La economía
«Si hay una ley que no funcione es la de la oferta y la demanda. Ahora el precio lo fijan asuntos tan dispares como la publicidad, famosos de TV o héroes de las redes»

El presidente de EEUU, Donald Trump.
El asunto de la semana son esos aparatos de medir que llaman «aranceles«. La palabra, al parecer, viene de cuando en Al-Ándalus se pagaba un tributo (al-inzal) a cambio de no acuartelar tropas en las casas particulares, vete tú a saber. En cualquier caso, era y es un impuesto, o sea una imposición por parte del que puede imponerla y la impone.
En nuestro caso actual los aranceles tratan de impedir que las tropas, digo, los productos y mercancías, se alojen en casas particulares. Así que si obligamos a pagar a alguien una cantidad por cada mercancía que quiera introducir en su casa, la subirá a un precio prohibitivo y no habrá casa que la acepte. Es un impuesto disuasorio, negativo, que no beneficia a nadie.
Eso es lo que está haciendo Trump, ese izquierdista malgré soi, para que los productos del trabajo europeo no entren en su país y vendan más las fábricas americanas de pura cepa, aunque muchas tengan las plantas fabriles en Honduras o en Costa Rica. Como no puede nacionalizar las fábricas, nacionaliza a los trabajadores. Con ese impuesto, él cree que sus votantes comprarán productos americanos más baratos y rechazarán los europeos más caros. Estoy persuadido de que se equivoca, pero yo de economía sé lo mismo que Pedro Sánchez de lírica provenzal.
Usando la cuenta de la vieja, los europeos hemos imitado a Trump y también subiremos los rancios aranceles andaluces a la producción americana y por los mismos motivos. Se supone que los europeos ahora rechazaremos el fruto del trabajo americano (que en buena parte es latino) y compraremos la producción europea (que en buena parte también es latina). Para mí, que los europeos se equivocan tanto o más que los trumpistas.
«Todo influye en la llamada ‘demanda’, un movimiento de extraordinaria complejidad que cada día obedece menos a la necesidad»
Lo de los aranceles servirá, como siempre, para subir los precios de cualquier producto, sea cual sea su procedencia. Y eso sucederá en América y en Europa y en cualquier otro lugar donde se suban los aranceles. Si hay una ley económica que no funcione desde hace décadas es la de la oferta y la demanda. En la actualidad el precio lo fijan asuntos tan dispares y caprichosos como la publicidad, los usos de personajes prominentes como los que salen en las cadenas de TV, el entusiasmo de los héroes juveniles de las redes, la simpatía de algunas mercancías y en el caso de las Harley Davidson, la sexualidad, la envidia y, sobre todo, la codicia. Todo eso influye en la llamada «demanda», un movimiento de extraordinaria complejidad que cada día obedece menos a la necesidad y más al onirismo. Marx lo llamaba «el fetichismo de la mercancía».
Permítanme un ejemplo tomado de la vida misma. Fue en Venecia donde comencé a percatarme de que la ley de la oferta y la demanda era más bien una ley de Murphy, a saber, que todo producto que sube su precio desmesuradamente es casi seguro que lo volverá a subir al cabo de pocos meses. Cuando era joven iba de continuo a la admirable ciudad de la laguna. Entonces estaba casi vacía, es decir, era una ciudad con habitantes. A medida que iban llegando más y más turistas los precios se aceleraban al mismo ritmo. Hasta llegar al punto de saturación, cuando ya no merece la pena acudir a un lugar cada vez más parecido a un estadio de fútbol adormecido. En la actualidad ya no hay habitantes en Venecia, es una ciudad muerta y tan cara como un mausoleo de mármol.
Lo habrán constatado ustedes si viajan por España. Antes se podía entrar en la habitación del hotel cuando llegabas con tus maletas, o a partir de las diez. Luego fue a las once. En la actualidad no te dejan entrar hasta las dos o las tres de la tarde, lo que te hace perder la mañana. Están ganando tanto dinero que les importa una higa la clientela. Si tú no vas, ya vendrá otro, como en Venecia, y hasta que se muera el turismo, un lujo frágil donde los haya.
Cuanto más dinero gana un sector, en este caso el de la hostelería, más caros e insolentes son sus productos. Da igual que estén haciéndose de oro: no bajarán los precios a menos de que suceda una catástrofe. Observen que la imposición de que no puedas entrar en la habitación hasta las dos o las tres de la tarde no depende de la oferta y la demanda, sino de la avidez del propietario. Hay incluso algunas cadenas que, si les pagas un arancel (puro chantaje), te dejan entrar, abandonar las maletas y secarte el sudor de la frente. Los que no te dejan entrar es porque ahorran en personal de limpieza, o sea, pura codicia.
¿Oferta y demanda? ¡Venga ya! ¿Aranceles para preservar o proteger la producción nacional? ¡Menudo cuento! ¡Quién sabe hoy lo que sea un trabajador «nacional»! Sólo los independentistas catalanes creen que basta con encasquetar a los trabajadores una barretina lingüística para nacionalizarlos.