The Objective
Manuel Arias Maldonado

Panorama del cine clásico norteamericano

«El cine clásico norteamericano es un espacio demasiado vasto para el explorador solitario, incluso si dedica su vida entera a cartografiarlo»

Opinión
Panorama del cine clásico norteamericano

El director de fotografía Bert Glennon (i) junto al legendario cineasta John Ford (i) durante el rodaje de 'La diligencia'. | Wikimedia Commons

Aunque Twitter ya no existe y la experiencia que proporciona X a sus usuarios es cada vez menos placentera, sigue denominándose Film Twitter al informe conjunto de aficionados al cine que expresan opiniones y comparten recomendaciones en esta red social. Aunque la mayoría lo hace en inglés, que para algo es la lengua franca del mundo globalizado, también los hispanohablantes formulan sus ditirambos o discuten los últimos estrenos. Y si bien participan en él por igual críticos profesionales y meros aficionados, cada loco con su tema, hay temas recurrentes sobre los que se vuelve una y otra vez. Uno de ellos es, venturosamente, el cine clásico norteamericano: un placer de minorías que todavía tiene quien le escriba.

Asunto distinto es elucidar qué se entiende por cine clásico norteamericano en ese modesto rincón de la conversación pública. A ratos, se diría que todo él se reduce a la obra de Billy Wilder y John Ford, idolatrados sin ambages ni matices: «John Ford es el cine» constituye casi un artículo de fe para varias generaciones de aficionados educados por las estupendas tertulias de José Luis Garci y sus «cowboys de medianoche». Desde luego, poco cabe oponer a la consideración de John Ford como un gran cineasta norteamericano, si bien a menudo se diría que nos limitamos a exaltar cuatro o cinco títulos emblemáticos cuya puesta en cuestión se considera un anatema: apenas hablamos de la extraordinaria Caravana de paz y nos resistimos a aceptar que Las uvas de ira ha envejecido mal, por limitarnos a dos ejemplos. Resulta así inconcebible que el reputado crítico británico David Thomson, cuyo monumental diccionario fílmico sigue sin traducirse a nuestra lengua, pueda poner pegas al magisterio fordiano: si sus westerns le parecen «fraudulentos» por solazarse en la complacencia y el sentimentalismo, con la excepción de Centauros del desierto, el resto de su obra le parece lastrada por un falso humanismo que poetiza el pasado sin someterlo a escrutinio crítico.

No hay que estar de acuerdo con Thomson; yo no lo estoy. Pero conviene interrogarse por el auténtico valor de los directores y las películas que seguimos viendo, a fin de calibrar adecuadamente su significado y evitar convertirlas en piezas de porcelana que se admiran perezosamente a distancia. Así, por ejemplo, a mí me parece que Wilder es un realizador desigual cuyo cínico desprecio por el público de masas arruina una parte de su filmografía. Y me parece, también, que apenas arañamos la superficie del cine hollywoodiense clásico cuando nos limitamos a volver una y otra vez sobre los mismos títulos populares; sin que pueda negarse que existe un genuino placer en esa festiva reiteración. No se trata ya de pedir al aficionado que desplace su atención a cinematografías tan potentes como lo fue la japonesa de la posguerra, que por lo demás presenta no pocos problemas de accesibilidad cuando nos salimos de Ozu o Kurosawa, sino de considerar el cine norteamericano clásico en toda su amplitud y variedad.

Hasta hace pocas décadas, la exploración de ese periodo constituía una ocupación frecuente de los críticos. Aunque el diccionario de Thomson –cuya primera edición es de 1975– tiene un alcance universal, sus páginas dedican una atención especial a la producción fílmica norteamericana. Por su parte, Jean-Pierre Coursodon y Bertrand Tavernier habían escrito un modesto trabajo inicial titulado 20 años de cine norteamericano en 1961, que adoptaría una forma casi definitiva en 1970 con el título de 30 años de cine norteamericano; mucho después, en 1991, darían a la imprenta esos 50 años de cine norteamericano que Akal ha publicado en España. En ambas obras, el lector topa con elocuentes reconsideraciones sobrevenidas: los autores confiesan haber cambiado su manera de ver a tal o cual autor en el lapso de tiempo transcurrido entre sus distintas ediciones. ¡Misterios del gusto! No obstante, el pionero de todos ellos había sido Andrew Sarris, quien publica The American Cinema: Directors and Directions 1929-1968 allá por el año 1966. Tal como indica su título, Sarris se adentra en el periodo moderno en lugar de limitarse al cine clásico en sentido estricto, que suele datarse entre la llegada del sonoro y el final de los 50: Sed de mal o Psicosis pueden considerarse clásicos modernos que anticipan la llegada de las nuevas olas y el comienzo de otro tiempo.

