THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Lo católico está de moda

«Para rebelarte contra el sistema en EEUU no tienes por qué acudir a un mitin de Trump, sino que puedes portar un rosario, intentar ser casto e ir a comulgar»

Opinión
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Lo católico está de moda

Kaleb Doyle (Flickr)

Recibir comentarios de tus lectores suele ser grato; pero cuando el comentarista tiene diez años, el aliciente es especial. Tal cosa me sucedió hace apenas unos meses. El causante fue Pelayo, el hijo de unos amigos (y que no se llama Pelayo, puesto que deseo preservar su intimidad).

Mis amigos andaban discutiendo un asunto que hemos traído varias veces por aquí: el misterioso caso de la Iglesia española, esa que tiene la posibilidad de impartir clases de Religión por todo el país, esa que podría difundir muchos más saberes católicos en miles de colegios también católicos… pero que, sin embargo, dedica todo ese potencial a instruir en ecosostenibilidad, a proclamar que viva la gente (la hay donde quiera que vas) y a encomiar lo maravilloso que es portarse como buen vecino, feminista e inclusivo (es lo que nos gusta más).

Mis amigos se estaban quejando del previsible resultado de tan enigmática renuncia: miles de jóvenes que salen tras años y años de educación, en teoría católica, sin saber distinguir a Abraham de Jacob, a San Pablo de San Juan (en el supuesto de que todos esos nombres les digan algo); con menos conocimientos de la Historia Sagrada que del argumento de la serie Élite; con una idea de la doctrina católica que se reduce al mandato de ser buenines y poco más.

Fue entonces cuando intervino Pelayo en la conversación. Como buen hijo, para dar la razón a sus padres.

Pelayo les contó que en su clase de Reli (lo que los adultos llamamos Religión) llevaban varias semanas una sola tarea: forrar de cartulina un cartón de tetrabrik. El objetivo era que cada cartón de cada niño representase luego un libro de la Biblia. A él le había tocado Filipenses. Ahora bien, no sabía qué era eso de Filipenses, ni si era una epístola, ni su autor. Solo sabía que el pegamento se adhería mal al tetrabrik.

Al padre de Pelayo se le ocurrió pedirle que me enviase esas quejas en un audio de What’sApp, y así es como vino a saber del asunto un servidor. Su mensaje terminaba con una frase a la par bonita y triste: «Y así perdemos el tiempo con eso, en vez de aprender las cosas de Dios».

«Es terrible cuando detectas más deseos de saber en un infante que ganas de enseñar en una institución»

Tres domingos más tarde coincidí con Pelayo en una barbacoa organizada por sus padres. Así que dediqué unos minutos a enseñarle a mi comentarista más joven algunas de esas cosas de Dios: que los filipenses vivían en Filipos, que ese libro al que había puesto cartulina era una carta que les escribía San Pablo, y que San Pablo les escribía porque, tras haber fundado unos años atrás su grupo, ahora deseaba recordarles algunos asuntillos que parecían haber olvidado. El niño escuchó atento. Yo estaba algo angustiado. Es terrible cuando detectas más deseos de saber en un infante que ganas de enseñar en una institución.

Con todo y con eso, no es la primera vez que me veo en similares tesituras. Bien es verdad que lo normal es que tales cosas me sucedan con veinteañeros. Gente que hace años superó su educación obligatoria, que incluso ha terminado ya sus títulos universitarios; que podría darme sopas con honda enseñándome Física cuántica, Agronomía o criptomonedas. Jóvenes que han recuperado la fe de reciente pero, al ir a echar mano de lo aprendido hasta bachillerato, perciben que es un bagaje que solo les serviría para presentarse en un concurso de miss España: la paz es buena, las guerras son malas, es loable reciclar… y Confucio es el fundador del confusionismo.

Este artículo, en todo caso, no quiere consagrarse a las lamentaciones. Tengo vocación docente, así que en realidad disfruto al contarle a un niño por vez primera que Pablo de Tarso viajaba mucho, o explicarle a un graduado universitario por qué las virtudes cristianas son siete (y cuatro las heredamos de la Antigüedad clásica). Cierto es que en esas ocasiones me pregunto por qué ningún otro establecimiento con que antes se toparon esos alumnos sintió la misma vocación de enseñarles. Pero se me pasa rápido mientras cavilo cómo aclarar el pelagianismo a un ingeniero de 26 años junto a la barra de un bar.

Este artículo quiere consagrase a otra de las cosas que percibo detrás de estos avatares. Está anunciado en su título: lo católico está de moda. Cuando niños de diez años o agrónomos de 26 te piden explicaciones teológicas en medio de una barbacoa o delante de unas cervezas, es que algo bulle por ahí. No sé si también habrá críos en algún lado que interroguen a sus mayores sobre los objetivos de desarrollo sostenible; o si existirán veinteañeros que acompañen sus birras con preguntas sobre la Agenda 2030. Pero, incluso si ese fuera el caso, tal moda no quitaría para la otra.

