¿Europa, ante su hora final?
«La solidaridad con Ucrania, al margen las buenas palabras, y la confrontación con Trump cuestan dinero y esfuerzos que ni Sánchez ni la oposición son capaces de adquirir y gestionar»

Ilustración: Alejandra Svriz.
«Europa está muriéndose, Europa como idea, como proyecto; como voluntad y representación, como sueño, como construcción: la Europa que fue capaz de aportar a los pueblos que acababan de salir de la Segunda Guerra Mundial una paz, una prosperidad y un desarrollo de la democracia sin precedentes pero que, ante nuestros propios ojos, está deshaciéndose una vez más». Estas palabras introducían un manifiesto publicado en enero de 2013 y que firmamos una docena de escritores e intelectuales. Entre ellos Umberto Eco, Julio Kristeva, Fernando Savater, Bernard Henri-Levy, Antonio Lobo Antunes, Claudio Magris o Shalman Rushdie, a los que tuve el placer y el honor de acompañar en la lista, después de un coloquio que mantuvimos sobre la crisis financiera de 2008-2011 y sus consecuencias morales y políticas para el proyecto europeo.
El pasado lunes me vino esa declaración a las mientes al escuchar en un hotel de Kiev a Gabriel Landsbergis, ministro de asuntos exteriores de Lituania hasta el año pasado. Explicando su propio análisis de la situación de la guerra en Ucrania y los eventuales acuerdo de paz, aseguró enfático que estamos ante la que puede ser la mejor hora de Europa, o su hora final. Casi al tiempo que Landsbergirs decía eso, el presidente francés visitaba a Trump en la Casa Blanca, días antes de que lo hiciera el primer ministro británico, tratando de buscar una solución a la crisis generada por la invasión rusa del corazón de Europa. El desenlace de ese entremés, histriónico pero también dramático, de los actores políticos más importantes de Occidente, tuvo lugar hace dos días, en el despacho oval de la Casa Blanca. Allí su actual inquilino advirtió a voces a su invitado Zelenski que con su actitud ponía en riesgo el estallido de la tercera guerra mundial. Para completar el despropósito de pretender lograr un acuerdo de paz, o cuando menos un alto el fuego, al dictado explícito del país más poderoso de la tierra, la conversación se televisó en directo urbi et orbi ante la presencia de un puñado de periodistas. Uno de ellos recriminó al presidente ucraniano por no vestir traje y corbata, lo que consideraba una falta de respeto a su anfitrión. Este a punto estuvo de terminar el diálogo espetando al ucraniano el you are fired (estás despedido) con que solía coronar el programa televisivo que le dio fama. Y al final lo echó de su casa con cajas destempladas.
La advertencia de que, si no se soluciona la crisis ucraniana, el mundo corre el riesgo de asistir a una tercera conflagración bélica mundial está por lo demás absolutamente extendida. Las publicaciones más solventes y respetadas del mundo occidental así lo ponen de relieve. Y la solución que se apunta, ante la eventual desbandada de las tropas americanas en Europa, es un rearme de los países de la Unión Europea, convertida ya de hecho en una simple prolongación de la OTAN. En la reunión de Kiev, donde la mayoría abrumadora de los presentes reclamaba un aumento sustancial de la inversión militar de la UE, se insistió por lo demás en que el 2% del PIB de las economías europeas no bastará para hacer frente a las necesidades de defensa.