Huelga decir que entre 1929 y 1959 hay mucha tela que cortar: Hollywood produce durante ese periodo miles de películas para un público que primero no deja de aumentar y luego, con la llegada de la televisión, no deja de reducirse. Es un cine que se ve enseguida constreñido por la autocensura –el célebre Código Hays– y se produce bajo las condiciones singulares impuestas por el sistema de estudios. Tal como dice Michael Wood en su delicioso ensayo America in the Movies, publicado en 1975, ese vasto conjunto de películas constituye un mundo en el mismo sentido en que lo eran las novelas de Balzac. Y si bien una recepción literal de sus tramas y diálogos puede parecernos ridícula, pues ridículo sería pensar que las frases de Bogart y Bergman en Casablanca pueden ser replicadas por cualquiera de nosotros en su vida cotidiana, el error consiste en aislarlas de su contexto:

«No hay ironía en ellas, solo un modesto exceso de estilo; y ese es, me parece, el sello hollywoodense en el cine. Esto no es la vida, se nos dice; no es arte, ni realismo, ni siquiera fantasía. Son las películas, un universo independiente, autocreado, autoperpetuado, una zona franca de irrealidad, patrocinada con afecto por todos nosotros».

«El cine norteamericano clásico es un espacio habitado por rostros familiares que se repiten bajo distintos disfraces protagonizando un número limitado de historias»

Hollywood crea así un mundo singular dotado de un paisaje propio, ya que sus películas tienen una geografía moral y física discernible: el cine norteamericano clásico es un espacio habitado por rostros familiares que se repiten bajo distintos disfraces protagonizando un número limitado de historias que adoptan diferentes formas genéricas. Añade Wood:

«Cuando nos sentamos en la sala, tenemos en la cabeza una idea de todas las películas que hemos visto, un marco de referencia común que es el griego y el latín del cine, nuestra educación clásica. Y los clásicos son aquí los clásicos del público: Fred Astaire más que Flaherty; Lubitsch más que Von Stroheim».

Ese público puede considerarse desaparecido ya; al menos, como público de masas. Ha pasado demasiado tiempo, medio siglo para ser exactos, desde que Wood escribiese esas líneas. Y aunque la veterana revista española Dirigido por pueda llevar este mes a George Cukor en portada, la experiencia del cine clásico se limita para la mayoría de los espectadores a un conjunto reiterado de títulos o depende en exceso de la oferta que realice la plataforma de turno. Sin embargo, el mundo que Wood describe con lucidez sigue estando a nuestra disposición, más accesible que nunca, esperando a que nos familiaricemos con él y lo disfrutemos en la intimidad del hogar o en compañía de los asistentes a una retrospectiva. Si el cine clásico norteamericano puede considerarse eso que los anglosajones llaman un gusto adquirido, en referencia a placeres cuyo disfrute requiere un esfuerzo de adaptación inicial, pocos se adquieren con tanta facilidad: aunque estemos ya lejos de la sociedad que se nutría de la fábrica de sueños hollywoodense, sus obras se dejan querer con facilidad y conforman una mitología que –sin excluir el disfrute de otros tipos de cine– nos acompaña siempre.

«No todos los directores son autores; a veces, el autor es el guionista (Ben Hecht, Paddy Chayefsky) o el actor (Buster Keaton, Harold Lloyd)»

Pues bien: que el cine clásico norteamericano es mucho más rico de lo que dejan entrever las alusiones recurrentes a Ford, Wilder, Hitchcock o Hawks puede comprobarse en cuanto uno se asoma a la producción cinematográfica del sistema de estudios. Para el aficionado, la tarea de crear su propio canon dura toda una vida: porque son muchas las películas que hay que ver y porque esas películas han de ser revisadas cada cierto tiempo, además de ser relacionadas con la personalidad artística de cada realizador, comparadas entre sí y consideradas a la luz de su momento histórico. No hay mejor prueba de ello que el trabajo del antecitado Andrew Sarris, quien se propone a mitad de los 60 traducir la noción francesa del auteur al cuerpo del cine norteamericano y emplea a tal fin unas categorías descacharrantes que todavía nos divierten, pese a que muchos de sus juicios se tienen hoy por caprichosos o atrabiliarios.

