La Semana Santa en tres palabras
«Concedemos un valor enorme hoy en día a empatizar con las tragedias del otro y, sin embargo, a menudo nos mofamos de las manifestaciones religiosas»

Un nazareno.
Es difícil decirle que no a Paco Macías. Por eso cuando este fotógrafo sevillano jubilado me llamó para pedirme que diera el pregón del costalero de la Hermandad de los Estudiantes de Oviedo, yo empecé con una maniobra dilatoria y le dije que me lo pensaría, que no sabía muy bien cómo iba a ser mi agenda de abril, que estaba complicado pero que me hacía ilusión que pensara en mí para algo así, que no le podía contestar aún, bla, bla, bla.
Esas cosas no funcionan con Paco, que volvió a llamar una y otra vez hasta desarmarme completamente y arrancarme el sí, a pesar de que mis méritos como pregonero para un costalero son muy escasos.
Paco, que es el padre de mi amiga Celia y el suegro del pintor Manuel León, transforma su casa durante la Semana Santa de Sevilla en una suerte de campo base para aquellos que como yo acuden año tras año para asistir a la noche culminante de esta celebración ritual, que aquí llaman la madrugá, y que nos arroja a una frenética peregrinación nocturna por toda la ciudad, en busca de cristos y vírgenes que flotan sobre ríos silenciosos de personas conmovidas, en una neblina fragante de incienso y azahar, para acabar arrastrándonos ya sin fuerzas a ver como en la calle Parra los vecinos hacen caer una lluvia de pétalos –la petalá– sobre la Macarena, a la vez que se suceden las saetas que uno escucha ya medio dormido contra una pared, con un cansancio alegre y algo ebrio de música y color, sin saber del todo bien si es todo un sueño o si la Macarena le guiñó el ojo.
En casa de Paco hay botellas de manzanilla, hay un suculento cocido en un puchero que lleva horas esperándonos haciendo chup-chup, hay caldos reconstituyentes, callos, dulces, chacinas, y todo tipo de avituallamientos para los que necesiten un tentempié (nunca mejor usada esta palabra que viene de tenerse en pie), también hay unos cuantos rincones mullidos para los que tengan que echarse una cabezada en esa noche larga de la pasión de Cristo. Y es que como tantas otras casas de Sevilla, la de Paco y Celia permanece abierta de par en par y a cualquier hora del día o de la noche.

No se arrugan estos sevillanos ante muchedumbres, yo he visto a una turba de veinte almas encontrar asilo en la casa de Paco, unos pocos eran amigos de su hija Celia y de su yerno Manuel, cada uno de ellos traía a su vez a sus propios amigos, y estos amigos de amigos, pronto colaban a sus amigos, y de esta manera se iban conformando clanes efímeros, pero compactos que navegan juntos los balcones y los patios de las casas abiertas de Sevilla, y que forman en esa noche una amistad efímera que cuaja cuando se comparte el asombro por la belleza de las procesiones, que se manifiesta en una comunión profunda de emociones y que se expresa otorgando salvoconductos a la casa de otro amigo-de-un-amigo que ofrece una atalaya para ver el siguiente paso.
«Querían saber mi ‘currículum cofrade’ (sic), es decir: mi relación formal con la Semana Santa y sus rituales populares»
En esas cuadrillas pasajeras fuimos hermanos por un día la condesa de Ampurias, el diseñador Palomo Spain, una joven psicóloga que cantaba sevillanas como los ángeles, un médico de urgencias, una vieja crítica gastronómica rusa, una domadora de caballos turca, el periodista Jorge Bustos, mis hijas, el actor Martiño Rivas, el poeta Alejandro Simón Partal, el dueño de un bar del Altozano, el rumbero Rafa Almarcha y un antiguo legionario. Cosas que pasan solo en Sevilla y quizás también en la antesala del Juicio Final.
Entenderán que a Paco, que nos volverá a dar asilo este jueves si el tiempo permite la salida de las procesiones, no le pude decir que no a su temeraria ocurrencia de proponerme como pregonero para una Hermandad en Oviedo. Los cofrades a los que Paco les pasó mi número de teléfono en cuanto titubeé un sí acompañado de todo tipo de condicionales (si no me sale un bolo esos días, si me lo permite la promo de mi nuevo libro, si no se confirma una cosa de la que estoy pendiente, etc), me pidieron mi currículum para proclamarme pregonero, y yo les referí a mi entrada en Wikipedia.
