Tres retos a afrontar por el nuevo Papa
«Sería deseable que el nuevo Papa salido del cónclave despolitice el papado, ame más la simple verdad y practique la humildad realmente»

La basílica papal de San Pedro. | Pexels
Cuentan que, en cierta ocasión, interrogaron al papa Juan XXIII sobre cuánta gente trabajaba en las instalaciones del Vaticano. Socarrón como solía, respondió: “Menos de la mitad”.
Hoy comienza un cónclave donde, sin embargo, se espera que trabajen, abnegados, los 133 cardenales reunidos para elegir al nuevo obispo de Roma. Según la fe católica, el Espíritu de Dios les ayudará en su decisión aunque, previsiblemente, no se les aparecerá como paloma ni como lenguas de fuego —cosas ambas que les vendrían bastante mal a los frescos de la Capilla Sixtina, todo sea dicho—. Tampoco les obligará a elegir a un hombre en concreto —como recordaba Joseph Ratzinger, es probable que muchos de los papas del pasado no fueran los favoritos del cielo, sino de poderes mucho más terrenos—. Pero Dios sí les inspirará, si ellos se dejan, para tomar la mejor decisión. Como añadía el que más tarde sería nombrado papa Benedicto XVI, “quizá la única garantía que ofrece Dios” durante el cónclave es que los electores “no estropeen del todo las cosas”.
No es poca garantía en estos tiempos sombríos que lo mismo nos traen un apagón nacional durante horas que gobernantes oscuros durante años; no es poca garantía confiar en que, como cantaban The Smiths, al menos haya una luz que nunca se apaga. Ahora bien, ¿cabría arrojar algo más de claridad sobre este asunto? ¿Cabría dilucidar un tanto los retos principales que le tocará arrostrar al nuevo pontífice? ¿Cabría, para ello, iluminar un mínimo diagnóstico de cómo ha quedado el papado tras estos últimos doce años? Decía santo Tomás de Aquino que cualquier verdad, dígala quien la diga, procede en última instancia del Espíritu Santo; veamos cuántas verdades se nos permite acariciar aquí.
Primer reto: despolitizar el papado
Otra anécdota del papa Juan XXIII nos narra que, en cierta ocasión, le invitaron a charlar con el francés Édouard Herriot, político radical famoso por su anticlericalismo. “Oh, bueno”, soltó el sumo pontífice al reunirse con él, “al final sólo disentimos en política, lo cual es bien poca cosa, ¿no le parece?”.
En efecto. Si bien la labor de un papa no puede quedar del todo ajena a lo político (al fin y al cabo es jefe de un Estado, aunque sea del más diminuto del mundo), resulta aconsejable que no quede demasiado contaminada por sus preferencias ideológicas personales. Se dice de la Iglesia que es madre y maestra (Mater et Magistra): ¿nos imaginamos lo molesto que sería tener una madre, o progenitora A, obsesionada por politiquear todo el tiempo en los asuntos familiares? Y todos habremos padecido al típico profesor más preocupado por difundir sus opinioncitas políticas que por enseñarnos su materia. Parece pues recomendable que el papa (y cualquier miembro del clero, ya puestos) prescinda de tan molestos vicios.
«Se dice de la Iglesia que es madre y maestra (Mater et Magistra): ¿nos imaginamos lo molesto que sería tener una madre, o progenitora A, obsesionada por politiquear todo el tiempo en los asuntos familiares?»
Ya explicamos en otro artículo aquí, en THE OBJECTIVE, algunos de los excesos cometidos en este sentido por el papa Francisco, que en paz descanse. ¿Fueron consecuencia de su formación en los hiperpolitizados años 60? ¿Se debieron al ambiente de la Argentina y lo que la periodista Karina Mariani llama el “kirchnerismo state of mind“, que según ella prosperaba por aquellas tierras mucho antes que el propio kirchnerismo? ¿Se trató de una hábil operación de relaciones públicas, gracias a la cual el orbe entero olvidó el pasado más bien “conservador” de Bergoglio en su país (al que, tras ser elegido papa, jamás volvió), y ese mismo orbe global lo pudo convertir así en icono de las principales causas progresistas (ecologismo, inmigracionismo, atención privilegiada a las minorías, intolerancia ante la nueva derecha)?
No es el momento aquí de resolver tan intrincado asunto. Pero acaso no sea pedirle mucho al futuro Papa que se abstenga de contarnos sus opinioncitas personales sobre si en Brasil hubo o no lawfare cuando se combatió la corrupción de los políticos izquierdistas (Bergoglio, como Pablo Iglesias, divulgaba que sí). Acaso no sea mucho pedirle que no reparta cargos del Vaticano a representantes de la izquierda de su país justo después de que esta haya perdido unas elecciones (así ocurrió con los jueces Zaffaroni y Gallardo tras las primarias argentinas de agosto de 2023; otro político de ese mismo grupo, Juan Grabois, ya disfrutaba de un oficio vaticano mucho antes). Acaso, en suma, no suceda nada si la Pontificia Academia de Ciencias Sociales empieza a organizar congresos en que se escuchen una o dos voces (¡no pido más, solo ese poco de polifonía!) que no coincidan con los estribillos de la nueva izquierda, para distinguirse de lo hasta ahora habitual.