Sarris dice cosas interesantes y razonables: su propósito es evaluar las películas de habla inglesa como obras individuales que remiten a la personalidad de sus autores, sin por ello pasar por alto los condicionantes del sistema de estudios; lo fascinante del Hollywood clásico, dice, es su «rendimiento bajo presión». Sostiene que el crítico «auteurista» ideal debería sacrificar su personalidad para iluminar la del director de quien se ocupa; tarde o temprano, sin embargo, el análisis demanda valoración y con ello entran en juego las preferencias personales del analista. De nuevo, los misterios del gusto. Y advierte de que todos los grandes directores tienen altibajos, aunque el fracaso de un gran director puede ser fascinante; volviendo a lo que se decía más arriba sobre John Ford, Sarris lamenta que apenas se hable –es 1966– de Centauros del desierto. Pero no todos los directores son autores; a veces, el autor es el guionista (Ben Hecht, Paddy Chayefsky) o el actor (Buster Keaton, Harold Lloyd). También acierta cuando señala que lo significativo no siempre es exitoso desde el punto de vista artístico: si Red Line 7000 es un Hawks personal que a su juicio no funciona, Eldorado es un logro expresivo pese a ser un remake de Rio Bravo. A ello podríamos añadir que lo exitoso en taquilla no siempre es artísticamente significativo, si bien –como insistía Pauline Kael– merece atención por saber conectar con su época.

Pero lo más interesante del libro de Sarris es su tipología de realizadores, que casi sesenta años después de confeccionada admite diferentes lecturas y se repasa con un sonriente apasionamiento. De un lado, cabe comparar sus juicios de entonces sobre los directores clásicos con la reputación y vigencia que cada uno de ellos tiene hoy; de otro, podemos emplear su taxonomía para dar forma a la nuestra propia, aclarando nociones y jerarquías a sabiendas de que pueden cambiar con el paso del tiempo y con el conocimiento de la obra de realizadores antes ignorados. En el festival Il Cinema Ritrovato de Bolonia, sin ir más lejos, se han dedicado en los últimos años retrospectivas a Anatole Litvak, Felix E. Feist o Hugo Fregonese; en la edición de 2025 se recuperará la obra de Lewis Milestone: veremos si con ello mejora su discreta reputación.

Para empezar, Sarris propone a un número limitado de directores dignos de figurar en el «panteón fílmico»: aquellos que han creado un mundo personal y han sabido encontrar las condiciones adecuadas para desarrollar su carrera. Figurarían en él Chaplin y Keaton, el documentalista Robert Flaherty, John Ford y Howard Hawks (dice que son los más cercanos a Griffith, al que todos se lo deben todo), Hitchcock (técnico supremo en el que se sintetizan Murnau y Eisenstein), Fritz Lang, Lubitsch, Sternberg y Welles (aunque no está claro que este disfrutase de esas condiciones facilitadoras a las que alude Sarris), así como tres europeos que hicieron un puñado de películas en Hollywood: Murnau, Öphuls, Renoir. ¡Ahí es nada! Poco hay que objetar, salvo que Chaplin tal vez no sea tan indiscutible y que Flaherty gozó en el pasado de un prestigio que en buena medida ya no tiene; Sternberg y Renoir, por su parte, reciben mucha menor atención de la que merecen por parte del público contemporáneo. Recordemos que el estudio se ocupa exlusivamente del cine hollywoodense; asunto distinto es que puedan echarse de menos otros nombres dentro de la propia tradición norteamericana. Claro que en un panteón no puede —o al menos no debe— entrar cualquiera: aunque me entusiasmen George Cukor, Samuel Fuller, Raoul Walsh o Douglas Sirk, seguramente no llegan tan alto. Pero ¿qué hay de King Vidor, Nicholas Ray, Anthony Mann? Quizá su bandera sí merezca ondear en esa cima.

Muchos de ellos están incluidos en la segunda categoría, ese «otro lado del paraíso» donde figuran realizadores que se quedan a las puertas del panteón debido a sus accidentadas carreras o a la fragmentación de su visión del mundo. Ahí están para Sarris los mencionados George Cukor (cuya filmografía, escribe, es su más elocuente defensa), Samuel Fuller (intelectualmente confuso y cinematográficamente poderoso), Nicholas Ray (virtuoso de las formas visuales que dio vida a personajes dominados por neuras muy fifties), Douglas Sirk (formas sublimes al servicio de una mirada inteligente sobre la sociedad norteamericana), King Vidor (a quien atribuye más grandes momentos y menos grandes películas que a los demás realizadores de su rango), Anthony Mann (elogia sus westerns, olvida sus noirs) y Raoul Walsh (cuyos personajes no son tradicionalistas a lo Ford ni profesionales a lo Hawks, sino individuos movidos por el sentido de la aventura).

