polémicas parecen corroborar ese diagnóstico tan sombrío. Sin embargo, es preciso detenerse y mirar con más detenimiento los flujos subterráneos de la realidad social, porque hay indicios de que la tendencia a la polarización se sostiene en narrativas autorreferenciales que no siempre coinciden con la conciencia colectiva de la ciudadanía. Es decir, buena parte de la crispación se genera más en las cúpulas de los partidos y en los medios—que funcionan como cámaras de resonancia— que en la convivencia de la gente.

Para Aristóteles, el ser humano es un «animal político» que encuentra su realización en la polis. Sin embargo, el estagirita subrayaba que la política no consiste en manipular emociones ni en exacerbar conflictos, sino en articular la vida comunitaria hacia el bien común. El problema contemporáneo es que, en vez de adaptar las estructuras de los partidos a lo que la sociedad demanda, se opta por reforzar la burbuja discursiva y reafirmar prejuicios, generando antagonismos que muchas veces no tienen correspondencia con la realidad. 

Podríamos argumentar que la crisis de representación empieza cuando las cúpulas partidistas —atrapadas por sus propias dinámicas internas— ofrecen mensajes monolíticos, simplificados y, sobre todo, distorsionados. Se abre entonces un hueco entre la ciudadanía y la política. Un hueco que, como ha sucedido en otras épocas, es un imán para los populismos y empele a partidos tradicionales a mutar hacia esas posturas populista y/o identitarias. 

Cuando hay situaciones de emergencia —como la reciente dana— se evidencia cómo la sociedad civil actúa de modo directo y colaborativo sin requerir constantemente la tutela de los poderes públicos. La organización vecinal, el voluntariado y la solidaridad colectiva emergen de forma espontánea, dejando ver que existen lazos sociales que se forjan por encima de las dinámicas electorales. Ello revela una sociedad madura, capaz de salir adelante, al menos en gran medida, sin la continua vigilancia de la clase política.

Aquí se aprecia la influencia de Cicerón, quien consideraba que la verdadera política se fundamenta en la virtud cívica y el sentido del deber. Cuando un político se aparta de las necesidades reales de sus conciudadanos, el pueblo encuentra otros cauces para ayudarse a sí mismo. Por supuesto, no se trata de negar la importancia de la administración o del Estado; se trata de subrayar que la conexión con la ciudadanía se rompe cada vez que se abusa de la demagogia y las luchas internas partidistas.

«Hoy la esfera pública ha dejado de ser un monólogo, se ha reconfigurado desde espacios de intercambio horizontal»

La idea de que el ser humano crea «mundos de significado» a través de la cultura, tal como defendía Clifford Geertz, subraya que las narrativas compartidas constituyen la base para la acción colectiva. Pero, ¿qué ocurre cuando los relatos de los partidos dejan de conectar con la experiencia de la vida cotidiana? O, dicho de otro modo, ¿qué pasa cuando la realidad sociológica es más compleja que el estrecho marco ideológico que manejan una izquierda y una derecha convencionales sobrepasadas por la complejidad contemporánea?

Las generaciones nativas digitales, por ejemplo, han desarrollado su propia forma de vivir la realidad, desbordando categorizaciones políticas rígidas y reacias a la diversidad de discursos que circulan en internet. Esta nueva ciudadanía se informa en redes, en foros, en canales de vídeo compartidos, y no mediante los canales unidireccionales que tradicionalmente han controlado los partidos y grandes medios. 

Esa generación mira con recelo el discurso identitario, sea este progresista o conservador, porque se percibe como un corsé que no describe la multiplicidad de estilos de vida y sensibilidades que existen. Tal como notó Alexis de Tocqueville, la vitalidad de las democracias se sostiene en la fortaleza de la sociedad civil, capaz de forjarse sus propios espacios de discusión y cooperación, incluso al margen de los grandes aparatos. Hoy la esfera pública ha dejado de ser un monólogo, se ha reconfigurado desde espacios de intercambio horizontal (sin obviar que a veces pueden crear alguna burbuja). Todo ello dibuja una tensión entre la interacción tradicional y la mediación de los partidos con las nuevas realidades.

Esa tensión provoca que muchos actores políticos recurran a la demagogia y a la emocionalidad exagerada para movilizar electores. De ahí el triunfo efímero de algunos partidos que, a izquierda y derecha, abrazan el identitarismo o enarbolan banderas nostálgicas. Este recurso es la manifestación visible de la frustración de la clase dirigente, que no sabe cómo conectar con una sociedad cada vez más volcada en redes digitales, en intereses específicos y en plataformas de encuentro desvinculadas de las grandes ideologías. Hay, en este trasfondo, un cierto «desencantamiento» con las formaciones tradicionales, que no por ello desaparecen, pero sí pierden ascendiente.

«El separatismo, al no interpretar correctamente el momento sociológico, acabó desconectándose de la mayoría»

Como ejemplo de esa asimetría entre discurso político y corrientes sociales, como catalán, que he vivido de primera mano el proceso separatista, un proceso que desembocó en una fractura social profunda y en un callejón de difícil salida para quienes lo alentaron con promesas que no se podían cumplir. Tras ese shock casi sistémico, se ha producido una especie de normalización sociológica y política que ha puesto de manifiesto la voluntad de vivir y convivir sin más aventuras que, en su día, para algunos, resultaron muy seductoras en el plano emocional pero imposibles en la realidad. 

