The Objective
Manuel Arias Maldonado

Trump o la nostalgia del soberano

«El votante, confuso en el mundo post 11-S y la Gran Recesión, echa de menos al gobernante que se decía —no lo era— capaz de mejorar la vida de sus súbditos»

Opinión
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Trump o la nostalgia del soberano

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sostiene una orden ejecutiva firmada en el despacho oval de la Casa Blanca. | Reuters

Si había dudas, han quedado despejadas: el segundo Donald Trump viene dispuesto a aprovechar el capital político adquirido mediante su sonada victoria electoral y no para de tomar decisiones encaminadas a transformar su país. No es un país cualquiera; sus dimensiones son continentales y los ideales que enarbola desde su fundación —a menudo traicionados por su praxis— han jugado un papel destacado en la conformación política de la modernidad. De manera que si los Estados Unidos dejan de ser el socio predecible que solían ser, los europeos haremos bien en tentarnos la ropa; ha sido a la sombra de su benigna —pero en absoluto intachable— hegemonía que aquí prosperamos durante la segunda mitad del siglo XX.

Por ahora, el magnate inmobiliario está desplegando su actividad en frentes bien definidos: quiere acabar con las políticas públicas de promoción de la diversidad, culminando la guerra cultural emprendida contra la izquierda woke; quiere impulsar el crecimiento económico a través de una desburocratización de la que habría de encargarse Elon Musk, dando de paso la espalda a la transición energética; quiere utilizar el peso geopolítico de su economía para acabar con las desventajas injustas que a su juicio padecen los norteamericanos en el tablero mundial, practicando un neomercantilismo bully que casa con su manera de entender los negocios; quiere expandir la zona de influencia de su país, reclamando su capacidad para decidir cuasi- soberanamente en Canadá, Panamá o Groenlandia; y quiere, en fin, hacer todo esto sin sufrir las constricciones que impone la democracia liberal, entendida como una forma política basada en el imperio de la ley, el funcionamiento de los contrapoderes y la relativa autonomía de la sociedad civil.

«El tipo de liderazgo dominante en nuestro tiempo concibe la política como una lucha sin cuartel por el poder»

¡Presidencia imperial! Ya veremos en qué queda todo esto: si el proteccionismo solo es teatro o trae consigo inflación y altos tipos de interés; si los votantes reequilibrarán las cosas quitando a los republicanos el control de las dos cámaras en las elecciones midterm; si los jueces y los Estados bajo control demócrata ejercerán una resistencia eficaz contra algunas de las iniciativas presidenciales; si la extraña amistad entre Musk y Trump sobrevivirá al ejercicio del poder. Tampoco sabemos cómo reaccionarán los envejecidos europeos, algunos de cuyos líderes parecen comprender que sin mayor dinamismo económico no vamos a ninguna parte; toca espabilar en un siglo donde dos grandes potencias —Estados Unidos y China— se esfuerzan por crecer y una tercera —la India— se muestra dispuesta a coger el tren de la prosperidad.

De lo que no cabe duda es de que el mundo está cambiando; aunque no sabremos cuánto ha cambiado hasta que pasen unas décadas y podamos hacer las debidas comparaciones. No en vano, los gobiernos de la derecha radical pueden fracasar; igual que fracasaron hasta cierto punto sus predecesores social-liberales. Y si bien solemos hablar de hombres fuertes para caracterizar el tipo de liderazgo dominante en nuestro tiempo, uno que concibe la política como una lucha sin cuartel por el poder en la que quien gana las elecciones está legitimado para saltarse las leyes o atacar a los jueces y la prensa, la noción se queda corta. Porque no dice que el votante, confuso en un mundo que se desordena tras el 11-S y la Gran Recesión, echa de menos al viejo soberano: al gobernante que se decía —no lo era— capaz de proteger a su sociedad y mejorar la vida de sus súbditos.

Ocurre que ese soberano rara vez ha sido demócrata y que no todos los grupos sociales persiguen los mismos fines; cada uno de ellos tiene a su soberano en mente. De ahí que unos quieran a Sánchez y otros a Meloni, mientras el devoto de Mélenchon descrea de Merz mientras simpatiza con Wagenknecht. C’est la guerre! Y está por ver que alguien salga ganando.

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