THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Santa Claus en el patíbulo

«Para los españoles, la esperanza se desplegaba en dos ámbitos: Europa en el horizonte y la democracia como presente. Ambas se encuentran dañadas»

Opinión
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Santa Claus en el patíbulo

Un árbol de navidad.

Como las Navidades son por definición tiempos melancólicos, también la política conoce este ensueño. Porque, al igual que en los tiempos festivos, las emociones humanas –la nostalgia, la decepción, la esperanza– desempeñan un papel central en el escenario político. En primer lugar, la decepción. Nadie que haya superado la línea divisoria del medio siglo permanece indemne. La consecuencia es doble: un escepticismo casi cínico, por un lado; y una radicalización infantil que proyecta lo que se quiso y no se pudo, una especie de retorno perpetuo a la adolescencia, por otro.

En sus emociones, el conservador experimenta la decepción como un eco del paso del tiempo y de su condición de eterno destructor. No hay que engañarse al respecto: el conservador odia el tiempo. Quisiera vivir como los dioses: en un eterno presente donde nada se pierde y todo permanece. Por ello se refugia en la memoria, único anclaje que le protege de las ruinas que deja el Ángel de la Historia tras el batir de sus alas.

Para el progresista, en cambio, la condena son las ciénagas del tiempo estancado, su inquietante parálisis. Y su pecado de origen es la impaciencia. Como en la maldición de El gatopardo, percibe que el mundo se transforma, pero que nada cambia. De ahí también su ira contra el pasado, que se convierte en un juicio perpetuo contra la humanidad entera. Todos sabemos que, de algún modo, llegará el día en el cual incluso Santa Claus será juzgado y hallado culpable: culpable la infancia, culpable nuestra paternidad, culpable nuestra nostalgia. En el patíbulo nadie es inocente.

Junto a la decepción se oculta la esperanza y su caída. Durante mis años de universidad, aún creíamos en la inocencia de un futuro que se abría de par en par; no sólo como algo inherente a la juventud, sino como parte de un relato más amplio que convertía el mundo libre en un destino. Para los españoles, esa esperanza se desplegaba en dos ámbitos: Europa en el horizonte y la democracia como nuestro presente. Ambas se encuentran ahora seriamente dañadas. La esperanza tampoco es inmune al tiempo. Las mismas emociones que nutrían aquel relato –la fe en el progreso, la confianza en un destino compartido– se han transformado en sospecha y hartazgo después de varias décadas de estancamiento económico.

«El relato compartido fue sustituido por un afán corrosivo que convierte toda aspiración en farsa, todo diálogo en mentira»

También la creencia en la estabilidad de la clase media, que era el mito característico de la época. Treinta años de salarios a la baja y un crecimiento económico inane en los países de la cuenca mediterránea han erosionado la promesa recibida. En una población cada más pobre, dividida y envejecida, más harta y desengañada, el virus de la sospecha –cultivado por los populismos de izquierda y de derecha– hizo el resto del trabajo. El relato compartido fue sustituido por un afán corrosivo que convierte toda aspiración en farsa, todo diálogo en mentira. Ahora nos miramos al espejo y no nos gusta lo que vemos: ni nuestras instituciones, ni nuestro contrato social, ni a veces nosotros mismos. Envejecer no siempre nos convierte en más sabios.

El desencanto, como discurso de una época, es algo más que un sentimiento pasajero: se transmuta en una especie de parálisis que amenaza con cronificarse. La ira, en tanto que respuesta alternativa, no constituye tampoco una emoción neutra; al contrario, es el lenguaje de los acusadores, el viento más sombrío de la historia. La Navidad atrae la melancolía, ciertamente, pero también a los espectros que nos persiguen y, a veces –sólo a veces–, nos muestra el camino a seguir, aquella vieja lección de Dickens: la luz que se cuela a través de la fragilidad, el coraje y el perdón.

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