Todo esto redundaría, en primer lugar, en el prestigio del propio papado. Ya existen Gretas Thunbergs y Michelles Obamas de sobra en la pasarela progresista global; no aporta mucho una figura más en ese escenario por mucho que vista sotana blanca y pronuncie aquí o allá dicterios contra el aborto. Pero, además, cuando uno consume solo un tipo de ideología se arriesga a consecuencias similares al que consume solo proteínas o solo hidratos de carbono: graves desequilibrios nutricionales, sea en el cuerpo, sea en la inteligencia. El mundo necesita un papado que no se enrede tanto en politiquerías y quede libre para otros trabajos del espíritu. Lo cual nos conduce al siguiente punto.
Segundo reto: un papado más amante de la simple verdad
Para un cristiano Cristo es la Verdad (con mayúscula) más profunda; lejos de nuestro ánimo, pues, juzgar aquí si este o aquel papa amaba más o menos esa (con mayúscula) Verdad. De hecho, creo que un hallazgo de la serie de televisión Los Borgia, en su día, fue mostrar un papa muy mundano, como Alejandro VI, pero también muy respetuoso con esa Verdad tan seria: no somos quiénes para dictaminar quién imbrica su vida más o menos con ella; ni siquiera un mundanal Borgia anduvo acaso lejos de tal Verdad.
Ahora bien, junto a la Verdad con mayúscula existen otras verdades pequeñas, con minúscula, más acariciables, un tanto vulgares. Verdades como que las plantas son seres vivos; como que un punto es algo distinto a una recta; como que usted está pensando “a dónde querrá llevarme hoy con este artículo Quintana Paz”. Ya hemos apuntado que la modestia de tales verdades no debe conducirnos a despreciarlas: santo Tomás de Aquino las consideraba, a cada una, un don del Espíritu. San Agustín, por su parte, veía ahí una buena pista hacia Dios: si 2 + 2 son 4 y esa verdad es eterna, algo eterno en el mundo parece que tendrá que haber (y desde luego ese algo no soy yo ni mi mente, por mucho que ambos sepamos sumar).
Con todo y con eso, vivimos tiempos de posverdad: lo cual no significa que haya muchas mentiras, sino que parece que a muchos han dejado de interesarles las verdades. Pasa en la política, claro, donde desvelar al gobernante mentiroso parece que ya no le suponga coste alguno. Pasa en la academia y entre los expertos, donde parece que cada cual ya solo busca favorecer sus prejuicios con este o aquel truquito estadístico. Pasa en el día a día, donde abundan los charlatanes que hablan por hablar, no por decir verdad.
En estos tiempos, pues, necesitamos un papado que combata ese ambiente que solo soñaron los escépticos antiguos: un ambiente en que se dice de todo… porque nada de cuanto se dice importa del todo. El próximo pontífice no necesita hablarnos de mil y una cosas; para ello, puede aprovecharse de que Francisco ya ha hablado, por anticipado, de diez mil y una, que por tanto podemos reputar papalmente zanjadas: desde lo lenguaraces que suelen ser las suegras, hasta de que no hace falta imitar a esas madres “que paren como conejas”; desde lo inadecuados que resultan los adjetivos “democrática o antidemocrática” para la República Popular China, hasta las glorias antañonas del Imperio ruso; desde la verdad irrebatible que es el cambio climático, hasta la idea de que todas las religiones nos llevan, un poco, al mismo sitio. Esa exuberancia de casuística, antropología, politología, climatología, historia y religiones comparadas puede, perfectamente, dar paso a un papado que hable menos, y que así quizá diga más. Camillo Langone ha propuesto un “papado mínimo”; Paolo Sorrentino ya jugó con esa idea de un papa escueto en su serie The Young Pope.
Los medios de comunicación y las redes sociales nos ofrecieron a todos, sin duda, la oportunidad de comunicarnos como nunca, y quizá fue lógico que también todos cayésemos en su abuso. Pero cuando las palabras abundan, como la moneda, se deprecian. Quizá es tiempo de menos abundancia y más rigor; de menos abarcar y más cimentar; de menos opiniones y más verdades. Sería loable que el papa abanderase tal cruzada, mucho más asequible que las del Medievo. Una cruzada de la parquedad.
