Acerca de los pobres
«Nada indigna más que ver cómo se roba al que tiene poco. No le robemos al pobre su dignidad. Por muy buenas que sean las intenciones con que lo hagamos»

Foto de Eleanor Smith para Pixabay, ampliada mediante IA.
Al hablar de los pobres, como al hablar de la muerte, tendemos a cometer un error de libro: pensar que son cosas que solo les ocurren a los demás. En el caso de la muerte, resulta evidente nuestro yerro, y algún día lo comprobaremos. En el caso de la pobreza, quizá logremos esquivarla toda nuestra vida, cierto. Mas ¿podemos estar seguros de que así será?
Hay un ejercicio que los filósofos estoicos practicaban sobre la muerte, y que convendría ejercitar asimismo sobre la indigencia. Lo llamaban memento mori («acuérdate de que vas a morir»). Séneca nos explicó en qué consistía: «A menudo, cuando nos encontramos en medio de los negocios», escribió a Lucilio, «resulta útil pensar en la muerte; cuando estamos alegres, resulta útil pensar en la muerte; cuando estamos tristes, resulta útil pensar en la muerte». ¿Y por qué explayarse en tan fúnebres pensamientos, se preguntaría Lucilio? También esto Séneca nos lo aclara: «El recuerdo de la muerte nos ayudará a evitar los excesos y a concentrarnos en las cosas que tienen verdadera importancia». O, como añadió en otro pasaje, «la muerte no es algo que temer; es algo que nos recuerda que hemos de vivir nuestras vidas con plenitud».
Cosa similar cabe decir de la miseria. No resulta complicado imaginarla como un rayo, cayendo sobre cualquiera de nosotros. Un buen día pierdo a mis parientes más queridos en un accidente, por ejemplo. Desesperado, acabo perdiendo también mi trabajo. Me quedo tan abatido que me prodigo en vicios (me refiero a vicios nuevos, más allá de los que uno ya cultiva hoy día y le permiten, mal que bien, tirar). Deprimido, desempleado y vicioso, acabo sin casa, sin cuenta corriente, sin amigos. Ahí lo tenemos ya: me he convertido en un indigente, en otro más. La calle es cuanto me resta, como a tantos otros antes que a mí.
Hablemos, pues, de los pobres sin estar tan seguros de estar hablando de otros. Empecemos por lo más simple: ser pobre es una desgracia. Careces de dinero, a veces incluso de cobijo, en cuyo caso se te ha inventado incluso un término propio: eres un sintecho. Vives sin ese lugar donde se vive: vives sin hogar.
A tales privaciones viene a sumarse, en ocasiones, el odio que algunos sienten contra ti. Se trata de la aporofobia, el miedo o rechazo hacia el menesteroso; palabra acuñada en los años 90 por la filósofa Adela Cortina y que, vaya, se nos ha hecho tan necesaria que figura en el diccionario de la RAE ya.
Ahora bien, los pobres padecen –y en eso al menos se asemejan un poco a cualquiera de nosotros– no solo la malévola antipatía de algunos, sino también la errónea simpatía de otros. Se diría que a veces habrían de cantar, como el tango, «no me quieras tanto: quiéreme mejor». Sin llegar a los amores que matan hay, sin duda, amores que fastidian. Fijémonos un poco más en estos.
A los pobres los usan muchos políticos para vendernos sus políticas demagogas; a los pobres los usan muchas ONG para vendernos la razón de su existencia; a los pobres los usan predicadores de toda laya, para justificar su cháchara. Hay investigadores que se preocupan mucho de los más vulnerables si gobierna el partido que no les gusta (recordemos lo mucho que se debatió de esto en nuestro país hacia 2015); pero que se olvidan de estas penurias un tanto si quien está al mando es el partido de su amor (es decir, el PSOE). Una desgracia, pues España padece, hoy en día, marcas indignantes: según Eurostat, somos es el tercer país de la UE con más pobres y excluidos, solo superados por Bulgaria y Rumanía. Hemos recuperado, incluso, algo que parecía olvidado: pobres que trabajan, pero no les da la vida para vivir. Son ya 2,5 millones aquí.
En suma: por si no fuera ya bastante atribulado eso de andar en la indigencia, el pobre ha de sufrir el manoseo de muchas manos. Siempre abundan quienes pretenden sacar tajada, incluso, de quienes pocas tajadas pueden al día disfrutar. Supongo que es uno de los problemas de constituir un recurso ilimitado: según predijo Jesucristo, «a los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Mc 14,7). Se ve que a muchos les cuesta trabajo resistirse y no dudan en aprovecharse de tamaña tentación.
En fin, lo cierto es que meditaba un servidor algunas de estas cosas el otro día, mientras estaba en misa y el sacerdote, en la sección de avisos, nos transmitió un mensaje peculiar de Cáritas. Al parecer, una mendiga que suele ponerse a la puerta del templo y carece de hogar alguno había rechazado todos los esfuerzos de esta oenegé para proporcionarle techo.
