Qué hacer si te gustaría tener fe y no la tienes (aún)
«Igual que un día pudiste pedalear sin los ruedines, igual que un día pudiste nadar ya sin brazaletes hinchables, un buen día te verás con fe si practicas la fe»

Jesús cura al niño poseído. | Manuscrito iluminado de la catedral de Siena
Decía Anthony Burgess que, tanto si Dios existe como si no, lo cierto es que lo echamos mucho de menos. Dos acontecimientos de la actualidad más reciente parecen corroborarlo.
Por una parte, a cuenta del fallecimiento del expresidente uruguayo José Mujica, algunos han recordado la frase que pronunciara poco antes de morir: «Dios no existe, pero ojalá me equivoque». Por otro lado, el entierro del papa Francisco, posterior cónclave y proclamación de León XIV como nuevo obispo de Roma han expuesto una vez más algo consabido: pocas instituciones son capaces de alcanzar el esplendor ceremonial de la Iglesia católica. Y resulta inevitable que muchos se hayan preguntado si, tras tanto brillo, no habrá alguna luz más.
Al abrir un tanto nuestro foco, lo cierto es que estos sucesos cuadran bien con un momento histórico donde Dios, tantas veces dado por muerto, parece seguir campando por ahí, vivito y coleando –mientras, todo sea dicho, los cementerios se hallan un tanto sobresaturados de sus enterradores–. Nos lo advertía ya Chesterton: el Dios cristiano es un Dios que sabe bien cómo resucitar desde su tumba. O quizá acertaba Baudelaire, convencido de que la religión es algo tan santo y divino que Dios, para reinar, no tiene ni necesidad de existir. Hace años encontré en un pub inglés un grafiti de otro genio, en este caso anónimo: «Dios no ha muerto. Está sano y salvo, pero se había retirado un tiempo para trabajar en su nuevo proyecto, que está a punto de salir a la luz».
Hay algunos datos, aquí y allá, que parecen confirmar, humildemente, este retorno. (Dios no se le apareció a Elías en un huracán, nos cuenta la Biblia, ni tampoco en un terremoto ni un rayo que cayó ante él, no; Dios solo se le manifestó en «una suave brisa», dice el libro primero de los Reyes; así que no resulta, a la postre, extraño que también los datos nos sean de momento suaves). Se calcula que hay unos 2,7 millones de personas que se convierten cada año al cristianismo en el mundo, estos últimos tiempos. En la reciente Vigilia Pascual, Francia ha batido su propio récord de bautismos: 17.800, de los cuales 7.400 eran adolescentes y 10.384, adultos. También abundan los nombres famosos que se han acercado de reciente a la fe cristiana: desde los más intelectuales Ayaan Hirsi Ali, Niall Ferguson o Tom Holland hasta la antigua actriz porno Nala Ray; desde cantantes como Grimes a humoristas como Russell Brand; desde actores como Shia LaBeouf a neurocientíficos como Andrew Huberman.
En España, de momento, no parece producirse ningún movimiento semejante entre nuestros famosos, lo cual quizá diga algo sobre nosotros. O sobre a quiénes aupamos a la fama. Pero sí que se constata aquí una tendencia visible allende nuestras fronteras: hay un repunte de la fe en la denominada «generación Z» (para entendernos, entre los actuales veinteañeros). Aumenta entre ellos el interés, aumenta la asistencia a los templos, aumentan sus conversiones. De hecho, ya hay más practicantes entre 18 y 29 años en España que entre los treintañeros, aunque las cifras sigan siendo modestas en ambos casos. Hace unos días, la web norteamericana Vox (poco sospechosa de tendencias conservadoras) dedicaba un artículo a tal fenómeno: «La generación Z está encontrándose con la religión. ¿Por qué?», se interrogaban, no sabemos si algo inquietos. Un par de meses antes The Economist había dedicado un reportaje a similares preocupaciones. Cuando a la prensa liberprogre mundial estas cosas le resuenan, es que el río agua lleva. ¿Será agua bautismal?
