The Objective
Andreu Jaume

La Canina

«La Pasión supone en realidad la superación de la tragedia, el sacrificio que acabó con todos los sacrificios y detuvo la rueda de asesinatos y venganzas propia del linaje edípico»

Opinión
8 comentarios
La Canina

El Cachorro durante su estación de penitencia a la salida del templo este Viernes Santo, en Sevilla. | José Manuel Vidal (EFE)

La ausencia de una verdadera tragedia en el teatro español es una de las cuestiones más intrigantes y significativas no solo de nuestra literatura sino en general de nuestra cultura. ¿Por qué el género revivió con tanta fuerza en Inglaterra mientras en España se inventaba la novela moderna, que constituye fundamentalmente una visión cómica del mundo? ¿No es raro que un país con una conciencia tan aguda de la muerte abortara la dramatización moderna de la misma? ¿Y por qué alguien como Shakespeare, que sobre todo tenía un innato talento para la comedia, fue capaz de alumbrar ese inaudito ciclo trágico? Parece como si las tornas hubieran cambiado en ese sentido.

Hay, para empezar, razones políticas y religiosas con las que especular. Es verdad que Isabel I Tudor, the Virgin Queen, la soberana que moldeó la Inglaterra renacentista, nada más ascender al trono en 1559, prohibió la representación de asuntos sacros en escena, con la intención de afianzar la ruptura con Roma que había impuesto Enrique VIII, su padre, y que su hermanastra, la reina María, ferviente católica, había abrogado durante un breve periodo. La tradición medieval y cristiana que había poblado el imaginario del país –los misterios, las moralidades y las procesiones– se extinguió para dar paso a un nuevo teatro de inspiración humanista que sería el campo abonado por la generación de Marlowe y Shakespeare. 

En una iglesia de Stratford en la que Shakespeare oyó de niño por primera vez las Escrituras traducidas al inglés se pueden ver todavía los restos de unos frescos que representaban el Juicio Final y que su padre, John Shakespeare, posiblemente un católico recusante, tuvo que borrar como funcionario del Ayuntamiento, en cumplimiento de la nueva ordenanza. Todo ello indica –la traducción de la Biblia, la transformación iconoclasta– que el control de lo trágico estaba cambiando de manos. Si Roma ya no era la dueña de la imagen y el creyente podía establecer, por tanto, una relación directa con la divinidad, un dramaturgo como Shakespeare –y con él tantos otros de su época– tenía por así decirlo carta blanca para explorar otras formas de representación trágica. Fausto, Hamlet o Próspero sustituyeron a Cristo como nuevo ejemplo, del mismo modo que Cervantes había certificado el tránsito entre dos eras con aquel epitafio inigualable de su personaje que en realidad supone una subrepticia y cómica traducción evangélica: «Y dio su espíritu, quiero decir que se murió».

«En España la tragedia no pudo desarrollarse, una imposibilidad que explica muchas cosas de nuestra cultura, que siempre se ha negado a renunciar a la idea de la salvación»

Pero en España, lo que tan solo podía aventurarse por la vía de la novela la Contrarreforma lo seguía teniendo amordazado en el teatro, es decir, en la experiencia pública y colectiva. Don Quijote, se ha dicho a veces, es una especie de Cristo envejecido que hubiera escapado de la liturgia para darse de bruces una y otra vez con la inmanencia. La trascendencia, en cambio, seguía en manos de la Iglesia, para la que el único ejemplo trágico permitido seguía siendo la vida y milagros de Jesús de Nazaret, con especial énfasis en la Pasión, que de alguna manera había solucionado el problema de la tragedia grecolatina –la muerte– que justamente Shakespeare y sus colegas habían retomado para dar voz a una nueva problemática humana emancipada de la religión.

En ningún otro lugar del mundo puede pensarse esta cuestión con más intensidad que en Sevilla durante la Semana Santa. Toda la ciudad se convierte de hecho en un escenario en el que se representan distintos episodios de la Pasión, una dramaturgia acompañada de música y contemplada por un público que hace las veces de coro, jaleando a ratos o callando a menudo de forma reverencial cuando un paso está a punto de salir. El cuerpo de actores que son en realidad los costaleros y los nazarenos escolta y porta las escenas del prendimiento, la crucifixión, la lanzada, el descenso, la pietà, la muerte y la resurrección de Jesús, seguidas de la Dolorosa coronada bajo palio y guarnecida por el «monte de luz» de los cirios. 

