The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Deontología editorial

«Lo que no puede hacer un editor es promocionar un libro como apuesta, repartir muestras como campaña de promoción, y luego dejar tirado al autor»

Opinión
Deontología editorial

Detalle de la portada de 'El odio', de Luisgé Martín. | Anagrama

Tres son las obligaciones deontológicas de un editor. Primera, leer el manuscrito que va a publicar y comentarlo con el autor, bajo el principio de que todo texto es susceptible de mejora. Siempre y cuando, eso sí, el editor no confunda su rol y sepa que el resultado es únicamente mérito del autor. La segunda, como en la consulta del psicoanalista o del médico, que todo lo que se dice entre el editor y el autor es confidencial y se rige por el secreto profesional, de lo que se desprende que nadie puede saber nada del contenido de un libro antes de publicarse, salvo lo que acuerden editor y el autor en términos de promoción. Y tercera, defender el libro, una vez impreso, con la misma convicción que su autor. Un buen editor prevé, en este sentido, las derivadas legales que pueden desprenderse de la publicación de un libro de contenido polémico, como sucede con las denuncias periodísticas. Nada de esto sucedió, tristemente, tratándose de una editorial clave en la historia de España, con una contribución no menor a su modernización intelectual y su progreso democrático, con el manejo que ha hecho Anagrama del libro El odio, de Luisgé Martín.

Para entender con justicia los errores de Silvia Sesé, directora de Anagrama, es necesario saber algunas cosas de la industria editorial. La primera es que se trata de una industria que se rige, como el mundo subatómico, por la ley de la incertidumbre. Nadie sabe con certeza cómo va a comportarse un título antes de publicarse. Los libros, si acaso, se mueven por franjas. Un libro de Arturo Pérez Reverte tiene un mínimo de lectores garantizado, aunque sea una cifra imprecisa y variable, pero no un máximo. Con autores desconocidos o libros de temas difíciles, ese mínimo no existe, y su público puede tender a cero. Nadie podía predecir que un libro sobre los libros, como el de Irene Vallejo, El infinito en un junco, se iba a convertir en un fenómeno editorial, aunque una vez que triunfe sea relativamente sencillo analizar las causas: erudición amable, belleza formal, timbre emocional. Pura falacia retrospectiva. 

«El libro compite en el mercado del ocio contra los conciertos, los cines, los restaurantes, pero, sobre todo, contra el efecto dopamina de las redes sociales, vía móvil»

A esta impredecibilidad se le suma una paradoja. La mayoría de los libros pierden dinero o apenas alcanzan a cubrir sus costes, pero los libros que triunfan, dentro de sus franjas, tienen un margen de ganancia enorme. Editar, en ese sentido, es como comprar billetes de lotería. Con una ventaja: la mitad tiene reintegro. Eso explica la enorme proliferación de títulos al año en España. Los editores son, digamos, ludópatas en redención, dentro de una industria en la que todos se sienten engañados, cuando el problema no está en la justicia de las rebanadas sino en el tamaño del pastel: el autor piensa que el editor le estafa, el editor culpa al distribuidor, que se lamenta del mal trabajo de los libreros, que señalan al ausente lector de sus negocios, quien mata o salva al autor por el milagro del boca a boca, generalmente digital. Los reproches en realidad corren en todas direcciones, mientras Amazon disimula una sonrisa letal. Todo se conjura contra la industria: leer requiere tiempo, concentración y aislamiento. Y vivimos en una era atareada, distraída, multitask y on line. Además, los viejos prescriptores, como las reseñas en la prensa, han perdido casi toda relevancia. 

El libro compite en el mercado del ocio contra los conciertos, los cines, los restaurantes, pero, sobre todo, contra el efecto dopamina de las redes sociales, vía móvil. Una guerra entre ludópatas irredentos (editores) contra adictos digitales (lectores). Aun así, la industria editorial florece y vive sus mejores días. Con una salvedad. Los grandes grupos tienen tantos billetes de lotería y tanta capacidad de recortar márgenes (precio por volumen en la imprenta, porcentaje de descuento por volumen en la librería, red de distribución propia…) que dominan el ecosistema como los únicos depredadores: su estrategia incluye la compra de editoriales singulares, como cuota de mercado, bajo la consigna metafísica de la sinergia. Y los pequeños editores independientes pueden hibernar a la espera del milagro con algunos títulos al año, que subsidian con trabajo artesanal no remunerado.

En el caso de las editoriales intermedias, como Anagrama, tienen que publicar más títulos al año que los que permite su capacidad instalada, que no es rentable crecer. Un autor de la casa tiene, así, vía libre a la cadena de producción. Y por ello es probable que con Luisgé, Premio Herralde de novela, sus editores hayan obviado el necesario trabajo con el manuscrito. Necesario no para censurar, sino para corregir, y también para anticiparse a los previsibles problemas que podía acarrear un libro sin ficción sobre un crimen execrable en diálogo con su perpetrador encarcelado.

En cualquier caso, lo que no puede hacer un editor es promocionar un libro como apuesta, repartir muestras a críticos y libreros como campaña de promoción, y luego dejar tirado al autor. E incluso defender la censura moral contra sí mismo. Un editor de fuste, como lo fue Jorge Herralde, aprieta los dientes y defiende su libro como un jabato. Por supuesto que la víctima superviviente tiene todo el derecho no tanto de pedir inútiles medidas cautelares como demandar por daño moral. Un juez dictaría veredicto. El libro también debe pasar el riguroso escrutinio de la opinión pública y los riesgos de tratar con personas y hechos reales. A mí me hubiera encantado dilucidar, como lector, si estábamos ante un dudoso uso comercial del true crime, morbo que desprecio, o ante una indagación intelectual sobre la naturaleza del mal, tema que me apasiona.

Pero si la actitud de Anagrama es reprobable, también lo es la de los libreros que anunciaron un boicot contra el título. Una sociedad democrática no puede tolerar la censura preventiva. La libertad de expresión, bien común que todos debemos defender, incluye el doloroso tránsito de tolerar aquellos libros que atentan contra tus creencias y valores. Como dice una lúcida amiga, en una democracia madura, nada legal es inmoral.

Publicidad