George Foreman, el antihéroe necesario
«Ha muerto el antagonista de Muhammad Ali, el ídolo americano por antonomasia»

George Foreman y Muhammad Ali.
Erradicado de las páginas deportivas por su brutalidad, cautivo de las mafias de las apuestas, carente de las figuras carismáticas de antaño, el boxeo profesional es una lenta degradación rumbo a la marginalidad y la periferia urbana, un regreso precipitado a la semilla de donde salió gracias a la cultura del espectáculo americana del siglo XX. Pero yo sí recuerdo de niño, en México, cuna de una de las mejores escuelas de boxeo del mundo, la adrenalina expectante ante un combate en la cúspide. Sobre todo, cuando algún peso welter tuyo lograba taladrar la muralla negra americana y subir al campeonato. Y por tuyo valía tanto Julio César Chávez, quizá el mejor boxeador mexicano de todos los tiempos –hubiera sido seguramente Sal Sánchez, pero el deportivo último modelo y las carreteras mexicanas hicieron lo que no pudo hacer en el ring ni Wilfredo Gómez ni Azumah Nelson– como Mano de Piedra Durán, el legendario panameño que tenía dos mazos por puños. El boxeo fue nuestra última oportunidad de asomarnos a la épica que, como todo género literario, tiene sus reglas. Quizá la más importante sea la exaltación del rival.
El mejor elogio que he leído del Fútbol Club Barcelona fue de Javier Marías, de corazón tan blanco, que sabía que nada ennoblece más la victoria propia que la grandeza del contrario. Los troyanos de Homero son tan heroicos como los aqueos. Por eso, Virgilio busca legitimar la saga romana con el linaje de Eneas, superviviente de Ilión. La fiereza de los galos en la mirada gélida de Julio César, y la de los mexicas con el escalpelo de Cortés. Acaba de morir George Foreman, el antagonista necesario de Muhammad Ali, el ídolo americano por antonomasia.
La cumbre de la carrera de Ali sucedió en Kinsasa, capital de Zaire (hoy República Democrática del Congo), gracias la genial idea de Don King de llevar la batalla por el cetro mundial de los pesos pesados al antiguo corazón de las tinieblas. Bautizado como «The Rumble In the Jungle», la relevancia mediática de la pelea fue captada al momento por el dictador Mobutu Sese Seko, nieto adoptivo de Leopoldo II, que aceptó todas las condiciones que le impuso el joven promotor americano, incluido que el combate sucediera en la madrugada congoleña para ser transmitida en vivo en el prime time americano. Los boxeadores eran parte de un desembarco de poder blando negro americano, con un festival de música que incluyó entre otros a James Brown y B.B. King. Incluso la cubanísima Celia Cruz hizo bailar a las masas congoleñas. Irresistible el documental de Leon Gast, When We Were Kings, sobre ese momento en que colisionaba la ingenuidad y el fervor, los aires de cambio y la estafa maestra. Para Norman Mailer, siempre hiperbólico, fue el «mayor acontecimiento» de la historia reciente.
«El único fracaso real de George Foreman fue que su primogénito se volviera boxeador también, sin el hambre ni el talento de su padre. No supo decirle a su hijo que él había sido boxeador justamente para que su vástago no tuviera que serlo»
Tras dos años en la cárcel por negarse a combatir en la guerra de Vietnam, convertido al islam como una forma de protesta contra el establecimiento americano, Ali luchaba afanosamente contra la edad para volver a la cumbre deportiva. Pero enfrente tenía a George Foreman, invicto en 40 combates, una bestia del ring que lo hacía todo bien. Cristiano «renacido», líder comunitario, patriota americano, era el espejo invertido de Ali. Y mucho mejor atleta, que David Gistau me perdone allá donde esté. Foreman era literalmente invencible. Aunque ambos compartían la marginalidad de la infancia y el boxeo como escalera social. También compartían el éxito olímpico. Ali, oro en Roma, en 1960, en la categoría de los semipesados. Foreman, oro en México, en 1968, como peso pesado. Las medallas en el boxeo son el umbral de la carrera profesional, lo contrario de otros deportes que son una culminación. Por supuesto, Foreman en el Congo se comportó como un millonario texano arrogante, lo que efectivamente era. Y todo aquel canto a la negritud le valía un sorbete. La bolsa de cuatro millones de dólares era su motivación. Y no tenía problemas con externar las incomodidades y rigores del trópico. Por el contrario, Ali se mimetizó con sus hermanos de raza. Era su vocero y su emblema. El público lo respaldaba de manera masiva.
Ali era ágil de mente, demagogo y elocuente. Foreman era una mole seria y muda que se expresaba con los puños en el ring. La pelea que he visto muchas veces es terriblemente paradójica. Foreman debió vencer desde el primer round, dada la despiadada paliza que le propinaba a Ali, sujeto en las cuerdas implorando al segundero. Pero poco sabían que esa era la estrategia de Cassius Clay, su nombre verdadero. Agotar al rival amparado en su resistencia sobrehumana y esperar el momento para usar su velocidad de puños y piernas, más propia de un peso pluma, para contraatacar. En el octavo round, George Foreman, Big George, visitó la lona por primera vez en su carrera, y el estadio con cien mil personas coreó la inesperada victoria del héroe que regresa de la adversidad. Puro Vladímir Propp.
Cuando los pesos pesados americanos alcanzan la fama y la riqueza no dejan de arrastrar las huellas de la batalla. Hay algo penoso al verlos rodeados de celebridades en las galas. El traje, impecable siempre, parece falso, las narices achatadas, esas manos doblemente incómodas, en calma y con los flashes, no caben en los bolsillos. Pero esto es injusto: todos los que están en esas celebraciones sufren el mismo síntoma del impostor. La fama es siempre un malentendido.
El boxeo es una metáfora porque no tiene engaño. No disfraza la pericia física con pelotas y reglas complejísimas, como el béisbol. Se trata simplemente de partirle la crisma al contrincante con los puños cerrados hasta que caiga o un juez dictamine que has ganado. Los desfiguros en el boxeo suceden en el rostro. El boxeo es puro y simple, como el deshielo de un glaciar. Si se ha tenido la mala suerte de ver una pelea callejera se sabrá a lo que me refiero. Cuando los machos de la especie sapiens se enfrentan sin el artificio de la cultura, se asiste a un espectáculo inolvidable y repulsivo. Salvaje es la palabra justa. Un regreso a las sabanas. La némesis del boxeo es el ajedrez. La misma violencia, pero con el mensaje opuesto: no ya «yo soy más fuerte que tú», sino otra violencia más radical y simbólica, «yo soy más inteligente que tú». Por eso el boxeo y el ajedrez son dos deportes de alto riesgo y de un enorme desgaste físico (aunque sonría al leer esto).
La era Foreman prosiguió tras la debacle de Kinsasa, pero ya sin oropeles. Tras retirarse definitivamente, fue el boxeador de su categoría que logró conquistar el título con mayor edad de la historia. Foreman no dilapidó su fortuna, sino que la incrementó como un muy exitoso empresario de comida rápida. Su único fracaso real fue que su primogénito se volviera boxeador también, sin el hambre ni el talento de su padre. No supo decirle a su hijo que él había sido boxeador justamente para que su vástago no tuviera que serlo. Los riesgos de la ejemplaridad, que diría Javier Gomá.