'Yellowstone'
«El kilométrico despliegue de ‘Yellowstone’ no empaña su mensaje, que algunos creen radicalmente republicano aunque, en el fondo, sea sobre todo romántico (y ecologista)»

Imagen promocional de 'Yellowstone'.
Yellowstone es una de las series más celebradas últimamente por la crítica. Consta de cinco temporadas, la protagoniza Kevin Costner y se desarrolla en Montana, estado que colinda al norte con la canadiense Alberta y al sur con Wyoming, territorios con los que comparte la cadena montañosa de las Rocosas, un hermosísimo paraje sometido a las habituales tensiones entre conservacionistas y capitalistas.
El largo largometraje, dirigido por los hermanos Sheridan, sufre el mismo mal narrativo que tantas otras propuestas audiovisuales: sus tropecientos capítulos habrían funcionado mucho mejor en formato reducido, pero esta industria, como tantas otras, no se debe a la artesanía sino al bolsillo, convirtiendo de paso al aplanado espectador en un estupendo rehén del streaming, sus incipientes anuncios y ese piloto automático al que la humanidad tan dócilmente se entrega desde la digitalización de sus usos y costumbres.
Costner interpreta el papel de John Dutton, propietario del rancho más grande de Montana, un inmenso fresco de píceas, arroyos y crestas nevadas donde el viejo, rudo y pese a todo noble cowboy resiste las sacudidas de la Thermomix contemporánea. Si a un lado de la verja hay vacas y potros indómitos, al otro alarga su sombra la amenaza del turismo, los casinos y aeropuertos y las pistas de esquí para ciudadanos adinerados de California y Nueva York.
«Tal y como el personaje lo entiende, el progreso representa lo mismo que en España: horteras y especuladores colonizando los oasis que aún resisten la epidemia del ladrillo. El vaquero contra el banquero»
Dutton es testarudo. Su familia habita esas tierras, hábilmente birladas a los indios más de un siglo atrás, empeñado en conservarlas como están. Semejante cabezonería le siembra el camino de enemigos. Los nativos americanos quieren recuperar su legado. Los promotores y fondos de inversión salivan ante sus maquetas urbanísticas. Las mafias locales incordian al latifundista con secuestros y atentados. Hasta los inofensivos turistas chinos se cuelan en sus dominios para tomar unas fotos pintorescas y saborear un trocito del salvaje Oeste.
Pero Costner-Dutton no cede ni un milímetro. Su mensaje, el mensaje amasado por la productora de la serie y la dirección, es cristalino. Aunque en el medio plazo esté condenada a muerte, la savia, la raíz de Yellowstone y del verdadero cowboy no está en venta. Las reses se marcan a fuego, los potros se doman, las cuadras se limpian, el heno se reparte, las cervezas se saborean al caer la noche, el póquer ocupa las mesas de los estoicos y socarrones jinetes y, ya de madrugada, cuando los espectros cubren los bosques con sus brazos macilentos, se ataca y ejecuta al enemigo, se entrega su cuerpo a la nada de un barranco insondable y se procede al recuento de bajas. Así es la guerra y así debe librarse.
En las postrimerías de la telenovela, porque eso es lo que es, igual que Juego de tronos o Mad Men, John Dutton se convierte en gobernador de Montana. Durante su campaña, lanza una frase lapidaria: «Soy lo contrario al progreso». Tal y como el personaje lo entiende, el progreso representa lo mismo que en España: horteras y especuladores colonizando los oasis que aún resisten la epidemia del ladrillo. El vaquero contra el banquero. El rodeo contra el sarao. Mientras la figura del presente se aferra a su mantra monetario (debajo de los adoquines hay más adoquines), la figura del pasado encarnada por K. C. liga su vida a un valor mucho más puro (hay líneas rojas que ni siquiera el dólar puede traspasar).
Si al personaje Dutton le llamasen ecologista, esbozaría una sonrisa y acribillaría al interlocutor con su revólver de frases breves y secas. A Dutton, en realidad, podrían decirle republicano. Ni lo primero es completamente falso ni lo segundo necesariamente cierto. Su rancho pierde dinero. Ni un árbol se tala, ni un grizzly se sacrifica, ni un trocito de tierra de ese descomunal prado se vende al codicioso inversor. A Dutton le mueve la memoria, le enerva la injusticia y le apacigua el amor. De existir de veras, ya habrían arrasado su paraíso. Por fortuna, sólo palpita en la ficción, donde nadie puede estropearlo.