«Esos mismos jóvenes, a menudo, se topan entonces con una barrera que entorpece su acercamiento: no tienen, en realidad, fe»
Ahora bien –y permítaseme pasar ahora de los meros datos a mi experiencia personal–, lo que uno percibe en múltiples casos es que ese interés por la religión se atasca en una situación que podríamos denominar «unamuniana». Es decir, muchos jóvenes se sienten atraídos por las ideas cristianas, por el arte cristiano, por la herencia cristiana, incluso por los ritos cristianos (pese a que quizá la iglesia de su barrio siga estando cubierta de murales por la paz hechos de cartulina y rotulador; y pese a que la melodía que acompaña sus misas parroquiales a menudo se limite a un exánime túuuuuu, que has venido a mi orillaaaaa). No obstante, esos mismos jóvenes, a menudo, se topan entonces con una barrera que entorpece su acercamiento: no tienen, en realidad, fe. No creen en Dios.
He llamado unamuniana a esta situación; pero, en realidad, se trata más bien de la situación inversa a la de don Miguel de Unamuno, o a la de tantos pensadores de hace un siglo. Por aquel entonces, lo frecuente era sentir que se perdía la fe, y afanarse entonces por tratar de conservarla. El caso extremo fue el de San Miguel Bueno, mártir: seguir viviendo como si se tuviera fe (pues se veía buena tal cosa), pero habiéndose despedido ya de cualquier creencia en lo sobrenatural.
La situación hoy en día es más bien la opuesta: personas que buscan la fe que nunca tuvieron… y no acaban de encontrarla. Está lejos de tratarse de algo inédito, por supuesto: san Agustín, ahora de moda por ser el referente principal del nuevo papa, es buen ejemplo de alguien que pasó años en una circunstancia semejante, conociendo el cristianismo, sopesando el cristianismo, queriendo convertirse al cristianismo… pero sin decidirse del todo a hacerlo.
¿Qué podría decírsele a la cada vez más numerosa gente en tales vicisitudes? Gente que ve la necesidad de Dios, que comprende los argumentos a favor de su existencia, que capta lo mucho que ayuda a vivir mejor (y vivir más) la religión… pero, vaya, no cree.
Solo se me ocurren dos cosas que decir en tales ocasiones. Dos cosas barrocas, por cierto.
La primera viene de la Francia del siglo XVII. Y de uno de sus personajes más apasionantes. Blaise Pascal. Matemático, físico, filósofo y teólogo, a él corresponde una de las demostraciones de la existencia de Dios más discutidas: aquella que afirma que, bueno, si crees y al final no existe más que la nada, poco has perdido en esta tu vida pequeña; pero si en cambio no crees y resulta que luego llegas a la eternidad, la pérdida que sufrirás por tu increencia será elevadísima. Así que te conviene más andar creyendo. (Entre los avances matemáticos que Pascal produjo destaca –el lector atento lo habrá deducido– el estudio riguroso de la probabilidad).
«Pascal recomienda al que quiere creer, pero aún no puede, que actúe como si creyera»
Ahora bien, lo interesante de Pascal no es tanto este argumento (con el que, a fuer de sincero, no creo que hoy se pueda convencer a mucha gente); sino que él mismo se dio cuenta de lo poco eficaz que podía ser su razonamiento. Y por tanto se puso en la situación que hoy viven tantos de nuestros contemporáneos. «Vale», razonó, «esto que digo» (o cualquier otro argumento), «te hacen ver razonable lo de creer en Dios. ¡Pero aún no crees! ¿Qué hacer entonces?». Y es la solución que da a esta peripecia la que sí que nos interesa aquí.
Pascal recomienda al que quiere creer, pero aún no puede, que actúe como si creyera. Que vaya a misa, que rece, que medite, que lea, que viva con otros cristianos.
«¡Vaya originalidad!», pensará alguno de mis lectores, «¡eso es lo mismo que ya me recomendaba mi abuela!». En efecto. Las abuelas saben mucho de estas cosas. O quizá algún otro, más anglosajón, me responda: «¡Oh, eso es lo que en inglés se llama fake it till you make it (fíngelo hasta que lo sepas hacer)!)» Y sí, eso es lo que en inglés así se llama.