No era eso lo que buscaban, ellos querían saber mi currículum cofrade (sic), es decir: mi relación formal con la Semana Santa y sus rituales populares. Yo que no soy cofrade de ninguna hermandad, que no me sé los nombres de los pasos ni de qué iglesia salen, tampoco sé quién o cuándo hizo la talla de una virgen, ni los títulos de las marchas que interpretan las bandas de cornetas, ni entiendo los recorridos de las procesiones ni sus horarios, nada más que me topo con ellos fortuitamente en mi torpe peregrinaje por las calles de Córdoba o Sevilla, que ni voy a misa los domingos, ni confieso mis pecados más que a los amigos a ciertas horas de la madrugada, que no les hice la primera comunión a mis hijas y que solo las bauticé años después de que nacieran por dar gusto a mi abuela, solo pude alegar que amo las procesiones desde pequeño.

Sentí que esto quizás no era suficiente para establecer un pedigrí cofrade digno de mis anfitriones ovetenses, a los que envié mi dudoso y escuetísimo currículum cofrade tan cerca ya del día del pregón que les hubiera costado mucho encontrar a otro pregonero con mejores credenciales si lo hubieran querido. Ellos, que son hombres de enorme fe –tanta que confían cada año en que Dios les conceda un cielo azul en primavera para sacar sus pasos en la región más lluviosa de España– no dudaron del criterio de Paco y les bastó con mi breve declaración de amor turístico al folclore patrio: no preguntaron nada más y me recibieron con brazos abiertos, langostinos cocidos y guitarras en la casa de la La Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Santísimo Cristo de la Misericordia, Nuestro Padre Jesús de la Sentencia, María Santísima de la Esperanza y San Francisco Javier, conocida popularmente como la Hermandad de los Estudiantes de Oviedo, que fue fundada el 18 de diciembre de 2008, coincidiendo con el Día de la Esperanza.
«Pienso que una de las tareas más importantes del escritor consiste en volver a dar sentido a las palabras»
Los hermanos eran, como sospechaba, grandes entusiastas. ¿Quién si no arranca una procesión de cero, es decir, hace una colecta para comprar las imágenes, se hace con la canastilla del paso ricamente labrada, los bordados de las figuras, la cruz de guía, acondiciona una casa para guardarlo todo, busca una banda de cornetas y recluta nazarenos entre unos ovetenses que no tienen una tradición de Semana Santa como la andaluza o la castellana?
Emprender tal despliegue allí donde la costumbre no lo reclama requiere del inquebrantable espíritu de un puñado de entusiastas, y uno tiene que pensar que si Dios se fija en algún paso, ha de ser en el de unos pioneros como los que me recibieron.
Cuando me senté por fin a escribir el pregón a pocos días de darlo, sin saber muy bien por donde tirar, quise subrayar esta palabra que tanto me gusta: entusiasta. Hay que fijarse en la etimología de la palabra, que viene del griego enthousiasmós y que quiere decir literalmente tener un dios dentro uno mismo. Creo firmemente que el mundo está dividido entre aquellos que son presa fácil del desistimiento, y aquellos que están poseídos por la inquebrantable fuerza de un dios que los inspira. Recurrir a la etimología es una forma de hacer arqueología lingüística que a veces es la mejor manera de desenterrar potentes ideas que yacen inadvertidas bajo la superficie de palabras ya algo agotadas y manoseadas, y pienso que una de las tareas más importantes del escritor consiste en volver a dar sentido a las palabras, y devolvérselas a los lectores o a los oyentes, para que ellos puedan también crear sentido con ellas.
Tras desvelar el sentido profundo de la palabra entusiasmo al inicio del pregón, pensé que el resto de mi discurso tenía que ir orientado hacia eso mismo: romper el velo de otras palabras, cuidadosamente seleccionadas para hacer entender aquello que a mí me maravilla de las procesiones y del trabajo del costalero. Desvelar, o rasgar el velo, es otra buena palabra para la Semana Santa, toda vez que el día en que muere Cristo se rompe el velo en el templo de Salomón, y de manera más simbólica, se rompe por fin el velo de la muerte para revelarnos lo que hay más allá.
