The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

Nuestra civilización cumple 1.700 años

«Es importante tener emperadores, y leyes, y organizaciones para difundir ese sentido; pero mucho más importante es aclarar cuál es ese sentido»

Opinión
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Nuestra civilización cumple 1.700 años

Icono que representa al emperador Constantino y a los obispos reunidos en el Concilio de Nicea. | (Wikimedia Commons)

Este 2025 representa, para el Gobierno socialista de España, un año consagrado a Franco; para la ONU, un año dedicado a los glaciares; para los chinos, el año de la serpiente. Es probable, pues, que a los niños de nuestras escuelas se les aleccione sobre lo malo que fue el Generalísimo, sobre lo bueno que es el hielo y sobre cuán intercultural resulta acordarse de China. Más improbable se atisba, empero, que se les dé cuenta de una conmemoración crucial: este 2025 nuestra civilización celebra su 1.700 cumpleaños.

No se les contará esto porque, para empezar, apenas se les enseña qué es una civilización; y no se les enseña qué es una civilización porque, para ello, habría también que dejarles claro quiénes se oponen a ella: quiénes ejercen como nuestros bárbaros. ¡Algo demasiado belicoso! Sobre todo para este Año 2025 en que, junto a los glaciares, la ONU conmemora asimismo el año Internacional de la Paz y la Confianza.

En nuestras aulas se habla, cierto es, de literatura, y de arquitectura, y de historia, y de nuestras leyes, de vez en cuando. Todo eso forma parte de una civilización, qué duda cabe. Pero nadie hablaría de su madre dándonos solo sus datos del registro; nadie sentiría que ha logrado que se la entienda tras contarnos tan solo los libros que atesora su biblioteca o el estilo con que decoró su casa. Una civilización, como una madre, es de esas cosas que nos ayudan a dar sentido a nuestra vida. Por eso nos marcan tanto.

Nuestra madre es el resultado de múltiples herencias (abuelos, tíos, acontecimientos, encuentros); nuestra civilización occidental también. Por eso algunos dudarían en atribuir una fecha precisa a su nacimiento; no se lo reprocho.

Pero si lo que hoy llamamos Occidente (y hasta inicios del siglo XVI se llamaba Cristiandad a secas; fue el protestante Caspar Hedio quien empezaría a cambiarle el nombre) coincidimos en que hereda el pensamiento griego, la ley y el orden romanos, así como la moralidad bíblica (la célebre trinidad de Atenas, Roma y Jerusalén), entonces sí que podremos empezar a precisar las cosas. Al fin y al cabo, y aunque el nacimiento de Jesucristo se remonte a hace ya más de 20 siglos, carecería de sentido hablar de los tres primeros como si ya perteneciesen a la civilización marcada por él. Cualquier mediterráneo de los siglos I, II o III vivía aún rodeado de una mentalidad pagana, deudora de las dos ciudades primeras, Atenas y Roma, que hemos aducido; mientras que la novedad surgida allá por Galilea y Judea, la novedad que hablaba de un tal Jesús y leía a un tal Pablo, congregaba durante todo ese tiempo un grupo aún muy minoritario: 10.000 fieles hacia el año 100; unos 250.000 hacia el año 200; 1,2 millones hacia el 250.

Ese grupo minoritario y, a menudo, tan perseguido e inmolado como el propio Jesús, seguiría siendo ambas cosas a inicios del siglo IV, si bien enseguida empezarían a acaecerle no pequeñas novedades. Era aún pequeño, sí: ningún historiador postula que superara el 20 % de la población del Imperio; lo más probable es que anduviera entre el 10 y el 13 %. Era aún perseguido, también: de hecho, el acoso se había recrudecido durante la segunda mitad del siglo III; lo que hasta ese momento habían sido cacerías esporádicas y locales, habían empezado a hacerse sistemáticas y de alcance imperial (Decio, Valeriano, Diocleciano…).

Pero incluso los ríos de sangre llega un momento en que se agostan. En el año 313 un nuevo emperador, Constantino, decidió poner fin a tanto hostigamiento (que, por lo demás, tampoco parecía que estuviera funcionando: el pueblo cristiano no dejaba de crecer). De modo que promulgó lo que hoy llamamos «edicto de Milán» —el cual, dos años antes, había sido precedido por un mandato similar del emperador Galerio, antiguo perseguidor encarnizado de los cristianos que, sin embargo, apenas podría disfrutar de su cambio de opinión: moriría a los cinco días de cambiar de idea; quizá por ello hoy pocos se acuerdan de él—.