Mi intuición no es solitaria. El pasado verano, nada menos que el New York Times publicaba un artículo cuyo mero título ya abonaba esta impresión: «El local más de moda hoy en Nueva York es la Iglesia católica». Su autora era Julia Yost, editora de la principal revista católica del país, First Things. No se trata, pues, de una periodistilla impresionable cualquiera. Mas, como resultaba previsible, el artículo generó todo tipo de críticas furibundas: al diario por publicarlo y a la escritora por redactarlo.

Su argumento, con todo, sonaba sensato. En una sociedad que obsesiona a mujeres y varones jóvenes con lograr un buen puesto de trabajo, muchos se resisten a ocultarse su deseo más íntimo: formar una familia. Y que esta sea estable, que se funde en una promesa de no disolverse cual sacarina ante la primera dificultad. Es razonable que esas generaciones vuelvan entonces sus ojos a una institución que les habla en ese mismo lenguaje, porque cree en el matrimonio indisoluble: la Iglesia católica.

«A medida que el mensaje moral de las élites se limita a ponerse del lado de las minorías es previsible que haya jóvenes que busquen una ética más rica»

También resulta lógico, proseguía Yost, que la generación que se ha pasado sus mejores años confinados (ineficazmente) en nombre de la «verdad científica» y la «solidaridad ciudadana»… desconfíe ahora de que la ciencia o el civismo sean cuanto dará sentido a su vida. Es más: a medida que todo el mensaje moral de nuestras élites (mediáticas, empresariales, políticas) se limita a ponerse siempre del lado de las minorías (y a exigirte que revises tus «privilegios» si no perteneces a ellas), resulta también previsible que haya jóvenes que busquen una ética más rica: un modo de ordenar tu vida que incluya otros esfuerzos, que te incite a dar lo mejor de ti desde que te levantas hasta que te acuestas, y no solo cuando te topas con alguien que gimotee por lo muy víctima que es.

El artículo del New York Times citaba varios ejemplos que encarnan estas tendencias: algún barrio neoyorquino (como el llamado Dimes Square), algunos podcasts juveniles (como Red Scare), ciertos influencers pujantes (que Fundéu nos recomienda denominar en español como «influentes»). De repente, para rebelarte contra el sistema en los Estados Unidos no tienes por qué ponerte una gorra roja de MAGA y acudir a un mitin de Trump, sino que también puedes portar un rosario, intentar ser casto e ir a comulgar. En los países hispanos, Quevedo y BZRP nos lo habían adelantado: «Bebé, solo avisa: el sábado, teteo, el domingo misa». (Prevengo a mis lectores más escandalizables que «teteo» es sinónimo en Iberoamérica de «fiesta», sin referencia a parte alguna de la fisonomía humana).

«Pero, Miguel Ángel», me dirá algún lector amante de las estadísticas, «¿es que no has visto los recién publicados sondeos del CIS? Solo el 8,9 % de los españoles entre 25 y 34 años se declaran católicos. ¿Cómo puedes hablar de una moda ahí?».

A ese mi lector le respondo dos cosas: que si hablo aquí de moda no es como algo abundante y omnipresente. ¡Yo mismo he denunciado en este artículo que lo católico falta incluso en sus clases de Religión! Si hablo de una moda lo hago más como lo que los ingleses llaman coolhunter y aquí podríamos denominar «cazador de tendencias»: como un fenómeno incipiente, nuevo (hace diez años nadie me preguntaba por las herejías de Pelagio). Como un suceso que promete sorpresas, aunque quizá solo se quede en unos pocos (tampoco los zapatos manolos o las joyas que te enseñan en Marie Claire como la moda para 2023 son objetos que lleve puestos todo el mundo, seamos sinceros).

Y la segunda cosa que me permito responder a mi lector estadístico es otro dato de ese mismo Centro de Investigaciones Sociológicas: sí, entre 25 y 34 años solo un 8,9 % se declara católico entre nosotros; pero entre 18 y 24 años, los más jóvenes de los jóvenes, la llamada generación zoomer, la cifra asciende leve, hasta un 11,7 %. Solo tres puntos, sí; pero casi un tercio más que sus pares de la generación millennial.

¿Tendencia o mero espejismo? Volvamos a la carta a los Filipenses, esa que forró de cartulina mi comentarista Pelayo. Acudamos en concreto a su capítulo 1, versículo 10: y confiemos en que cada cual sepa, como invitaba San Pablo, elegir lo mejor.

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