Lalachús y el timo de la estampita
«Mientras sintonizabais RTVE para seguir haciendo mofa y escarnio de la señora, ella ocultaba tras el capote una estocada en forma de estampita burlona»
Este gobierno os tiene tomada la medida, y siento tener que ser yo la que os lo diga. Ellos colocan estratégicamente el fango y vosotros entráis a chapotear creyendo que estáis librando la última cruzada por la salvaguarda de occidente. En un país donde quien gana más de tres mil euros es considerado clase alta –con los efectos tributarios que ello implica– o donde aún hay valencianos sin tendido eléctrico en sus calles y con lodo en sus fincas, el sanchismo os ha puesto a bailar al son de la música de una tal Lalachús y de un tal Broncano. Esta vez, a cuenta de la enésima polémica en torno a los sentimientos religiosos cristianos.
Os tienen tan calados que sabían que entraríais al ruedo embistiendo contra el físico de la susodicha, convirtiendo a prácticamente una desconocida en la comidilla nacional. Mientras sintonizabais RTVE para seguir haciendo mofa y escarnio de la señora, ella ocultaba tras el capote una estocada en forma de estampita burlona que os clavó en prime time durante las campanadas. Todo estaba preparado para que vosotros, los ofensores, acabaseis actuando como los ofendidos, para que picaseis un anzuelo que antes habíais ayudado a cebar y a difundir.
Cierto es que hay dos aspectos de toda esta historia en los que os asiste la razón: el primero es que desde una televisión pública, financiada con el dinero de todos, deberían tener especial sensibilidad en no vejar los sentimientos religiosos de nadie, menos aún durante la emisión de las campanadas de fin de año. No era ni el momento, ni el canal. El segundo es el doble rasero que se gastan todos los que, como el ministro Bolaños, salen a defender la libertad de expresión de la presentadora frente a quienes consideran ofendidos sus sentimientos religiosos, mientras aplaudieron la sanción económica a Silvia Orriols por afirmar en un debate que el islam es contrario a los valores cívicos de occidente. O que clamaban porque se condenase a los de la piñata que simulaba a Pedro Sánchez por un delito de odio contra los socialistas. O que pidieron a la fiscalía que investigase a unos jóvenes de un colegio mayor por unos cánticos erótico-festivos que ofendieron a políticos y a feministas, pero no a las compañeras a quienes iban dirigidos. A nadie debería sorprender, pues por todos es sabido que la inconsistencia alimenta el sectarismo.
En el centro de estas contradicciones yace un problema conceptual: la idea de que los colectivos tienen derechos o sentimientos que deben ser institucionalizados y protegidos por el Estado. Al contrario, son los individuos los únicos sujetos de derecho cuyas libertades inalienables deben ser promulgadas y garantizadas para dotarlas de efectividad. Sin embargo, hemos normalizado la creación de sanciones y penas por ofensas contra sentimientos colectivos, bien sean religiosos, bien sean identitarios (los de los llamados «colectivos vulnerables»).
Urge poner fin a esta tendencia colectivista en el ámbito sancionador y punitivo. Nuestro ordenamiento ya cuenta con suficientes herramientas legales para proteger a las personas frente a los excesos de la libertad de expresión que determinan un ataque contra la dignidad y honor de la persona, tales como los delitos de injurias, calumnias o el atentado contra la integridad moral, por no hablar de los ilícitos civiles. Hay que dejar que sean los tribunales quienes condenen a quienes se demuestre que han cruzado el límite y acabar con las infracciones administrativas en materia de libertad de expresión, tan transversales y tan de moda en estos tiempos.
«La institucionalización del sentimiento o de la identidad y la punitivización de la ofensa son los grandes males que enfrentan los sistemas liberales occidentales»
Mientras dejamos que la ofensa colectiva se sitúe en el epicentro de la polémica nacional, no prestamos atención a una realidad que a todos nos atañe pero que a muy pocos parece preocupar: la creciente intromisión del Estado en nuestras vidas y la constante erosión de nuestras libertades. La indignación selectiva se ha convertido en un instrumento polarizador óptimo para desviar el foco de los auténticos abusos del poder. Nuestras reacciones en redes sociales consiguen que personajes ignorantes e inanes adquieran notoriedad mientras los políticos logran que sus agendas perniciosas y nocivas pasen prácticamente desapercibidas.
La institucionalización del sentimiento o de la identidad y la punitivización de la ofensa son los grandes males que enfrentan los sistemas liberales occidentales, aunque la consagración de los derechos de los entes medioambientales ya se atisba en el horizonte. Lo que nos ocultan quienes promueven esta nueva generación de derechos extraños a la persona es la consagración de nuevos elementos que puedan introducirse en el juicio de ponderación para justificar la limitación de las libertades individuales. Algo de lo que los ciudadanos permanecen ignorantes y cuyos efectos e implicaciones para nuestro bienestar y prosperidad serán nefastos.
Pero mientras el objetivo de la mayoría de los españoles no sea recuperar esas parcelas de libertad que nos están arrebatando, sino joder al de enfrente con las mismas herramientas con las que él me jode a mí, no vamos a conseguir escapar de este círculo vicioso que empequeñece al individuo y engrosa al Estado.