Pero también están ahí Robert Aldrich (maestro del cine de género que se sitúa a caballo entre el cine clásico y el moderno), Frank Borzage (excelso autor de melodramas sociales que se adelanta a todos en su denuncia del nazismo y firma la soberbia Moonrise al final de su carrera), Frank Capra (quien estuvo en el panteón y dejó de estarlo en algún momento), Gregory La Cava (pleno de touches más que dotado del touch de un Lubitsch), Blake Edwards, Leo McCarey, Vincente Minnelli (de quien dice que creyó más en la belleza que en el arte), Joseph Losey (en quien se cumple la premisa, de implicaciones más hondas de lo que parece, según la cual muchos realizadores son más eficaces trascendiendo las convenciones genéricas que abandonándolas por completo), Otto Preminger, Eric von Stroheim, Preston Sturges (satirista incomparable que brilla entre 1940 y 1944) y George Stevens (a quien termina aplastando el gigantismo de cierta tendencia cinematográfica de los años 50). Yo ya he dicho que pondría más arriba a Vidor, Mann y Ray; bajaría de rango a Blake Edwards, pese a que tiene algunas películas excelentes (mis favoritas son El temible Mr. Corey, Chantaje contra una mujer y la poco conocida Dos hombres contra el Oeste).

A los realizadores de estilo difícil o inclinados al género, cuyas virtudes se ven opacadas por una idiosincrasia molesta y que sin embargo se redimen gracias a su seriedad y gracia, dedica Sarris una categoría de ardua traducción: «expressive esoterica». Es una relación interesante que abren los formidables Budd Boetticher («uno de los más fascinantes talentos no reconocidos del cine norteamericano», de quien destaca con razón The Rise and Fall of Legs Diamond) y el húngaro André de Toth (autor, por cierto, de unas memorias excelentes), a quienes yo subiría un escalón en compañía de Donald Siegel (quien fuera montador antes que realizador), Jacques Tourneur (su carrera es, dice Sarris, el triunfo del gusto sobre la fuerza) y Robert Siodmak (un poeta del cine que hace género como pocos). En su sitio me parecen estar Tay Garnett (demasiado inconsistente pese a films excelentes), Stanley Donen, Allan Dwan (cuya obra es tan vasta que uno no sabe dónde elegir: recomendemos Al borde del río, estrenada en 1957), los maestros del noir de serie B Joseph H. Lewis y Phil Karlson, así como Edgar G. Ulmer, Frank Tashlin, ese brillante prefigurador de Douglas Sirk que es John M. Stahl y el estupendo desconocido Gerd Oswald (vean Un beso antes de morir en Filmin). Han pasado al olvido Seth Holt, Roland West y Lowell Sherman; Sarris es demasiado generoso con Clive Donner y Robert Mulligan.

Pasando por alto a los extranjeros que hacen solo unas pocas películas en Hollywood y ocupan un lugar marginal en el sistema, como Buñuel o Pabst, a quienes Sarris aglutina en la categoría de fringe benefits, llegamos a la más controvertida de todas: la que reúne a directores con una reputación excesiva, cuyas firmas «parecen haberse escrito con tinta invisible» y cuya obra tiene dentro less than meets the eye, o sea mucho menos de lo que parece. ¿A quién nos encontramos aquí y cuán de acuerdo podemos estar con su inclusión? Sarris no es tonto, aunque sea injusto. Me parece que acierta al cuestionar el auténtico valor de la obra de Joseph L. Mankiewicz («un cine de la inteligencia sin inspiración», dice, aunque se olvida de Operación Cicerón y La huella), Elia Kazan (quien no obstante tiene de su lado América, América y La ley del silencio y Río salvaje), David Lean («para cuando se ha decidido a plantear la pregunta, a nadie le importa ya la respuesta») y Fred Zinnemann (a pesar de Acto de violencia, magnífico noir de sus comienzos, y de la eficaz Chacal).

