THE OBJECTIVE
Fede Durán

El gran timo de Zuckerberg y Musk

«Las redes sociales alardean de ser un interconector de personas, un jardín de diálogo y buenismo, un lugar donde cultivar una voz libre y nítida. Es la narrativa más tramposa del siglo XXI»

Opinión
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El gran timo de Zuckerberg y Musk

El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg | Reuters

Joe Rogan no es simplemente el dueño del podcast de entrevistas más exitoso del planeta. Constituye por sí mismo una plataforma, una marca, una bandera que los más poderosos procuran ondear al ritmo de sus intereses. La meneó Donald Trump durante su campaña, la agitó también Elon Musk y, más recientemente, la zarandeó Mark Zuckerberg, quien, nada más arrancar su intervención, afirmó que sus redes sociales (con Facebook a la cabeza) nacieron para dar voz a la gente. 

Esa confluencia de voces, esa nodal amalgama, debía construir en teoría un mundo mejor o, al menos, una sociedad más interconectada, sorteándose al fin los límites del tiempo y el espacio, permitiéndose que individuos situados en las antípodas (familiares, amigos, colegas de trabajo) mantuviesen firme el lazo de un vínculo basado en la palabra y la imagen. 

De acuerdo con el discurso imperante en Silicon Valley, inyectado después al resto de Occidente y gran parte del globo no caucásico, las redes sociales se han convertido paralelamente en los nuevos medios de comunicación, sepultando con su naturaleza coral la carcasa de un periódico a la vieja usanza, marcado por una línea editorial y unas apetencias, tendente a compartimentar la realidad entre buenos y villanos.

«A estas alturas, conocidas todas las tropelías de Meta y X, resulta casi imposible escuchar a Zuckerberg o Musk sin esbozar una sonrisa cargada de sarcasmo»

El alma supuestamente dual -interconexión y noticias- de estas herramientas permite el surgimiento de un crisol de grupos de intereses (animales perdidos, amantes de la comida vietnamita, vendedores de motos, coleccionistas de sellos); la retransmisión en directo de fenómenos reseñables, denunciables y banales; la exposición de la juventud a otras formas de estrés, acoso y depresión; el auge de los influyentes o influencers; la pereza de esas autoridades y compañías que prefieren recurrir al post para explicarse en vez de afrontar las preguntas de un periodista; la narrativa de las vidas perfectas; y, en fin, la consolidación de un ocio basado no ya en la curiosidad, la concentración y la inventiva (leer, moldear arcilla, resolver sudokus), sino en el piloto automático y un consumo voraz. 

A estas alturas, conocidas todas las tropelías de Meta y X, resulta casi imposible escuchar a Zuckerberg o Musk sin esbozar una sonrisa cargada de sarcasmo. Los abusos de la publicidad segmentada inclinaron a Bruselas a regular los derechos relativos a la privacidad de sus ciudadanos en su a menudo inconsciente relación con estas big tech. Como consecuencia del choque entre la innovación y la intimidad, las multas han caído en la piel de los tecno-magnates como gotas de un mayo insignificante. Esas propinas no inquietan a los emperadores contemporáneos. Sus lanzaderas piensan en las marcas, en el acopio de información personal y en la venta de dicha información al francotirador del marketing. Mientras uno echa pestes contra el partido al que detesta, sube una foto en la playa, geolocaliza el encuentro con sus amigos o crea un canal de amantes de la carpintería, el halcón americano engorda el buche con nuevos fragmentos de vida ajena que colocará sin pestañear al mejor postor. 

Si el lodazal descrito en el anterior párrafo desmonta el mito de la interconexión, la jerarquización de contenidos corrobora que las redes son, en efecto, similares a los medios convencionales. Zuckerberg anunció recientemente que modifica (elimina) los filtros de moderación preexistentes, un tamiz que sólo implantó obligado; a Musk se le acusa directamente de interferir en procesos electorales premiando unos mensajes (los de la candidata ultra alemana, por ejemplo) sobre otros.

Las redes son, simple y llanamente, una trampa comercial y una tortura psicológica. Nadie, absolutamente nadie, recordará en su lecho de muerte el tiempo desperdiciado ahí. Pasarán los hijos, los logros profesionales, aquella casita en la montaña, los primeros amores y los últimos, pero no habrá espacio en esa secuencia acelerada para Instagram, Twitter o Facebook. Sucede tristemente que la verdad de la existencia queda relevada en toda su desnudez cuando uno enferma. Ahí se recolocan las prioridades, ahí se desvanece el velo. Pero hay otra manera de propiciar esa revelación y es muy sencilla: darle a las redes asociales el lugar que les corresponde; negarle a esos tiburones sin alma una pequeña parte de su atracón.

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