THE OBJECTIVE
Benito Arruñada

Carteros con doctorado

«Es ineficiente e injusto que las escalas inferiores de la función pública se llenen de universitarios»

Opinión
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Carteros con doctorado

Carteros con doctorado. | Pascal Sáez (Europa Press)

Solemos tratar los problemas de la función pública centrándonos en sus niveles superiores. El último ejemplo es un excelente informe de Fedea sobre el Proyecto de ley de la función pública, en el que se recomienda aumentar la exigencia en la selección de los directivos públicos y profesionalizar la alta administración del estado, siguiendo criterios propios de la empresa privada.

Habrá que hablar en alguna ocasión de la proclividad de nuestros mejores economistas a confundir la gestión pública con la privada, marginando un tanto las restricciones específicas del ámbito público. En lo público, la propiedad es siempre más difusa y, por tanto, la discrecionalidad del directivo puede resultar más dañina, máxime en países que desprecian la separación de poderes, motivo de que las recetas ingenuamente manageriales suelan ser contraproducentes.

Pero la función pública padece desafíos más simples y abordables, a los que se presta escasa atención. Quizá el más grave sea la funcionarización de interinos, tanto en ámbitos menos trascendentes, como el universitario, como en los fundamentales, como son la Agencia Tributaria o el cuerpo de secretarios, interventores y tesoreros de la administración local.

Es también acuciante la sobrecualificación de los rangos inferiores del empleo público, debido a que mucho graduado universitario se coloca en las escalas más bajas de la función pública.

Acabamos de comprobarlo a principios de mes en unas oposiciones a Correos, en las que más de 84.000 candidatos concurrieron a 7.757 plazas, para desempeñar funciones de atención al cliente, reparto y clasificación de envíos.

Según un estudio que analiza el perfil medio de este opositor a Correos, el 43% tiene formación universitaria. Al menos en teoría y casi seguro en términos de su propia autoestima, están demasiado formados para el trabajo que van a desempeñar.

El patrón se repite en otra áreas. El caso de los ingenieros de caminos reconvertidos en conductores de trenes puede que sea excepcional; pero no lo es el que, de forma masiva, llenamos de graduados universitarios las escalas básicas de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Más de la mitad de los nuevos agentes tienen ya estudios universitarios. Presumía de ello no hace mucho el Sr. Marlaska, en una muestra más de su impericia. En esa misma línea, también ha escamoteado posibilidades de promoción a los policías menos titulados, al requerir titulación extra a los que accedan al flamante Centro Universitario de Formación de la Policía Nacional. De no remediarlo los tribunales, en vez de exigirles los requisitos estándar para acceder a la universidad, ese Centro no permitirá acceder con un grado superior en FP o por la vía del examen para mayores de 25 años. Así pues, lejos de contener esa tendencia a la sobrecualificación de las escalas básicas, la están alentando, en una notoria incomprensión de cómo conviene gestionar recursos humanos.

«Estamos llenando los rangos inferiores de la Administración de trabajadores que han pasado por la universidad, pero ¿con qué consecuencias?»

Sucede también en Correos, donde, para ser aspirante, sólo se necesita contar con la ESO o un título equivalente. Pero disponer de una titulación universitaria oficial, en lugar de restar, como sería lógico y socialmente justo, suma puntos en la fase de méritos; y proporciona un entrenamiento diferencial en pasar exámenes. Piense en ello la próxima vez que pretenda quejarse porque sus cartas desaparecen o el cartero nunca le encuentra en casa para entregarle sus paquetes; y, en vez de atender su queja, una doctora en alguna «carrera Mickey Mouse» le administre un discurso sobre sus derechos.

Estamos llenando los rangos inferiores de la Administración de trabajadores que han pasado por la universidad, pero ¿con qué consecuencias? Ese tipo de sobrecualificación no sólo infrautiliza el capital humano del que supuestamente disponen, sino que a menudo reduce su productividad en las tareas que desempeñan, a la vez que les causa frustración y genera una demanda insaciable de puestos superiores, más acordes con sus aspiraciones pero innecesarios.

Deberíamos imitar al sector privado, donde es práctica general evitar la contratación de personas con este tipo de sobrecualificación. Si cree que eso es injusto con los universitarios, considere que la alternativa lo es aún más con los menos titulados. Muchos de los mejores aspirantes a cartero o policía, aquellos que sí serían productivos y felices en esos empleos, se han pasado su primera juventud pagando impuestos para financiar a nuestros universitarios.

Ahora, estos aspirantes menos titulados no pueden competir en las oposiciones con los aspirantes sobretitulados. Estos últimos, tras haber elegido entre una oferta universitaria disparatada aquella carrera que mejor atendía sus preferencias adolescentes, pero que no servía demanda social alguna, han pasado esos mismos años disfrutando. De paso, claro está, adquirían las habilidades necesarias que ahora utilizan para sacar la oposición. En unos años, Marlaska mediante, querrán ascender por la misma vía.

Es un despilfarro injusto, el equivalente a competir en una maratón tras haberse pasado un lustro entrenándola con una beca pagada por los demás competidores. Encima, éstos habrán de seguir pagándoles el premio: las «cuasi rentas» retributivas que, como demuestra la insólita proporción de aspirantes, paga ese tipo de plaza. Todo lo contrario, por cierto, de lo que sucede en las escalas altas de la Administración, donde ni llegan a cubrirse las plazas disponibles.

En un país sensato, el Proyecto de ley de la función pública sería una oportunidad para atajar este desbarajuste e impedir que aquellas personas con estudios superiores —incluso si no han llegado a graduarse— se presenten a estas oposiciones. Como mínimo, el haber cursado esos estudios debería ponderar negativamente.

Pero quizá no sea ésta una opinión mayoritaria, al menos entre la población lectora. Menos aún, por razones obvias, entre la universitaria. Lo cual no deja de ser una desgracia, pues convierte, de hecho, a gran parte de la universidad en una academia de oposiciones de bajo nivel.

En todo caso, el que fuese una opinión minoritaria explicaría por qué suceden estas cosas. No sería culpa de los marlasca de turno sino de la ciudadanía, sobre todo de la que se tiene por bien informada.

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