Se había inaugurado una nueva era: a los cristianos se les permitía ejercer con plena libertad sus ritos y su fe; se les devolvían, incluso, las iglesias y bienes usurpados (fíjate tú, Mendizábal). El emperador, por añadidura, comenzó a mostrar más y más afinidad con el millar y medio de obispos que regían la grey católica, mientras que los sacerdotes paganos iban siendo, poco a poco, postergados. En realidad, lo que se venía lo había dejado ya claro el propio Constantino (para quien quisiera darse por enterado, claro) cuando, tras su definitiva victoria de Puente Milvio, entró triunfal en Roma y «olvidó» acudir a los templos del Capitolio o rendir sacrificios a Júpiter: su éxito, quiso avisar ya, se lo quería agradecer a un dios distinto que aquellos hasta entonces allí venerados.

¿Deberíamos haber celebrado el 1.700 cumpleaños de nuestra civilización el pasado año 2013, pues, en conmemoración del Edicto milanés; o incluso en 2011, si aspirásemos a recuperar la memoria del hoy casi olvidado Galerio? Bueno, ya hemos dicho que precisar el origen de una herencia es difícil, como lo sería decir la hora exacta en que comenzó el Medievo o la jornada precisa en que finalizó el Renacimiento. (Solo Charles Jencks se atrevió a fijar con puntualidad el momento en que comenzó un período histórico que nos es más cercano, el tiempo posmoderno: según él, este quedó inaugurado el 15 de julio de 1972 a las 3 y 32 de la tarde).

«El año 325 se celebró el del I Concilio de Nicea, la primera vez que se reunieron obispos procedentes de todo el mundo para resolver una cuestión de calado»

Pero, puestos a escoger una fecha, el año 325 (y, por tanto, el actual 1700 aniversario) se torna mucho más apropiado. No lo hemos dicho aún (nosotros y nuestra tendencia a dar por supuesto que el lector de The Objective es de lo más avispado), pero el año 325 se celebró el del I Concilio de Nicea, la primera vez que se reunieron obispos procedentes de todo el mundo para resolver una cuestión de calado (si Jesucristo era Dios mismo, o solo era un hombre, o alguna otra cosa intermedia). ¿Por qué importa esta fecha? ¿Por qué nos parece más relevante que hacer murales sobre los glaciares, sobre el año de la serpiente chino o sobre la maldad de Franco?

En primer lugar, hay que decir que el 325 constituye una data que muestra igual de bien (o mejor incluso) que las antes aducidas la inauguración de un nuevo tiempo político: pues fue el mismo emperador Constantino de la tolerancia y de las ventajas a los cristianos el que organizó tal concilio. Lo organizó además como se hacen bien estas cosas: corriendo con todos los gastos para trasladar a los obispos (se dice que eran 318 en total) que al final se reunieron en Nicea, esa pequeña ciudad cercana a la capital, Constantinopla.

Fue además Constantino el que pronunció su discurso de bienvenida, donde no olvidó destacar su insustituible papel en pro de los cristianos: «He librado a masas enormes de pueblos del fardo de la servidumbre… y creo que así Dios me ha distinguido, mediante una decisión muy especial de su Providencia». Fue también Constantino quien, durante las reuniones (que presidía su inspirador eclesial principal, el hispano Osio de Córdoba), permaneció en las salas conciliares (sin voz y sin voto, eso sí), escuchando los argumentos teológicos (de los que, al fin y al cabo, era bastante ignorante). Fue, por último, Constantino el que se comprometió a implantar sus decisiones en todo el Imperio.

Pero, aparte de esta faceta política (que no carece de importancia: los que somos herederos de Roma no podemos restar peso a lo que significan las instituciones, el derecho y el poder), Nicea es además digna inauguración de nuestra civilización por lo que allí se decidió. Decíamos líneas atrás que una civilización nos enseña cuál es el sentido de la vida. Es importante tener emperadores, y leyes, y organizaciones para difundir ese sentido; pero mucho más importante es aclarar cuál es ese sentido. Y eso es lo que 318 obispos reunidos bajo la presidencia de Osio de Córdoba ayudaron a dilucidar hace 1700 años, en las inmediaciones del mar de Mármara.