«Estamos ante un cambio de civilización de magnitudes todavía no descritas y una reordenación del poder en el mundo en la que el Viejo Continente tiene que elegir entre la felicidad de la jubilación o el esfuerzo de rejuvenecer»
La realidad militar europea es deficitaria en fabricación de armas y, sobre todo, municiones. El aumento del gasto y la inversión sugiere un dominio acrecentado del complejo militar industrial norteamericano que ya en su día denunciara el propio presidente Eisenhower. Más de un sesenta por ciento del equipamiento de los países europeos de la OTAN es de fabricación estadounidense. Aunque gracias precisamente a la Alianza Atlántica se ha mejorado la coordinación entre las fuerzas armadas de los diferentes países, no pocos expertos aseguran que, si desapareciera el liderazgo norteamericano surgirían problemas específicos, identidades y comportamientos diferentes, en una familia huérfana de su progenitor. En definitiva, la OTAN no ha sido desde su fundación otra cosa que el ejército norteamericano en Europa, donde todavía tiene desplegados a más de 90.000 efectivos. Aunque Washington ha sugerido que mantendrá parte de sus tropas en países como Alemania y el Reino Unido, y la amenaza de retirada exhibida por Trump no sea sino una fanfarronada más, no cabe duda de que se trata de reducir ese imponente número. Con lo que el aumento del gasto militar de las naciones europeas no irá solo a pagar adquisiciones de material, sino también personal de relevo. Eso ha llevado a declarar a algunos mandatarios, como el presidente francés, la posibilidad de que en sus países se recupere el servicio militar obligatorio. Sobre ese aspecto Michael Ignatieff, premiado con el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, acaba de declarar a la BBC que países como España, aparte de aumentar el gasto tendrán que invertir más en la industria nacional de defensa, y también necesitarán que más jóvenes hagan el servicio militar. ¿Imagina alguien un gobierno capaz de reinstaurar en nuestro país las tropas de reemplazo? ¿Y en qué circunstancias?
La propuesta de poner en pie un ejército europeo no deja de ser por el momento una cortina de humo. Antes que nada se precisa establecer el objetivo y el destino de Europa. La Unión es un proyecto político, no una asociación de gobiernos nacionales, y desde hace más de diez años ese proyecto se ha desdibujado y corrompido. En parte por las reyertas internas en cada país, pero sobre todo por el deterioro creciente de la clase política. También la amenaza de un declive económico y falta de competitividad frente a la antigua potencia americana y las emergentes. La partitocracia, los intereses y egoísmos nacionales, la diversidad de criterios y el exceso funcionarial de Bruselas se añaden a la poca calidad personal y profesional de muchos de los líderes, de cuyo liderazgo solo disfrutan el nombre. Ha habido una propuesta interesante hecha por Mario Draghi para frenar ese deterioro, que implica la necesidad de invertir 800.000 millones anuales para hacer frente a los desafíos de todo tipo que amenazan el crecimiento y la supervivencia del estado del bienestar. Estaríamos hablando de un aumento de la inversión de más del 4% del PIB europeo al que habría que añadir el referido a la seguridad y defensa. Por último quedaría la incógnita sobre cual sería el comportamiento de ese ejército europeo respecto a la disuasión nuclear. Semejante cuestión fue puesta de relieve en la mencionada reunión de Kiev por un diputado griego. Su pregunta no mereció respuesta alguna.
La humillación de Trump a Zelenski ha fortalecido la imagen del presidente ucraniano ante sus colegas europeos, pero eso no mejora necesariamente el juicio sobre lo acertado o no de sus decisiones. El apoyo que formalmente le presta de continuo Pedro Sánchez no tiene correlación suficiente en ofertas concretas que sustenten la voluntad de sus palabras. En un mundo como este, donde lo que se está jugando es la emergencia de un nuevo orden, o de un desorden generalizado, los debates parlamentarios en España son de una ramplonería, una desfachatez y unos modos que empeoran incluso los del inquilino de la Casa Blanca. De los problemas reales e inmediatos que afectan al futuro de las jóvenes generaciones, a la seguridad de las fronteras territoriales y a la estabilidad de nuestras formas de vida apenas se habla. ¿De dónde va a sacar un 5% del PIB más de inversión anual Pedro Sánchez para recuperar el porvenir de Europa y garantizar su defensa si no es capaz siquiera de aprobar un presupuesto? La solidaridad con Ucrania, al margen las buenas palabras, y la confrontación con Trump, si es ese el camino a recorrer, cuestan dinero, sabiduría y esfuerzos que ni Sánchez ni la oposición son por el momento capaces de adquirir y gestionar.
Estamos ante un cambio de civilización de magnitudes todavía no descritas y una reordenación del poder en el mundo en la que el Viejo Continente, tiene que elegir entre la felicidad de la jubilación o el esfuerzo de rejuvenecer. Entre la mejor hora de Europa o su hora final. La democracia tal como la hemos conocido, conquistado y disfrutado, corre peligro de perecer a manos de la incompetencia, la corrupción y el egotismo de muchos de quienes gobiernan. No hay motivos para el optimismo, pero no podemos renunciar a la esperanza.