Y eso nos conduce derechitos a nuestro tercer punto:
Tercer reto: un papado más humilde
Sospecho que este subtítulo habrá sorprendido a muchos. ¿No acabamos de experimentar justo un papado bien humilde, humildísimo? ¿No ha sido acaso Francisco el pontífice más humilde de todos, acaso el hombre más humilde de cuantos hayan nunca habitado la tierra? Así nos insiste mucho periodismo una y otra vez.
Las pruebas que, de costumbre, se aducen aquí suelen tener que ver con la dejadez del anterior Papa hacia ritos y convenciones. ¡No llevaba zapatos rojos, como Benedicto XVI, no, no, él llevaba sus viejos zapatos negros de siempre! Incluso tenemos imágenes de lo desgastados que estaban. ¡Y no le gustaba que le besaran el anillo! (Hay grabada una escena en que, cuando el cardenal Sarah se acerca a hacerlo, Francisco le retira brusco la mano y mira hacia otro lado, fastidiado). Además, apenas fue elegido obispo de Roma, Bergoglio acudió en persona a pagar el coste de su alojamiento como cardenal: lo sabemos porque, por suerte, ese mismo día se convocó a la prensa y dejaron abundantes fotografías de ello. Como también las hay de cuando, siendo arzobispo bonaerense, se desplazaba por su ciudad en metro. ¡Qué suerte que hubiera fotógrafos en una línea cualquiera del transporte público para dejarnos prueba de su humilde modo de viajar!
Me temo, sin embargo, que este modo de exhibir la humildad resulta un tanto contradictorio con lo que siempre hemos entendido acerca de tal virtud. Se supone que al humilde no se le nota; cuando la humildad empieza a publicitarse, se transforma automática en esa otra cosa: en publicidad.
El humilde no solo debe evitar presumir de humilde (lo cual sería una contradicción mayor, sin duda); conviene que tampoco vaya, por ahí, mostrándolo demasiado. (Reconozco, en todo caso, que aquí hablo de oídas: entre mis muchas virtudes me temo que no se encuentra la humildad). “¡Oh, pero Bergoglio no tenía la culpa de que hubiera fotógrafos en el metro de Buenos Aires que le inmortalizaran! ¿No nos hemos encontrado todos con fotógrafos profesionales, a la caza de exclusivas, en el metro alguna vez? Y ¿por qué no posar, aprovechando que te están sacando una foto?”. Bien, esto puede ser cierto, pero aun así hay otro argumento más sólido en todo este asunto.
Y tiene que ver con los ritos. Cuando un Papa se resiste a cumplir con un rito (y Francisco lo hizo desde el minuto primero de su papado, al negarse a salir a la Plaza de San Pedro con las tradicionales muceta y estola papales: apareció vestido solo con sotana blanca), ello no implicó una especial humildad: ¡de serlo, aún más humilde sería seguir quitando ritos, no sé, prescindir también de las bendiciones, y de los saludos, y de la música litúrgica, o de la liturgia misma! ¿Sería más humilde una iglesia sin bautizos, ni bodas, ni comuniones? No, los ritos no son prueba de vanagloria; de hecho, son todo lo contrario.
Pues cuando seguimos un rito (y por eso cuesta tanto entenderlo al individualismo actual) somos nosotros los que quedamos tapados por el rito; al fin y al cabo, la esencia del rito es que cualquiera podría hacerlo igual de bien que nosotros, pues el rito siempre es (o debería ser) igual. No requiere originalidad, personalidad alguna por nuestra parte. Hasta en un rito tan sencillo como es saludar con la mano quedo yo tapado por completo por esa convención social: igual que yo levanto la mano la podría levantar cualquier otro; la gente ve la mano levantada, en lugar de alguna peculiar forma que tenga yo, estrambótico, de querer decir “buenos días”. Yo no importo, el rito sí. No hay humildad mayor que esa anulación de nuestro carácter personal e insustituible. Por consiguiente, saltarse los ritos para decir “Hey, mira la peculiar forma que tengo yo de afrontar esto” puede llamarse de muchos modos salvo de uno: no se trata de una actitud humilde.
Volvamos a cultivar los ritos. Nos permiten descansar de eso tan agotador que es ser nosotros mismos todo el rato. Y también de ese otro tedio: fijarnos todo el tiempo en lo especialitos que son los demás. Volvamos a los ritos. No necesitamos drogas, ni ficciones, para descansar de nuestro yo y unirnos en un nosotros: los ritos cumplen bien esa función. Un mundo sin ritos resultaría estomagante. Un mundo de egos sin fin.
Y, por una vez, querido lector, voy a aplicarme a mí mismo lo que predico. Por esta vez tan solo. No buscaré un final original para este artículo (el típico “chiudere in bellezza“), no escarbaré en mi mente buscando una conclusión al texto que le deje a usted impresionado. No. Recurriré tan solo al rito y a las convenciones. Así que finalizo con un simple adiós. Bueno, y con dicho, también convencional; con un “que Dios nos coja confesados” en el papado por venir.