Si algo puso de relieve ese final de ciclo en Cataluña, es que hay una corriente profunda que rechaza las gesticulaciones estériles. El separatismo, al no interpretar correctamente el momento sociológico, acabó desconectándose de la mayoría. Y es que, cuando se constata que los relatos maximalistas no mejoran la vida de la gente, las promesas épicas pierden fuelle y emerge ese «sentido común» de la ciudadanía (y que Salvador Illa ha sabido interpretar a la perfección). 

En su búsqueda por dominar el espacio público, los partidos de izquierda han adoptado un identitarismo que, si bien pretende poner el foco en desigualdades históricas, a menudo termina encasillando a las personas en etiquetas sectarias. Al prolongar disputas simbólicas, quizá consiguen mantener movilizada a una parte del electorado, pero simultáneamente dejan huérfanos a quienes priorizan soluciones concretas en el ámbito social, económico o educativo, y no meras consignas o «batallas culturales» sin final.

En el caso de Pedro Sánchez, sus devaneos con formaciones comunistas, con partidos separatistas y con grupos filoetarras han generado un desconcierto notable incluso entre sus propias bases. Cuando se antepone la aritmética parlamentaria a cualquier principio de consistencia, se potencia la sensación de que la izquierda carece de un rumbo claro, más allá de agitar banderas identitarias o forjar alianzas coyunturales para mantenerse en el poder.

«La política necesita líderes que posean la audacia de cuestionar sus propias ‘cápsulas autorreferenciales’»

La brecha entre sociedad y política representa un peligro innegable si no se gestiona con inteligencia. Tal y como advertía Rousseau, el contrato social se sostiene en la medida en que existe un sentido común y una participación consciente. Cuando este nexo falla, surge el riesgo de que el poder adopte rasgos autoritarios o, peor aún, de que la ciudadanía caiga en la apatía, cediendo el espacio público a demagogos de turno.

Sin embargo, también hay una gran oportunidad para quienes sean capaces de reinterpretar la realidad y ofrecer algo más que consignas o discursos huecos. La política necesita líderes que posean la audacia de cuestionar sus propias «cápsulas autorreferenciales» y que escuchen la complejidad del tejido social. Liderazgos que reconozcan que, en la encrucijada actual, la multiplicidad de voces no es un obstáculo, sino la fuente de una vitalidad social que puede traducirse en un proyecto compartido.

Como nos recordaba Cicerón, la verdadera grandeza de la política radica en la capacidad de integrar, a través de la oratoria y el conocimiento, la diversidad de intereses y sensibilidades. Para ello hace falta coraje y visión: coraje para contradecir las inercias polarizantes, y visión para diseñar un proyecto capaz de conciliar la identidad con la apertura, la tradición con la innovación y la autoridad con la libertad. En la misma línea, James C. Scott nos muestra cómo, incluso en contextos de dominación, las comunidades encuentran formas de resistencia cotidiana; esa «autosuficiencia moral» explica por qué una parte significativa de la ciudadanía no se traga sin más los relatos estériles.

La sociedad civil de nuestro tiempo ha demostrado, en contextos de emergencia o ante el vacío institucional, que sabe autoorganizarse y cooperar. La experiencia catalana también demuestra que los excesos ideológicos pueden llevar a un callejón sin salida. Mientras, la irrupción de las generaciones digitales pone de manifiesto la futilidad de los discursos maniqueos y la urgencia de reconfigurar una política acorde con la modernidad tecnológica y cultural. Lejos de ser víctimas pasivas de la manipulación en redes, muchos jóvenes practican un consumo multiplataforma que diluye el monopolio narrativo y propicia la ironía, el contraste de información y la participación en causas concretas.

«Los partidos que sigan atrapados en la lógica de la polarización y el populismo corren el riesgo de quedar rebasados por la sociedad»

Por todo ello, en mi opinión, estamos en un punto de inflexión. Los partidos que sepan entender los cambios profundos —esas corrientes sociológicas que corrigen las tendencias iliberales y rebasan las falsas antítesis— tendrán ante sí un campo fértil para proponer acuerdos innovadores y políticas realistas. Aquellos que, en cambio, sigan atrapados (por acción u omisión) en la lógica de la polarización y el populismo, quizá prolonguen su vida mediática, pero corren el riesgo de quedar rebasados por la sociedad, que, a fin de cuentas, siempre da señales de ir por delante de los aparatos partidistas.

La crisis aparente podría anticipar un renacimiento de la política como espacio de deliberación colectiva y de consensos significativos. Un lugar donde el debate serio —tal y como lo concibieron Aristóteles y Cicerón—, basado en la virtud cívica y la construcción de comunidad, recupere su protagonismo. Bajo esta mirada, polarización y corrupción no serían más que síntomas de la urgencia de cambio. Y ese cambio ya late en lo profundo de la sociedad, reclamando discursos y liderazgos a la altura de los retos del siglo XXI. Con un mínimo de lucidez y coraje, la esperanza de la civilidad puede imponerse a las retóricas vacías y devolver a la política su propósito original: servir al bien común.

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