'Adolescencia': el mundo que acabó
«La serie plasma con crudeza la soledad digital de muchos jóvenes, la pérdida de referentes y el abismo que se ha abierto entre padres e hijos»

Escena de la serie 'Adolescencia'. | Netflix
La he visto tres veces. No por frikismo. Por urgencia moral. Como espectadora, como docente y como madre.
Hacía mucho tiempo que una serie no me removía tanto. Me refiero a Adolescencia, el fenómeno británico que arrasa en Netflix: una historia contada con tanta elegancia y sutileza como crudeza emocional.
No voy a hacer spoiler, pero, para quien no sabe de qué hablo, el argumento gira en torno a Jamie, el hijo de 13 años de una familia aparentemente “normal”, que es arrestado por el asesinato de una compañera con la que ha intercambiado algún mensaje en redes.
Pero la obra connota mucho más de lo que denota. No en vano, la serie ha desatado ríos de tinta: con loas y espumarajos. En general, la izquierda la ha puesto por las nubes: The Guardian afirma que es lo más cercano a la perfección televisiva en décadas, The Times la describe como “el drama humano más aterrador del año”, y El País la ha celebrado como un retrato adolescente necesario.
Por su parte, desde las posiciones más conservadoras, algunos la han acusado de ser “una turra neofeminista”, un sermón woke con pretensiones de manifiesto. Hay quienes han llegado a afirmar que el protagonista se ha hecho blanco para cumplir con la cuota ideológica del “hombre blanco malo”. Hasta Elon Musk ha opinado (y eso significa que hemos cruzado algún Rubicón cultural del que ya no se vuelve).
“No milita, refleja. No es una cruzada; más bien, un espejo. Para mí, no devuelve una imagen canónica, sino que incomoda”
No me voy a detener mucho en el debate sobre si adoctrina o no. Si alguien no está en la órbita woke, soy yo. Y, sin embargo, la serie me ha encantado. Personalmente, no me parece que Adolescencia busque imponer una narrativa ideológica, sino alertar sobre una que —nos guste o no— ya existe. No milita, refleja. No es una cruzada; más bien, un espejo. Para mí, no devuelve una imagen canónica, sino que incomoda. Y no veo victimismo: veo ausencia, especialmente la de referentes masculinos (también la hay de femeninos, pero esa es otra serie), la de brújulas morales y la de adultos funcionales.
No quiero hablar, sin embargo, de roles ni de identidades (menos de género). Ni siquiera de la historia concreta del protagonista. Quiero hablar de la comunicación con —y sobre— quienes habitan ese universo al que él pertenece. Porque ahí es donde Adolescencia da en hueso.
Y es que, aunque la serie toca muchos temas, para mí el más interesante es que, por un lado, retrata como pocas, el vacío existencial de una juventud que se siente aislada… incluso cuando está conectada a todo. Pero, sobre todo, por otro, señala magistralmente la ingenuidad con la que los adultos creemos compartir su mundo, sin entender siquiera el idioma que hablan.
Adolescencia plasma con crudeza la soledad digital de muchos jóvenes, la pérdida de referentes y el abismo que se ha abierto entre padres e hijos. Nos señala duramente a los adultos, que seguimos creyendo que controlamos el mundo, cuando en realidad seguimos en Babia. E incomoda (nos incomoda) porque no exagera.
«El mundo analógico, el de los consensos básicos y los referentes comunes, se ha acabado»
La primera vez que vi esta serie me acordé muchísimo de Manuel Castells. Castells, sí, aquel ministro que me respondió en el Congreso a una pregunta: “Este mundo se acaba, este mundo sí”. Se rieron. Wyoming (muy woke) incluso le hizo un remix discotequero. Pero la frase de Castells tenía razón: este mundo —el nuestro, el analógico, el de los consensos básicos y los referentes comunes, el de la “comunicación pública” entendida en el sentido de compartida e intergeneracional— se ha acabado.
He terminado de dar mi curso sobre la Sociedad de la Información a universitarios: a mayores de 55 por un lado y a chavales de 18 años por otro. A ambos, como todos los años, les he preguntado por sus vías y fórmulas de comunicación e información. De los segundos (y son 260, y los números son literales), ninguno escucha la radio. Seis leen prensa. 17 ven algo de televisión. El resto se informa por TikTok, por Google, por Instagram… utilizando un lenguaje y unos símbolos que ya nos resultan ajenos. En los cuestionarios que les paso, afirman no estar interesados en absoluto en todo aquello que sostenía la vida pública: partidos, instituciones, política, debate. Y reconocen no saber distinguir bien hechos de opiniones… pero, curiosamente, dicen estar más informados que nosotros. ¿Sobre qué? ¿Sobre quién?
Los primeros alucinan.
Es como si habláramos en frecuencias distintas. Como si ocupáramos el mismo espacio físico, pero viviéramos en realidades paralelas. Como dice Michel Serres: no habitan el mismo tiempo. Y como dice Bauman: el mundo compartido es ya un país extranjero. Cada uno en su burbuja, cada cual, en su algoritmo, cada chaval y chavala en su red infinita, sin brújula, sin adulto que sepa a qué océano se ha lanzado.
“El mérito de ‘Adolescencia’ no está en su denuncia, sino en su diagnóstico”
El mérito de Adolescencia no está en su denuncia, sino en su diagnóstico. Nos devuelve la imagen más inquietante que un adulto (especialmente si es padre o madre) puede recibir de sí mismo: la de su absoluta irrelevancia en su profunda relevancia.
La tecnología nos ha sobrepasado. A todos. Pero a ellos los ha alcanzado en plena construcción del “yo”. Y eso no es menor.
El otro día, mirando Instagram para entender qué hacen, pensé que quizá deberíamos dejar de escandalizarnos por lo que vemos en la pantalla y empezar a preocuparnos —de verdad— por lo que ya no vemos fuera de ella: comunidad, conversación, pertenencia.
La adolescencia como etapa siempre fue difícil. Adolescencia, la serie, solo nos recuerda cuán solos y cuán lejos de nosotros se han quedado para vivirla. Y la búsqueda de espacios compartidos debería ser, también, en las políticas públicas, una prioridad.