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Urtain: los golpes que tumbaron a un tigre

El periodista Felipe de Luis Manero publica un recorrido por la gloria y desgracia de una de las leyendas del boxeo

Urtain: los golpes que tumbaron a un tigre

El boxeador José Manuel Urtain. | Wikimedia Commons

Supe del nombre Urtain durante la adolescencia. Concretamente, por la película La pistola de mi hermano, de Ray Loriga, que digamos me destripó la historia. No les maldeciré yo, para quién no conozca la coyuntura de José Manuel, con un gesto tan irresponsable. Pero sí me toca hurgar en la vida y obra de este singular púgil, nacido en 1943 y fallecido en 1992. Un narigón, un coloso encorvado, un prodigio físico al que se le ha rendido homenaje de muchas formas. Pero que, tal vez, haya encontrado la horma de su zapato en el recién publicado libro Urtain: Retrato de una época (Pepitas de calabaza), de Felipe de Luis Manero.

Antes de escudriñar al boxeador, y abordar el óleo que dibuja esta obra alrededor de su figura, me tienta hablar del estilo de su autor. Una pluma propia de su profesión; con el clásico juego de pies del periodista deportivo. Luis Manero narra disparando puntos. Guillotinando comas. Despachando frases como jabs. A la manera de Richard Ford, quien también practicó su misma profesión. Hay, parece, una influencia del mal llamado «realismo sucio». Y digo mal llamado porque la prosa de Luis Manero está desparasitada de herrumbre, aunque hable de ella. Como el cante del ya citado Ray Loriga. Salvo que menos moñas. Menos dado al sentimentalismo de la situación. Hablamos, al fin y al cabo, de la vida de un titán vasco. Y esa escritura de tío, de tipo que sabe a lo que va, le toma la medida a Urtain con la gracilidad de un estilista. Si bien el adjetivo justo, y el verbo coronado, alumbran una locución acompasada al ritmo de un boxeador de enjambre.

Vayamos ahora al Hombre. Al Tigre de Cestona. Hijo de un levantador de piedras, famoso en el País Vasco, por su fuerza y su llamativo caserío de Aizarnazába, llamado, precisamente, Urtain, donde nacería su hijo José Manuel Ibar. Un chaval que no apuntaba las maneras fortachonas de su progenitor, hasta que pegó el estirón y empezó a imitar a su padre en el levantamiento de roca. Así fue como José Manuel Ibar se convirtió en Urtain, a secas, y comenzó su carrera como harrisjasotzaile. Una disciplina, la de levantar moles rocosas, para las que tenía cualidades naturales. Tanto es así, que con 22 años, en 1965, levantó doce veces en 15 minutos un pedrusco de 188 kilos. Aquel fue el despertar definitivo de la bestia.

Porque José Manuel Urtain era, básicamente, eso; una bestia. Un poderoso ser -humano, al menos eso se decía-, al que se señaló, recién puso su primer pie en un ring, como heredero de Paulino Uzcudun; hito pugilístico de los años 20 y 30 que personificó al macho hispano, y llevó el poderío español más allá de la península. Aunque aquello sucedió, como nos cuenta Luis Manero en la obra, antes de convertirse, durante la Guerra Civil, en una especie de antagónico antecesor del Oso Judío de los Malditos Bastardos de Tarantino. Pues Uzcudun fue el Oso Fascista, y contaba la leyenda que usaba de sparring a los presos republicanos, o que endurecía los golpes zumbándole a sacos de huesos de represaliados fusilados. Huelga decir que eso, en una región como el País Vasco, no le dio muy buena prensa, ni lo colmó de cariño.

Pero, lejos de ficciones malrolleras, lo que sí está documentado -y expuesto por el autor-, es cómo Urtain se decidió a calzarse unos guantes cuando su amigo, Isidro Echeverría, le convenció para hacerlo. Aunque no sin antes verse motivado por Aurelio Sabadell y José Lizarazu, quienes pondrían el parné para que el levantador de piedras se convirtiera en repartidor de leches. Y, a partir de ahí, comenzó una leyenda. La de El Morrosko, que fue desde el inicio el fetiche de cualquier cuento. Al menos, de los cuentos de antes. Ya que la epopeya de Urtain encarna la magia del relato que no encuentra riqueza en la erudición del hombre, en la sagacidad del hombre, en la perspicacia del hombre, sino en su corazón. Porque hay que echarle mucho corazón, y pelotas, claro, para pelear como lo hacía Urtain.