«Tres son las palabras que elegí en mi pregón: ‘gesamtkuntswerk’, sincronía y ‘pathos'»
Tres son las palabras que elegí en mi pregón para entregarles a los costaleros algo que roer cuando flaquean las fuerzas: gesamtkuntswerk, sincronía y pathos.
La primera es una palabra que aprendí precisamente en casa de Paco, durante una Semana Santa. Allí, en esa mezcla insólita de personas, apareció un año un tal Barry Yorgrau, escritor neoyorquino sesentón que vivía de hacer historias detectivescas que se publicaban solo en japonés y que servían a menudo como envoltorios de sándwiches y hamburguesas, que los jóvenes de Tokio leían mientras comían. Los caminos por los que los escritores encuentran un sostén son tan inescrutables como los del Señor.
Fuimos a ver la procesión de los Negritos con este tal Barry, que jamás había visto un paso, y que mantenía tan abiertos los ojos que parecía que se le saldrían de la cara, a la vez que inhalaba las nubes de incienso como si las estuviera fumando y mecía las manos al compás de las cornetas y los tambores. Barry se quedó un rato mudo, en un rapto estético, con todos los canales de sus sentidos saturados por la música, el perfume del incienso, el flamígero vaivén de los cirios, y de repente se hizo un silencio que pronto ocupó una mujer que irrumpió en una ventana con su saeta.
El viejo escritor de misterios paganos se quitó la gorra y la apretó contra su pecho. Después me miró con los ojos vidriosos y exclamó: this is the ultimate gesamtkuntswerk. Yo no había escuchado jamás esa palabra tan alambicada, le pregunté qué significaba. Barry me explicó que es un término alemán, propio de la teoría del arte, que sirve para designar ese empeño ambicioso que perseguía Wagner con sus óperas, una obra de arte total. A saber, una obra que combina todas las expresiones artísticas y las fusiona para causar el máximo impacto mediante la excitación de todos los sentidos: para ello dispone de la escenografía, la iluminación, la pintura, la dramaturgia, la poesía y la música. Eso que Wagner concentraba en una de sus óperas interminables para el regocijo de una élite aristocrática encerrada en la cripta del castillo del rey Ludwig o en un teatro de Bayreuth, aquí era una expresión netamente popular, desprendida del concepto narcisista de autoría, que se representaba recorriendo las callejuelas del casco viejo al encuentro del pueblo y que se organizaba con suma disciplina sin un claro director escénico, y a pesar de ello atacaba todos los sentidos con letal eficacia para agitar las almas.
«De repente los cofrades habían alcanzado con una liturgia popular la ambición estética culminante de la alta cultura centroeuropea»
En ese gesamtkuntswerk entraban espontáneamente los cantantes de saetas a la vez que una brisa primaveral en la que se trenzaba el olor del azahar con el incienso envolvían a una virgen que cobraba vida con los pasos danzantes de los costaleros, y entonces los corazones de los espectadores se acompasaban con los bombos de las bandas. De repente los cofrades, con sus rostros ocultos bajo el paso o los capirotes, habían alcanzado con una liturgia popular la ambición estética culminante de la alta cultura centroeuropea. No es algo menor.
La siguiente palabra para mi pregón, era sincronía. De eso depende el éxito de una procesión de Semana Santa. La etimología de esta palabra de raíz griega lo dice todo: la unión de los tiempos, o lo que es lo mismo, desarrollar múltiples acciones que comparten una misma conciencia de los ritmos. Así la banda marca un compás, y los costaleros marchan a la vez, los nazarenos avanzan en un caminar paralelo, los cirios se consumen al tiempo, el incensario se mueve junto a ellos como un péndulo que los ordena, los espectadores construyen juntos un silencio respestuoso en esa quietud contemplativa que acoge la procesión.
