THE OBJECTIVE
Benito Arruñada

Vuelva usted con cita previa

«La Administración Pública no solo crece sin límite, sino que, en lugar de servir a los ciudadanos, se sirve cada vez más a sí misma»

Opinión
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Vuelva usted con cita previa

Ilustración realizada con inteligencia artificial. | Benito Arruñada

Según la última encuesta sobre política fiscal del CIS, menos del 30 % de españoles es partidario de que el Estado solo intervenga en la vida económica para corregir posibles desajustes, mientras que la mayoría cree que debe intervenir e incluso un 18,2 % no ve necesario poner límite alguno a esa intervención. La mayoría también querría mejorar todos los servicios públicos y las prestaciones sociales aunque haya que aumentar los impuestos. Solo queremos gastar menos en Defensa, justo una función en la que gastamos tan poco que hasta incumplimos nuestros compromisos internacionales. 

Quizá no debamos confiar mucho en nuestras opiniones, pues todos creemos estar por encima del promedio en cuanto a consciencia y responsabilidad fiscal, cosa materialmente imposible. Tal vez pensemos que hay muchos irresponsables, pero que los irresponsables son solo los demás. Pese a que queremos expandir los servicios públicos, decimos que muchos de ellos funcionan solo regular; y no más del 37 % cree que su familia recibe del Estado lo mismo o más de lo que contribuye para sostenerlo. 

«Con estas preferencias fiscales, un tanto idealistas y despistadas, es lógico que el tamaño del Estado no pare de aumentar, a saber en beneficio de quién»

Con estas preferencias fiscales, un tanto idealistas y despistadas, es lógico que el tamaño del Estado no pare de aumentar, a saber en beneficio de quién. Sacrificamos la solvencia del Estado para mantener el poder adquisitivo de las pensiones y los funcionarios. Y el empleo público crece hasta el punto de que uno de cada cuatro nuevos puestos de trabajo es público. Lógico que nuestros jóvenes quieran ser funcionarios, incluso en esa vieja Cataluña que solía ser tan privatista. Tanto es así que, de hecho, buena parte de la universidad solo sirve ya para opositar a puestos menores, por lo que quizá convendría prohibir a los graduados opositar a puestos que no requieran titulación: el subalterno más frustrado y menos productivo es el que acumula más títulos. 

Esta ignorancia y mala formación ciudadana quizá obedece a que nuestros líderes políticos e intelectuales sí se benefician del estatismo reinante. Para que siga reinando, todos ellos tienen interés en que el coste y el propio funcionamiento del sector público permanezcan cuidadosamente ocultos a la mayoría de los votantes

El asalariado es consciente de su salario neto, pero no de lo que la empresa paga a Hacienda y la Seguridad Social. Para que el trabajador perciba 1.500 € después de retenciones de IRPF y Seguridad Social, la empresa ha de pagar cerca de 2.600 €, incluidos unos 600 € de cotizaciones sociales: el trabajador cobra el 57,7 % de lo que paga la empresa. Por algo, según esa misma encuesta del CIS, empresarios y autónomos son más reacios que los asalariados a mejorar los servicios públicos y las prestaciones sociales «aunque haya que pagar más impuestos». Saben mejor cuántos impuestos pagan. Incluso los que tributan por estimación objetiva («módulos»): si bien pagan de hecho menos impuestos y cargas sociales, lo hacen con mayor conocimiento que los asalariados. 

Las tendencias de los últimos años extreman esta tergiversación sistemática de la realidad fiscal. Las empresas han de dedicar una cantidad creciente de sus recursos para trabajar gratis como agente de la Administración Pública. Ya damos por supuesto que actúen como recaudadores (el caso de las retenciones y cargas sociales) pero cada vez más lo hacen también como gatekeepers para controlar el acceso a todo tipo de productos y servicios (bebidas, audiovisuales, redes, o el nuevo registro de viajeros en hoteles). 