Igual que se aprende a nadar, nadando, o a montar en bicicleta, montando en ella (por contradictorio que suene: ¿cómo voy a aprender dando una primera brazada a nadar, si justo mi problema es que no sé dar esa brazada aún?), así también se entra en la religión: practicando la religión. En los evangelios, el padre de un muchacho endemoniado le dice algo semejante a Jesús: «Creo, ¡ayúdame en mi incredulidad!» (y Jesús no le contesta: «¿En qué quedamos, crees o no crees?»; igual que tampoco inquiriríamos así a quien da sus primeras brazadas en una piscina, «¿en qué quedamos, sabes o no sabes nadar?»).
Pascal, de hecho, le da un nombre poco honorable a todo esto: abêtissement, que podríamos traducir por «embrutecimiento» o, incluso, «animalizarse». Deja de darle vueltas a la cabeza (parece decirnos) y de investigar todo el rato si tienes o no, dentro de ti, fe: haz. Haz cosas. No te las preguntes tanto. Hazlas. Y, con el tiempo, estarás de lleno en ellas. Ya te llegarán. Igual que un día de repente pudiste pedalear sin los ruedines, igual que un día pudiste nadar ya sin brazaletes hinchables, un buen día te verás con fe si practicas la fe.
Esta misma idea nos la encontramos, más poética, en la otra referencia barroca que hemos anunciado que traeríamos aquí. Hablamos de una obrita de Lope de Vega cuya representación pudimos disfrutar hace tres años gracias a la Compañía Nacional de Teatro Clásico: Lo fingido verdadero. (De nuevo nos topamos, ya en el título, con el juego barroco de lo ficticio que se acaba haciendo verdad).
El argumento de tal comedia es sencillo: el emperador Diocleciano, divertido por su persecución a los cristianos, encarga que le representen un drama que reproduzca esa misma cacería. Un actor pagano recibe el encargo de personificar al cristiano del guion. Y mientras ensaya, mientras finge ser cristiano, a fuerza de repetir ese personaje… acaba convirtiéndose a la cristiandad él mismo. Lo que creía meras ficciones de su función resultan ser verdades para su vida. Lo fingido se le ha convertido en verdad, a fuerza de practicar.
Esta es la sabiduría barroca que, quizá por nuestra visión excesivamente mental, abstracta, de la fe, hemos olvidado. Una sabiduría que hoy podría ayudar a muchos. La fe no te llega (solo) caída del cielo. Aunque cuando la vives te das cuenta de que es un don del cielo. La fe no se produce (solo) tras una experiencia religiosa –como aquella que cantaba Enrique Iglesias o aquellas otras que, el propio Blaise Pascal, vivió un par de veces en su vida–. Aunque, una vez vivida, la fe esté repleta, claro, de vivencias religiosas.
Dones celestiales o experiencias intensas están muy bien; pero la fe, para los cristianos, se ha visto siempre como una virtud, más que como una «iluminación» a lo Buda. Y si hablamos de virtudes (ya nos lo enseñó Aristóteles y luego nos lo recordaría Tomás de Aquino), entonces hemos de recordar que estas se entrenan, se practican: al fin y al cabo, son hábitos (buenos). Así como uno se puede poner a practicar deporte antes de ser deportista (de hecho, solo llegará a deportista si antes practica), así también se puede poner a practicar la fe antes de ser un creyente de tomo y lomo (de hecho, esta es la mejor vía para lograrlo).
Decía mi recientemente fallecido amigo Luis Martín Arias que él dejaba esas cosas de la creencia interna para los protestantes; que a él le bastaba con hacer las cosas de la fe (ritos, oraciones, buenas obras). Quizá exageraba; pero lo cierto es que por tal vía abandonó su ateísmo antiguo, cocinado al fuego de su militancia antañona en el Partido Comunista, y, durante los últimos años de su vida, se convirtió.
¿Ayudarán estas cosas del excomunista Martín Arias, del científico Pascal o del sacerdote Lope de Vega a alguno de los que hoy combaten con Dios, un poco como la Biblia nos narra que Jacob hizo durante toda una noche? ¿Harán falta más noches de esas? ¿O cundirá esta costumbre de vivir, tal y como proponía Benedicto XVI, etsi Deus daretur, como si Dios existiera, por probar la cosa? Recurramos, para responder a estas preguntas, de nuevo a lo que nos dirían nuestras abuelas. Pues ellas lo tenían claro: será lo que Dios quiera.