La sincronía de una multitud tan enorme no es solo física, sino que se adentra en el santuario espiritual de cada individuo, hace de la muchedumbre una congregación que comparte asombro y sentimiento. Provoca así el salto misterioso del yo al nosotros, da sentido a la palabra cofrade, nos hace hermanos por un tiempo. De este modo se explica ese grupo variopinto que come garbanzos en la casa de Paco, y que por unas horas se siente profundamente unido porque todos perciben juntos las mismas cosas, respiran el mismo aire, oyen, huelen y ven a la vez. Se conectan. Y quien se ha conectado una vez, se siente de alguna manera conectado para siempre solo por saber que ha existido la posibilidad de haber estado conectado, es decir, de no estar solo con uno mismo.
El valor tan extraordinario de las experiencias sincrónicas en la génesis de las relaciones humanas es algo de lo que nos habló la escritora Marta Peirano y que hemos explorado mucho en el ensayo sobre la amistad que publiqué recientemente junto al neurocientífico Mariano Sigman. Cuando los remeros de una trainera o una canoa se sincronizan en el remo, sienten una descarga de endorfinas que les inunda de placer. Cuando dos amigos hacen juntos un esfuerzo, véase unas sentadillas, aguantan mucho más que si lo hicieran por separado.
«Lo que se celebra en las procesiones de Semana Santa es la pasión de Cristo, que es la culminación de la narrativa cristiana»
Pasa en una procesión y para también cuando dos personas viven las mismas desgracias –la dana– o los mismos triunfos –la selección ganando un título– o se hacen mayores juntos, o se enamoran a la vez, o tienen sus hijos o sus primeros trabajos en los mismo años, todo esto nos sincroniza, y cuando lo hacemos se forjan vínculos muy poderosos que duran mucho tiempo, y las procesiones obran ese milagro no solo en quienes las hacen posibles, sino en los que como yo, simplemente las observan junto a otras personas que terminan siendo amigas. Esto me pareció una buena palabra para reivindicar ante los costaleros asturianos.
La última palabra que traje a aquellos entusiastas en la capilla de la universidad de Oviedo donde di el pregón fue pathos. No podía ser de otra manera, pues lo que se celebra en las procesiones de Semana Santa es la pasión de Cristo, que es la culminación de la narrativa cristiana. Un hombre que es hijo de Dios y que por tanto puede librarse mágicamente de cualquier mal, acepta un destino violento: su propio asesinato motivado por razones injustas y miserables, y ese hijo de Dios hace a sus amigos y a su madre testigos de una muerte terrible para validar así su mensaje, que no es otro que el perdón y el amor a los demás, sean lo que sean y hayan hecho lo que hayan hecho.
La palabra pasión viene del griego pathos, que quiere decir padecimiento. De esta raíz griega vienen muchas otras palabras que nos llenan la boca constantemente en estos tiempos tan frívolamente adeptos a todo lo sentimental: patología, compasión, empatía o simpatía. Concedemos un valor enorme hoy en día a la capacidad de empatizar con las tragedias del otro, reivindicamos la salud mental y tratamos de evangelizar a la población para que no se avergüence de sus patologías anímicas, proclamamos la compasión como un valor en la política frente a los hombres fuertes como Putin o Trump que la desprecian. Sin embargo, a menudo criticamos y nos mofamos de las manifestaciones religiosas como tradiciones anticuadas, conservadoras y supersticiosas, y en esa burla a veces incluimos la representación ritual de la pasión de Cristo que suponen las procesiones, con su poderoso gesamtkuntswerk y su embrujo sincrónico.
A esas personas les diría que no se exige la fe para dejarse llevar por el sentimiento apasionado que nos proponen, que nos permite huir por unas horas de la asepsia del ateísmo y de la banalidad del Easter Bunny anglosajón que reduce la festividad de la Semana Santa a una amable búsqueda infantil de huevos de chocolate en un jardín, cuando lo que nos proponen los cofrades es algo mucho más interesante: sentir la turbación de una pasión, acompañar a la Virgen y a Cristo en el martirio, en el reconocimiento de la injusticia de su tortura, en el aprendizaje del perdón, en la asunción del desafío ante ese poder injusto que crucifica a Cristo por proclamar el amor y en la victoria sobre el miedo a morir por ideales nobles, aunque todos volvamos a ser cobardes al día siguiente. Todo este relato está contenido en el pathos que nos tratan de contagiar las procesiones, y que tienen en los anónimos costaleros, ocultos bajo el peso de sus pasos, a sus máximos responsables.