El asunto ha llegado incluso al terreno de la política, con la censura de cuentas conservadoras por las empresas de redes sociales. Pese a haber quedado demostrado el abuso de la Administración Biden con «los papeles de Twitter«, estos han animado a muchos ilustrados radicales a abandonar esa red para reconfortarse mutuamente en la cámara de eco que es Bluesky

Cada vez más, exigimos a las empresas que trabajen gratis para la Administración. Indirectamente, al obligarles a contratar todo tipo de servicios de compliance, lo que ha generado un enorme sector dedicado a vender indulgencias de escaso valor. Directamente, al ampliar sus obligaciones fiscales. Por ejemplo, en virtud de la Ley 18/2022, de Creación y Crecimiento de Empresas, dentro de dos años todas las empresas y autónomos, y no sólo las de gran tamaño, tendrán que usar factura electrónica, de modo que Hacienda tendrá acceso gratis y casi en tiempo real a todas las facturas emitidas y recibidas. 

Pero no sólo son las empresas las que trabajan cada vez más para el Estado. Tras dedicar una parte notable de los fondos Next Generation EU a la transformación digital de la Administración Pública, el principal logro en ese capítulo es que hemos reemplazado el «Vuelva Usted mañana» de Larra por el «No tiene Usted cita previa». Empieza a resultar alarmante que, en vez de usar la cita previa para suavizar la demanda, se la use para reducirla; o para crear mercadillos paralelos de citas y gestorías en los que explotar a las personas peor informadas, sobre todo extranjeros y ancianos. Nuestra Administración digitaliza sin simplificar antes sus procedimientos y a veces incluso los complica. Como resultado, los servidores públicos —desde médicos y jueces a profesores— se dedican más tiempo a tareas burocráticas, en lugar de prestar servicios útiles al ciudadano.  

Una de las novedades más perversas es el uso de fondos públicos para producir servicios de valor social negativo. Hay ONGs (e.g, muchas de las de consumo) que llevan ya años ocupadas en esta «contraproducción»; pero lo nuevo es que las Administraciones Públicas paguen a algunos medios de comunicación por, en esencia, desinformar. El Gobierno acaba de lanzar un «Plan de ayudas para la Digitalización de los Medios de Comunicación«, dotado con 125 millones, la mitad para diarios en papel, de los cuales ha activado ya los primeros 35 millones. Al leer la descripción de las actividades subvencionadas por este riego de millones, no solo resulta cuestionable su pertinencia, sino que es obvio que será imposible evaluarlas objetivamente, tanto a priori, al escoger los proyectos, como a posteriori, al controlar su ejecución y los precios pagados. Lo único claro es que, dado su carácter intangible y pionero, proporcionan un terreno abonado para el amiguismo y la corrupción: si ya nos resulta difícil evitar ambos vicios en una tarea repetida y tangible como es la obra pública, imagine las dificultades con un software que dice ser innovador. 

Vean algunos ejemplos concretos del dispendio en ciernes, que dedica 10 millones a proyectos de inteligencia artificial para «Verificar hechos», «Personalizar contenidos», «Moderar comentarios» y «Generar resúmenes»; 15 millones a fortalecer «capacidades de ciberseguridad» y formar «profesionales que refuercen el talento en ciberseguridad», incluidos, cómo no, unos fantasmales «Programas de promoción de cultura de ciberseguridad»; y 8 millones a «crear y operar espacios de datos en sectores estratégicos» (sólo para medios de comunicación, pues el total asignado al «Programa Espacio de Datos Sectoriales» suma la minucia de 74,6 millones). 

Mientras combinemos el «Será por dinero» propio del nuevo rico con el hecho de que se trata de dinero ajeno y que el propietario no se entera, el despilfarro continuará. Si la factura digital reduce el fraude fiscal, ¿no debiéramos poner los medios para asegurar que lo recaudado se gaste un poco mejor? Por desgracia, no parece que nuestros líderes políticos o intelectuales tengan gran interés en ello.

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