The Objective
Javier Benegas

Anatomía de un régimen impune

«La promesa de Feijóo de derogar las leyes de Sánchez es insuficiente. El problema no es sólo lo legislado, sino cómo se ha gobernado, cómo se ha colonizado el poder»

Opinión
Anatomía de un régimen impune

Ilustración de Alejandra Svriz.

Millones de españoles asistieron al lamentable espectáculo de la comparecencia de Leire Díez, un episodio que habría hecho las delicias de los guionistas de culebrones brasileños. Insuperable el paneo de la cámara, desplazando el foco de Leire a un inesperado Aldama que aparece en la escena como si fuera un pistolero del Oeste irrumpiendo en la cantina.

El docudrama se escenificó en el salón de un hotel, fuera del foco parlamentario (por cierto, ¿quién pagó la localización?). Todo apuntaba a una parodia inofensiva. Hasta que el comisionista caído en desgracia rompió el guion. Leire se presentaba como una impostada periodista de investigación en busca de información y Aldama, con esa mezcla de despecho y cálculo penal que suele aflorar cuando uno huele la cárcel, la confrontó con crudeza.

Ambos se conocen. Ambos forman parte del ecosistema de favores, mordidas, mediaciones e intereses que ha caracterizado la red de corrupción montada en las sentinas del Partido Socialista al abrigo del Gobierno de Sánchez. Su escena conjunta, difundida hasta la náusea, fue mucho más que una anécdota sublime: fue una radiografía de la podredumbre política. Una escena que, por sí sola, en cualquier otro país debería haber tumbado al Gobierno. Pero no. Eso no sucedió porque —y esto es lo más grave— el problema no es sólo Sánchez, ni siquiera el PSOE. El problema es el sistema. Un sistema que, más que proteger al ciudadano de los abusos del poder, parece hecho a medida para que el poder pueda abusar con impunidad.

España permite investir a un presidente sin más compromiso que un conjunto de promesas electorales que luego, una vez en el poder, se lleva el viento o, peor, las pone del revés. No hay obligaciones programáticas de ninguna clase. Basta con conseguir los votos. Da igual que se mienta a los electores. Da igual que para conseguir los apoyos necesarios se pacte con enemigos declarados del orden constitucional, secesionistas, etarras travestidos de políticos o grupúsculos de extrema izquierda que confraternizan con dictaduras extranjeras. No existe un control intermedio ni sanción alguna por incumplimiento, por grave que este sea. Así se explica, por ejemplo, que Sánchez prometiera no indultar a los golpistas del procés, ni amnistiar, ni pactar con Bildu, y hoy todos ellos sean sus socios de Gobierno. ¿Consecuencias? Ninguna. La Constitución española protege el procedimiento, pero no el contenido ni la verdad.

El Congreso no actúa como contrapeso del Ejecutivo, sino como su prolongación. Tampoco el Senado ejerce como verdadero contrapeso, como en EEUU o Alemania. Las sesiones de control son teatrales, no vinculantes. No hay comisiones con capacidad real para bloquear decisiones. Las comisiones de investigación están vaciadas de poder real. Su única utilidad son los complementos salariales que reciben sus señorías por participar. Las mayorías parlamentarias se blindan mediante intercambios de favores que hacen imposible la fiscalización de la acción legislativa. Y la dimisión, lejos de ser una práctica institucionalizada, es una extravagancia propia de necios. Dimiten los ministros en Japón si su secretaria usa la fotocopiadora sin permiso. Aquí no dimite nadie. Jamás. Ni por corrupción, ni por negligencia, ni por escándalos personales. Ni siquiera por mentir al Parlamento.

“El Constitucional se ha convertido en un tribunal político donde las cuotas han sustituido al mérito jurídico”

La Fiscalía ha sido colonizada. El CGPJ lleva décadas impedido para cumplir cabalmente su función porque la designación de sus miembros sigue en manos del Congreso, lo que convierte al Poder Judicial en una extensión partidista. Cuando el Gobierno necesita apagar un incendio, el primer paso no es asumir responsabilidades ni exigir o aceptar dimisiones, sino recurrir al fiscal de guardia para que actúe de bombero. Lo que explica, por ejemplo, que Álvaro García Ortiz, fiscal general nombrado por Sánchez, haya maniobrado en repetidas ocasiones para frenar o reconducir investigaciones que incomodan a Pedro Sánchez o incluso haya actuado como sicario judicial contra sus adversarios. El caso Koldo, el “rescate” de Begoña Gómez o la defensa pasiva de la UCO, muestran hasta qué punto el poder usa a la Fiscalía como muro de contención.

El Tribunal Constitucional debería ser garante último del orden jurídico. Pero se ha convertido en un órgano tan creativo como farragoso bajo sospecha. Un tribunal político donde las cuotas han sustituido al mérito jurídico y peor: a la más elemental decencia. Las leyes, por inconstitucionales que sean, siempre encuentran una interpretación favorable para el partido que tiene la mayoría en el tribunal. Así se explica, por ejemplo, que sepamos con antelación que la Ley de Amnistía será validada por un TC con mayoría de magistrados próximos al PSOE. No hace falta ser un genio del derecho para anticipar el desenlace.

Por si todo lo anterior no fuera suficiente, el control gubernamental de los medios mediante subvenciones, licencias y campañas institucionales ha generado un clima de servidumbre y dependencia, donde periodistas y tertulianos actúan como brigadas digitales al servicio del Gobierno. El debate público ha sido encapsulado en burbujas de fidelidad partidista.

El resultado es una opinión pública privada de canales que proporcionen información veraz; más bien al contrario, intentan manipularla contando los hechos al revés, como ha puesto de manifiesto recientemente el bulo del pretendido magnicidio, que este medio logró desactivar. O que, a pesar de las implicaciones explosivas del caso Leire, la mayoría de medios se limitaran a reproducir la versión oficial, evitando señalar la gravedad de que una emisaria del PSOE mediara con imputados y ofreciera ayudas extrajudiciales en procesos de corrupción que afectan al Gobierno y al propio presidente.

«España necesita una reforma institucional profunda. Que devuelva la separación de poderes»

En este siniestro contexto, la promesa de Alberto Núñez Feijóo de derogar todas las leyes de Sánchez, aunque bienintencionada, es a todas luces insuficiente. El problema no es sólo lo que se ha legislado, sino cómo se ha gobernado, cómo se ha colonizado el poder, cómo se han derribado los diques de contención institucional. Esta es la amenaza. Y no se solucionará tachando páginas del BOE.

Si mañana llega otro presidente con similares pulsiones autoritarias, pero un talento más afinado que el chapuzas que ocupa actualmente La Moncloa, no sólo volveremos a empezar: será el apocalipsis. Si Leire Díez ha podido hacer lo que ha hecho. Si Víctor de Aldama ha podido hablar con la altanería y tranquilidad de quien sabe demasiado. Si todo eso ha pasado sin dimisiones, sin detenciones, sin crisis de Gobierno… entonces el problema es el marco, no el cuadro.

Asombra que este colosal elefante en la habitación pase desapercibido a la oposición, toda. No es necesario ser politólogo, ni siquiera jurista, basta un mínimo sentido común para concluir que España necesita una reforma institucional profunda. Que devuelva la separación de poderes. Que proteja la independencia judicial. Que imponga transparencia real. Que convierta la mentira en coste y no en ventaja. De lo contrario, en algún lugar de la cloaca otro Sánchez ya se está preparando.

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