La mendiga no quería ir a una residencia de necesitados, si esta le quitaba la libertad de entrar o salir cuando ella desease. Declinaba alojarse en un asilo, si el coste de este absorbía todo el dinero de su pensión. Renunciaba a la caridad que tan bondadosa se le ofrecía, si ello implicaba alejarse del barrio que había sido siempre su barrio en Madrid. El buen cura terminaba con una reflexión algo desencantada: «No se puede ayudar a quien no se deja». Y no llegó a aseverarlo de manera rotunda, ni el mensaje de Cáritas tampoco lo decía de modo explícito; pero ambos insinuaron que, bueno, quizá lo mejor era que no volviésemos a prestar la menor limosna a quien tan díscola se mostraba. ¡Encima de que se la quería auxiliar!
Yo entiendo perfectamente la desazón de quien no consigue ayudar a otro, porque el otro le rechaza. ¡Nos ocurre eso tantas veces con amigos, con amantes, con hijos o con padres! ¡Sabemos tan bien cómo ayudarles, y ellos parecen tan absurdos y esquivos ante nuestra compasión! Pero con amigos, amantes, hijos y padres hemos aprendido a respetar su libre albedrío, incluso aunque lo veamos absurdo. ¡No queremos ser paternalistas ni agobiarles! De hecho, el Dios cristiano actúa un poco también de ese modo: no obliga a nadie a portarse del modo que más feliz le haría. Nos deja en libertad.
Me dejó algo incómodo, por tanto, que la Cáritas de mi parroquia no lo viera así en el caso de nuestra mendiga. Pues, qué le voy a hacer, yo no pude evitar entenderla un tanto.
Me gusta, por ejemplo, disfrutar de horarios muy libres; pero si yo llegara a pobre (ya hemos explicado lo recomendable de practicar este ejercicio imaginativo), creo que me aferraría aún más a eso poco que me queda, que sería mi libertad para decidir cuándo hacer esto o lo otro.
Me gusta arraigarme en el lugar donde vivo: un año en el barrio del Esquilino, de Roma, me bastó para sentirme allí como en casa; tras casi cuatro años en el madrileño Chamberí, me siento ya con deseos de habitar aquí toda mi vida. Pero si yo llegara a pobre, creo que me agarraría aún más a mis rutinas, a mis calles, incluso a mis semáforos. Habría perdido mi casa, pero perdería aún más si carezco de algún barrio al que llamar hogar.
Me gusta, en fin, sentir que algo de libertad me queda, que no está toda mi vida y mi dinero y mi destino en manos del Estado bondadoso, de oenegés bondadosas, de funcionarios misericordiosos. Si algún día pierdo todos mis bienes materiales, quisiera al menos no haber perdido también eso. «Nadie es libre si no se ha convertido en amo y señor de sí mismo», nos advirtió otro estoico latino, Epicteto. Y así, en un imperio como el romano, donde la dignitas era algo reservado a los nobles, filósofos como él, o como Séneca, o como los cristianos que luego vendrían, nos ayudaron a descubrir que hay una dignidad mucho más profunda: la dignidad que se yergue sobre nuestra simple libertad interior.
Por eso entiendo, qué le voy a hacer, a la mendiga de mi parroquia. Puede que parezca caprichosa. Muchos la considerarán exigente. Y, desde luego, algo indisciplinada se ha mostrado ante activistas tan ansiosos de ayudarla, como los de la Cáritas parroquial. Pero yo, la verdad, no sé cómo actuaría en su caso. Y sí sé que debo respetarle algo ante lo que cualquiera, por muy samaritano que se sienta, asimismo debería rendirse: su dignidad última, su libertad final. Sin amenazarla con más o menos limosnas. Aceptando que aún decida cómo vivir.
Lo pienso y quizá la culpa de esta forma mía de ver las cosas la tenga Tom Gralish. Y su modo de observar a los pobres de Filadelfia, allá por 1985. Aquel año, este periodista norteamericano publicó un reportaje en The Philadelphia Inquirer que sería galardonado con el premio Pulitzer de Fotografía siguiente. Puede contemplarse aquí. Gralish, con solo 28 años, retrató a los sintecho de su ciudad en todo tipo de condiciones. Pero hizo algo más que tomar su imagen: les concedió la palabra también.
Y al hablar con ellos, descubrió algo inusitado. La mayoría de los indigentes no se veía como una víctima. No eran personas que sintieran agravio ante el país al que pertenecían. No sentían resentimiento ante la sociedad que les rodeaba. Eran los años 80, y la obsesión con victimizarse no se había convertido en la pandemia que es hoy.
Los pobres a los que fotografió Gralish se veían a sí mismos, bien al contrario, como una suerte de vencedores. Se consideraban héroes que habían sido capaces de sustraerse a las convenciones sociales; insumisos ante las obligaciones tontas que tan a menudo pululan; libres de los corsés inútiles con que a menudo nos queremos vestir. En vez de como víctimas, los sintecho de Gralish contemplaban al fotógrafo con cierta conmiseración. «No es lo que te sucede, sino cómo te lo tomas lo que de veras importa», escribió Epicteto hace mil novecientos años; y esta máxima, en las calles de Filadelfia, parecía haber cobrado cierta aceptación.
Nada indigna más que ver cómo se roba al que tiene poco. No le robemos al pobre su dignidad. Por muy buenas que sean las intenciones con que lo hagamos. Por muy obsesionados que estemos con sentirnos bondadosotes a su costa. A menudo, la compasión no es más que un modo fácil de sentirnos superiores al compadecido, nos advirtió ya Nietzsche. Respetemos, pues, a los pobres, por encima incluso de nuestras ansias de caridad.