Nada de ser correoso. José Manuel ahogaba toda distancia. La técnica, para el ingenio. El golpe debía ser demoledor. Propio de un morlaco. Y, durante muchos años, así fue. Urtain derrotaba a sus contrincantes en los primeros asaltos. Casi sin excepción. Muchas acusaciones de tongo lo sobrevolaron a causa de ello. Como la vez en que derrotó a Franklin Robinson a los 45 segundos, en San Sebastián. Esa liendrosa mácula, sin embargo, no enterró la adoración a la que, poco a poco, se fue rindiendo un país entero. Salvo, quizás, el nacionalismo de su tierra. Porque Urtain, si bien vasco, no renunció a llevar la bandera española, ni a reunirse con Franco, orgulloso. Cosa que le granjeó enemigos, pero un número infinitamente menor que sus admiradores. Urtain era un poco todo. Ensombrecía a todas las grandes figuras españolas de la época, como El Cordobés. Y esa devoción se trasladó al universo internacional de ese deporte. Un deporte encomendado a la sangre y el honor de la batalla, de la batalla corajuda, de la guerra sin fusil, ni pistola, que no sean las que una madre da al nacer.

Por si fuera poco, ¿cómo no iba a postrarse una tierra con ADN de charanga y hedonismo, genes ahogados por una dictadura ceniza, de sotana y caudillo cadavérico, ante un Urtain clamorosamente disfrutón? Puñetazos y besos. Eso prometía el vasco. La sonrisa torcida de quien trampea la derrota con la misma facilidad con que decapita vidrios o machaca colillas. Esa era la otra cara de Urtain. La del cabra loca. La del dios vikingo chapoteando en hidromiel antes de la escaramuza, consciente de que no tiene rival ni borracho. Cuidarse, vaya, se cuidaba poco. Y en lo de no cuidarse, incluimos su matrimonio con Cecilia Urbieta, a quien desposó en 1963, siendo esta vecina suya de toda la vida. Urtain, en eso de ser hedonista, le iba también lo de ser un poco golfo.

Volviendo a la obra de Luis Manero, cabe destacar que su originalidad radica en que no es sólo el relato de la pelea vital de Urtain. El libro es un documento generacional. Se trata de una polaroid de la época en la que aquel portento natural brilló. Como una piedra pulida de 200 kilos, acunada justo en el pico de una montaña, y que concluye la frase del sendero como un sonoro punto. Fue tanto su brillo, consumió tanto los límites de un tiempo, de un deporte, de un cuerpo y una mente bruta, pero noble, que su extinción cayó en tragedia. Quizás, como debía ser. Al fin y al cabo, Urtain encarnó una época que se debatía entre la debacle de un régimen pocho, rancio, convaleciente, y el renacer de un mañana soleado, vital, que enterraría a su siniestro padre (no del todo, quizás) con una vergüenza que no reconocía amor. Y esta es la esencia también del deporte al que el púgil vasco encañonó a punta de nudillo. Una disciplina que rompe y astilla los huesos. Una extraña forma de vida; corta de mecha y buen juicio, maldecida por la despreocupación una vez la carnicería queda rematada.

Y, claro, a aquellos barros les siguieron lodos. Urtain, que lo había tenido todo, de pronto, a finales de los setenta, se vio sin nada. Un juguete roto. Un héroe patrio, poco a poco, derrota a derrota, enviado al panteón del olvido, con un palmarés de 53 victorias, 11 derrotas y 4 nulos. No voy, como ya anticipaba, a adelantar el final de la historia. Con un poco de olfato, quien no la sepa, ya se la imaginará. Es la misma película para muchos luchadores. Sobran ejemplos de pugilistas con DNI español que estarán ahora arrepintiéndose, y maldiciendo la soberbia de su vida, en el más allá. Este relato, el del Tigre de Cestona, sirva de ejemplo para los boxeadores presentes, y venideros. Y el libro de Felipe de Luis Manero, Urtain: Retrato de una época, para conocer bien esa historia, y la de la España que tanto, y tan brevemente, adoró a aquel increíble, e inocente, guerrero del cuadrilátero.

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