Armando al enemigo
«¿De qué sirve que Illa sea el ‘president’ si el castellano está más proscrito que antes, si el Gobierno continúa nutriendo el arsenal del independentismo?»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Ningún ejército financia y entrega voluntariamente sus armas al enemigo. Ninguna nación soberana acepta como propia la propaganda de la que se sirven sus adversarios para difamarla y desprestigiarla. La excepción es España, donde además de un trato económico privilegiado y la permanente erosión de las competencias estatales, la literatura nacionalista e independentista de mitos y agravios ha pasado de la arenga populista al ordenamiento jurídico.
La Ley de Amnistía, por ejemplo, además de perdonar los delitos cometidos durante el procés sin ninguna renuncia por parte de sus autores, tiene un Preámbulo en el que se respira el lenguaje de los guionistas de la insurrección. No solo viene a argumentar que el proceso independentista fue la respuesta a la sentencia del Tribunal Constitucional de junio de 2010 sobre el Estatut catalán, sino que justifica la «desafección» que provocó la posterior intervención de la justicia y la aplicación de la ley en Cataluña. Pero, además y pese a tratarse de un texto jurídico repite un concepto, el de la «superación del conflicto político», heredado intelectualmente de los zutabes y de las galeradas de los comunicados de la banda terrorista ETA.
Así, lo que fue un golpe al Estado de derecho, primero con la derogación de la Constitución (en los plenos del Parlamento catalán de los días de 6 y 7 de septiembre de 2017) y después el referéndum ilegal del 1 de octubre, se reconvierte gracias a la alquimia nacional-socialista (lo llaman hacer política) en un «conflicto político» e «histórico» que hunde sus raíces en los Decretos de Nueva Planta de 1716 de Felipe V, según se recoge en otro documento del acuerdo de investidura del PSOE con los independentistas catalanes.
Pero esta primera capitulación intelectual, epistemológica, por la cual el Gobierno de España asume la chatarra ideológica que en los tres últimos siglos ha ido acarreando el nacionalismo, está acompañada de otra rendición material, legislativa y competencial cuyo montante final aún desconocemos. Es como si el resto de los españoles, los del expolio y el «España nos roba», las «bestias con forma humana», del molt honorable Quim Torra, tuvieran que pagar sanciones de guerra por su oposición al fallido alzamiento, además de aceptar que el Estado español debe irse desarmando legal y competencialmente para que Cataluña pueda ir conformado sus «estructuras de Estado» por si en el futuro quiere volver a intentar la aventura de 2017.
El desarme frente al nacionalismo ha sido una constante en la democracia española, pero se aceleró la pasada legislatura por las angustias parlamentarias del Gobierno. El País Vasco, además de prebendas varias, recibió las competencias penitenciarias, que era una forma de darle la llave de las prisiones al mundo de ETA. El business ha tenido tanto éxito que hasta enero de este año la administración vasca ya había concedido 91 terceros grados a los presos etarras. Pero, además, de los indultos a los líderes del procés, el Gobierno pactó también la reforma del Código Penal para derogar el delito de sedición y modificar el de malversación, que es una forma de desenchufar el pastor eléctrico para que el lobo asalte sin riesgo la majada.
«El cupo catalán, que busca ‘la plena soberanía fiscal’ de Cataluña, es, otra vez, más ‘procés’»
Para esta legislatura, los augurios no pueden ser peores. Como aperitivo, el Gobierno central ya ha comprometido una quita del 22% de la deuda catalana (17.104 millones de euros), que además de evidenciar el declive y el mal gobierno de una región que en el pasado fue tenida como ejemplo de éxito, supone un agravio para las comunidades que sí han cumplido con las exigencias de austeridad. Esa decadencia la quieren revertir con la imposición al resto de un insolidario cupo catalán, que según han acreditado ya sus parientes vascos, se rige por un único principio económico: «lo mío, mío y lo de los demás, a medias».
Este cupo catalán, que busca «la plena soberanía fiscal» de Cataluña, es, otra vez, más procés. La Hacienda catalana era una de las 14 nuevas «estructuras de Estado» de la quimérica República catalana, que también tenía como objetivo controlar los aeropuertos, los puertos, las centrales nucleares y gestionar las aduanas, según la documentación que le fue incautada por la Guardia Civil a un hombre de confianza de Oriol Junqueras.
Una parte de esa agenda ya se va cumpliendo. Los Mossos, ese cuerpo policial, que con su pasividad ya jugó a «estructura de Estado» la noche previa y el día del referéndum ilegal de 2017, asumirá a partir del próximo mes de septiembre la seguridad ciudadana de puertos y aeropuertos, en detrimento de Guardia Civil y Policía Nacional. Una minucia, sin embargo, si se compara con el gran objetivo de Puigdemont para esta legislatura: la delegación integral de competencias de inmigración, con su correspondiente control de fronteras, pactado además en Suiza en presencia de un mediador internacional.
Pronto hará un siglo que Manuel Azaña, en una anotación del Cuaderno de la Pobleta de 1937, se quejaba de la deslealtad del nacionalismo catalán hacia la República en plena guerra civil. «Desde usurparme el derecho de indulto para abajo, no se han privado de ninguna transgresión, de ninguna invasión de funciones. Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuïch, los cuarteles, el parque, la Telefónica, la Campsa, el puerto, las minas de potasas…». En síntesis, otra lección de memoria histórica: ningún Estado orgulloso de su legitimidad democrática tolera y coopera permanentemente con los sediciosos que internamente lo quieren destruir. ¿De qué sirve que Salvador Illa sea el president, si el castellano está aún más proscrito que antes en la escuela catalana, si perviven las embajaditas y el Gobierno continúa nutriendo con nuevas armas el arsenal del independentismo?