«Es el resultado natural de las últimas décadas: esas en que se ha concedido bien escasa importancia a los saberes religiosos»

Si trajésemos ahora aquí el texto del credo que se acordó en Nicea, si hablásemos aquí de la Santísima Trinidad o del Hijo que es consubstancial al Padre, de por qué Cristo no es solo de naturaleza similar, sino de la misma naturaleza que el Creador, es probable que lo que dijésemos no tuviese mucha resonancia entre algunos lectores… incluidos numerosos lectores católicos. «¿Qué tiene que ver todo eso con el sentido de nuestra vida?», se preguntarían, razonablemente, muchos de ellos. «¿Por qué dice este hombre que, al hablar de esas cosas raras en Nicea, se ayudó a definir el sentido de nuestra civilización?», argüirían otros tantos.

Es el resultado natural de las últimas décadas: esas en que se ha concedido bien escasa importancia a los saberes religiosos; esas en que se han promocionado las clases de Religión centradas solo en que «Jesús es tu amigo» y en elaborar murales por la paz mundial (mira, como la ONU quiere también que hagamos este año); esas en que han abundado las catequesis donde se aprende antes la letra del «Viva la gente, la hay donde quiera que vas» que la letra del credo niceno-constantinopolitano o del símbolo atanasiano. Y bien, si ni siquiera los cristianos saben ya muy bien por qué importa la Santísima Trinidad, poco promisorio parece intentar explicarle a cualquier otro interesado por qué significa pertenecer a nuestra civilización.

Adoptaremos, pues, otro enfoque para intentar explicarnos aquí.

¿Por qué podemos remontar a Nicea el momento inaugural de nuestra civilización, de lo que antes se llamaba Cristiandad y ahora se llama Occidente? Por debajo de terminología filosófica y matices teológicos, porque allí se establecieron (con el apoyo del imperio, como hemos dicho: no se funda una civilización si te quedas siempre en las catacumbas) dos puntos esenciales para entendernos a nosotros mismos. Dos puntos típicos de nosotros, los occidentales, y que no te encuentras en los pueblos marcados por el hinduismo, el islam, el confucianismo o el animismo.

Esos dos puntos, interconectados entre sí, se derivan ambos de aquello en lo que insistieron los reunidos en Nicea: que Jesús mismo era Dios. Por tanto, primera conclusión, lo humano no se opone, sino que puede incluso ser también divino. Y por tanto, segunda conclusión, Dios no es un ser solitario, como le gustaba decir a san Hilario de Poitiers: Dios mismo es compañía.

«Desde Jesús, pues, lo divino y lo humano han dejado de oponerse, sin anularse ninguno al otro»

Expliquemos un poco el primer punto. Muchas religiones han hablado de humanos (especialmente notables) que llegan a hacerse como dioses: así, el legendario Hércules para los griegos; o cualquier emperador romano, a su muerte, para ser mejor honrado. También los mitos nos han hablado de dioses que descienden hasta la tierra: así, Zeus para liarse con mujeres como Europa o muchachos como Ganímedes; así también Hera para castigar a aquellos con quien Zeus la hubiese engañado.

Pero lo que los cristianos predicaron desde el principio (y Nicea dejó ya zanjado) es que cuando un hombre, como Jesús, es a la vez Dios, no por ello pierde ni una sola de sus características humanas: por eso Jesús nace, tiene hambre, llora, sufre, incluso muere. Ahora bien, entonces tampoco pierde ninguno de sus rasgos divinos: todas esas vicisitudes humanas que Jesús atraviesa no le inducen al mal, al odio, al sinsentido, sino que es capaz de conservar el amor y el bien que consideramos divinos. Desde Jesús, pues, lo divino y lo humano han dejado de oponerse, sin anularse ninguno al otro.

La conclusión para cualquier otro ser humano, o para una civilización entera si esto logra implantarse, es por consiguiente clara. Cualquiera de nosotros puede aspirar a parecerse también a Dios mismo. El hecho de ser humanos no nos prohíbe las delicias de la divinidad. Jesús mostró que se puede reunir a la par una y otra cosa. Es lo que los ortodoxos llaman theosis («divinización», pues viene de Theos, Dios) y la tradición católica prefiere denominar como «santificarse».