En cambio, Sarris es injusto con John Huston, Carol Reed, Rouben Mamoulian, William Wellman, Lewis Milestone, y William Wyler: irregulares todos, atesoran virtudes innegables y entregaron magníficos films entre los que se cuentan algunas obras mayores (La jungla de asfalto, Primera plana, La reina de Nueva York, Cielo amarillo, Fat City, El tercer hombre, Love Me Tonight, Los mejores años de nuestra vida). Nuestro hombre no es caprichoso, ya que todos ellos se mostraron en algún momento pomposos o planos. Pero Huston, Reed y Mamoulian merecen aplauso pese a sus ocasionales fracasos y, en el caso de los segundos, del marcado declive que muestra la segunda mitad de su carrera. Por otro lado, se antoja desmedido incluir en esta categoría a Billy Wilder, mejor escritor que cineasta y, como dice Sarris, demasiado cínico para creer en su propio cinismo… y autor de un puñado de películas inolvidables. Aunque no creo que sea fácil ponerse de acuerdo sobre cuáles son exactamente, yo me quedo con Perdición, Sunset Boulevard, Berlín-Occidente, Bésame tonto y Uno, dos tres.

¿Y el resto? Sarris califica como lightly likable a directores que, aun exhibiendo talento sin sombra de pretenciosidad, carecen de la continuidad necesaria para obtener mayor reconocimiento: Henry Cornelius, Busby Berkeley, Edmund Goulding, Byron Haskin, Garson Kanin, Alexander y Zoltan Korda, George Sidney, James Whale, Mitchell Leisen, Mervyn LeRoy, Delmer Daves, Henry Hathaway. Es discutible que confine en esta categoría al gran narrador que fue Michael Curtiz: Casablanca no fue el único logro de este húngaro incansable. Talentosos a la vez que pretenciosos serían, por otro lado, los realizadores caracterizados por una cansina seriedad: de Richard Brooks a Stanley Kubrick, de John Frankenheimer a Sidney Lumet, de Karel Reisz a Robert Wise. Mucho de eso hay, aunque el primer Kubrick —recordemos que este libro sale en 1966— todavía no había alcanzado las cimas de su pretenciosidad y había hecho El beso del asesino y Atraco perfecto. Por su parte, Fleischer tiene películas de nota y Lumet mejoraría su rendimiento en los años 70. ¿Merece John Sturges estar en semejante compañía? Tal vez. Robert Rossen, a quien también incluye aquí, redime su irregular carrera haciendo El buscavidas: se lo agradecemos.

En cuanto al resto, Sarris introduce dos categorías en las que coloca a las rarezas, a los que dirigieron poco, a los misceláneos: gente como Ben Hecht y Charles McArthur, que montaron una productora insólita para hacer cine de autor en el corazón de Hollywood clásico, al intenso Cornel Wilde (más moderno que clásico), al plúmbeo Mike Nichols, al psicodélico Frank Perry, al mediocre Stuart Rosenberg, al esforzado Stanley Kramer, así como a los artesanos de estudio Victor Fleming, John Brahm, Joseph H. Newman, David Miller (autor de dos o tres películas originales que lo elevan sobre la media, como Miedo súbito o Los valientes andan solos), Jean Negulesco o William Dieterle (emigré alemán que dejó huella con Jennie). Ni Peckinpah ni Cassavetes habían dirigido todavía el grueso de su obra; Charles Laughton solo hizo La noche del cazador y Marlon Brando ese magnífico western que es El rostro impenetrable. Richard Quine, director de muchos episodios de Colombo, tiene no pocos fans; no me cuento entre ellos, pese al logro que supone Un extraño en mi vida.

Aprecio en cambio la obra de tres directores cuya singularidad puede pasarse por alto en este abultado cajón de sastre: Robert Montgomery (Ride the Pink Horse es un noir fronterizo de primer nivel que adapta a Dorothy Hughes), Ida Lupino (son estimables The Hitch-Hiker y El bígamo), Gordon Douglas (Río Conchos). Y me extraña, en fin, que deje fuera a Felix Feist y a John Farrow, vigorosos realizadores que destacaron en el noir; el segundo parecía estar llevando a la pantalla a un Pynchon avant la lettre cuando hizo Las fronteras del crimen (está en Filmin, por cierto: un 6.5 le ponen sus espectadores). Tampoco está Dorothy Arzner, redescubierta en los últimos años y más perseverante que brillante con la exepción de la maravillosa Tuya para siempre (alguien no se atrevió a traducir el original Merrily We Go To Hell); tampoco el interesante, aunque quizá poco inspirado, Ray Milland.

Estas ausencias –no son las únicas– demuestran que el cine clásico norteamericano es un espacio demasiado vasto para el explorador solitario, incluso si dedica su vida entera a cartografiarlo. Pero ¡qué placentero es extraviarse en su interior! Sigamos enviando expediciones y mantengamos vida la conversación: hay mucho de que hablar.

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