Las procesiones de los distintos pasos se convierten así a lo largo de la semana en una gran obra dramática, siempre la misma y siempre distinta, en la que un hombre es apresado y torturado –el viento que revuelve los penachos de los soldados romanos parece soplar el mismo día de la historia– para luego morir y al mismo tiempo acabar con la muerte en brazos de su madre, que sostiene su cadáver como en un parto invertido. Madre e hijo –el final que anuncia el principio– se siguen camino de la catedral y de vuelta a su templo. Incluso el tiempo inestable, con sus constantes amenazas de lluvia, forma parte de la escenografía, como si alzar la vista al cielo fuera una manera de constatar que nada está a salvo todavía, una metáfora de la contingencia. Hasta el último minuto no sabemos muchas veces si tal o cual paso saldrá. En las tabernas el coro adelanta noticias: «La borriquita no sale», «la Amargura se retrasa». La angustia y la esperanza se suceden hasta que se abren las puertas de la iglesia, la gente aplaude y empiezan a salir los primeros nazarenos, luego los ciriales y por fin el paso. 

Y lo primero que llama la atención es entonces la lentitud, una morosidad desaparecida de nuestro mundo que ya se había advertido en la espera y que impone una nueva dimensión temporal. La procesión supone la irrupción de un tiempo nuevo, mesiánico y festivo, que relativiza todas nuestras urgencias mientras nos descubre otra forma de estar aquí, más amplia e intensa, sujeta a un acontecer que ya no tiene nada que ver con la rutina y que abre nuestros sentidos a la posibilidad de la aparición, siempre efímera y pausada, contemplada desde todos los ángulos si tenemos la suerte de captar una revirá en una esquina. Es entonces cuando nuestro particular capataz ordena saltar al centro de la calle y seguir la imagen de espaldas, cangrejeando entre los nazarenos, intrépidos y un punto clandestinos, viendo cómo la pietà, en este caso, avanza hacia nosotros, contra nuestro propio tiempo que se deshace y se cuestiona mientras andamos al revés frente a la imparable marcha de la escena, sin dejar de oír el plañido de las trompetas. Si el tiempo de la polis, como ha dicho Savater, es el tiempo de lo irreversible, aquí puede vislumbrarse, imaginarse al menos, el tiempo de lo reversible.

De noche, la impresión es aún más honda. Ya sea viendo regresar el Cristo de Burgos o salir El Silencio, la escena nos devuelve al siglo XVII, sin más recuerdo de nuestro propio tiempo que las pantallas de los móviles captando fotos. Todos, jóvenes, mayores y niños, callan expectantes ante el desfile de los nazarenos con los cirios –los hermanos de luz– antes de que se oiga la música de capilla, apenas unas notas fúnebres de oboe, clarinete y fagot que anuncian la presencia del crucificado. El portal de la iglesia, con la fuga de las bóvedas y los arcos, el sfumato del incienso, las capuchas negras y el resplandor de los ciriales, parece despedir el baile de sombras de una hoguera. Cuando sale el paso, se oye la primera saeta, una plegaria desgarrada que queda resonando en el aire oscuro sin que nadie aplauda. Porque ahora la seriedad es absoluta y la muerte reina todavía. Los tres golpes del llamador para que el paso vuelva a levantarse suenan como el remache de un ataúd.

Quizá la hermandad más elocuente y significativa, para lo que aquí nos interesa, sea la del Santo Entierro, que sale el Sábado Santo. Consta de tres pasos y en el primero la cruz se alza triunfante venciendo a la muerte, representada por un esqueleto con una guadaña sentado meditabundo sobre el orbe. A sus pies, una serpiente con una manzana en la boca, símbolo del pecado original, se enrosca en la esfera. En uno de los estandartes que penden de la cruz se lee la leyenda: Mors mortem superavit («La muerte superó a la propia muerte»). Conocido popularmente como «La Canina», el paso fue creado en 1693 por Antonio Cardoso de Quirós y ha sido restaurado en varias ocasiones. Le siguen el cuerpo yacente del redentor en una urna, atribuido a Juan de Mesa, y la Virgen de Villaviciosa, obra también de Quirós.

La Canina sirve para imaginar todo aquello que desapareció en Inglaterra por orden de Isabel I y que, en cambio, permaneció en España, donde la tragedia no pudo florecer porque la meditación sobre la muerte siguió en manos del catolicismo. La Pasión supone en realidad la superación de la tragedia, el sacrificio que acabó con todos los sacrificios y detuvo la rueda de asesinatos y venganzas propia del linaje edípico. Jesús, en sus últimos momentos, es a la vez un hijo de vecino que muere abandonado por Dios y por los hombres y el hijo de Dios que entra definitivamente en la eternidad para salvar a los hombres. Por eso en España la tragedia no pudo desarrollarse, una imposibilidad que explica muchas cosas de nuestra cultura, que siempre se ha negado a renunciar a la idea de la salvación. Aunque, como observó Kierkegaard, la secularización estetizante de la religión no deja de ser un nuevo abandono, el redescubrimiento de la muerte sin redención. Pero durante una semana, al menos, hemos vuelto a revivir el tiempo en el que fuimos inmortales.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D