Las repercusiones que esto tiene son inmensas: como dice el arzobispo Luis Argüello, en cierto modo el cristianismo fue la primera apuesta transhumanista de la historia. Cuando Nietzsche predicaba que tras el ser humano había de venir algo superior, un superhombre, en realidad llegaba tarde. Ya nuestra civilización entera, de modo claro tras Nicea, había señalado hacia una idea aún más ambiciosa que esa: el sentido de tu vida no es el de quedarte en las cosas bajas, mortales, sucias humanas, con la excusa de que eres hombre. El sentido de tu vida es ir más allá de todo ello, hacia Dios, hacia lo infinito e inmortal y alto y puro. Tal como demostró que se podía hacer Jesús.

«Lo que allí se decidió nos ha marcado, y nos seguirá marcando, en la medida en que queramos seguir siendo una civilización de las altas aspiraciones humanas»

La segunda faceta de lo decidido en Nicea no resulta baladí tampoco. Si Jesús es Dios, pero también su Padre es Dios, entonces la Divinidad para los cristianos no tiene ya esa lejanía y esa impenetrabilidad que tiene para otros monoteísmos, donde el Dios único es tan perfecto y alejado de todo lo demás que existe, que no se entiende muy bien cómo podría amarlo desde su soledad tan absoluta. (De hecho, Aristóteles y los deístas concluyen a menudo que a un Dios Supremo y Perfecto poco podemos importarle los humanos de a pie: le daríamos demasiados problemas).

Por el contrario, al hablar los cristianos en Nicea (y, un poco más tarde, en otro concilio, el de Constantinopla) de un Dios que es Padre, que tiene un Hijo amado (Jesús), y de un amor entre el Padre y el Hijo que es tan perfecto que también es Dios mismo (el Espíritu del Padre y del Hijo), de repente ese amor de Dios se puede entender mucho mejor: no es ya el de un ser solitario hacia otras cosas, sino de un ser que en sí mismo es compañía. Y por eso puede acompañar mejor a esos hombres a los que dice amar.

Lo explicó bien Ricardo de San Víctor, allá por el siglo XII: «De nadie decimos que posea el amor en el sentido propio de la palabra por el hecho de amarse exclusivamente a sí mismo. Para que exista propiamente el amor, es necesario que el amor tienda hacia otro». Dios, por tanto, cuando se ama a sí mismo sería un egoísta (y resultaría normal que luego pasara un tanto de los demás seres) si no fuera porque Él mismo contiene también Otros: las tres personas divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Unidas por un amor no egoísta ya, sino de darse por completo entre sí.

Nuestra civilización, por consiguiente, se funda en un Dios que es, Él mismo, pluralidad (aunque, eso sí, pluralidad bien avenida). Las consecuencias de esto no han dejado de resaltarse a la hora cómo podemos entender en Occidente nuestra sociedad (que ya no tendrá que ser monolítica, por tanto, aunque tampoco radicalmente enfrentada). O a la hora de entender lo que debe ser entre nosotros el poder: si el poderío eterno e inmenso de Dios es plural, ¿por qué no exigir otro tanto de nuestros poderes temporales? (El hace poco fallecido Jürgen Moltmann desarrolló en su día buenas reflexiones a partir de ahí).

No podemos agotar aquí, naturalmente, todas las consecuencias que han tenido para Occidente estos dos puntos que hemos bosquejado; pero espero que se haya empezado a entender que lo que aconteció en Nicea hace 1700 años no se limita a jugar con palabritas como «consustancial» o «Trinidad». Que lo que allí se decidió nos ha marcado, y nos seguirá marcando, en la medida en que queramos seguir siendo una civilización de las altas aspiraciones humanas, de la pluralidad que sabe concordarse, del amor; y no, como tantos otros quieren hacernos hoy, una civilización del resentimiento, de la opresión totalitaria, de lo humano reducido a lo útil «para la sociedad». Nicea o wokismo, podríamos resumir en pocas palabras; Nicea o suicidio, sería acaso un resumen aún mejor.

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