¿Qué fue del momento de Europa?
«Frente a las divisiones internas y la falta de acción, las fuerzas de extrema derecha mantienen un magnífico estado de salud, unidas por su pulsión iliberal»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Eran de los pocos efectos positivos de la revolución Trump. Han servido estos meses para encontrar algo de consuelo frente al desorden mundial e inestabilidad financiera que ha generado el regreso del controvertido presidente a la Casa Blanca. Por un lado, parecía estar sirviendo de acicate para que una languideciente Unión Europea reaccionara e hiciera por fin frente a su pérdida de competitividad, su creciente irrelevancia geopolítica, su falta de autonomía estratégica y su dependencia militar. Por otro, los estrechos lazos que mantienen los partidos nacional-populistas europeos con Donald Trump prometían pasarles factura a esas fuerzas extremistas. El alineamiento de EEUU con la Rusia de Putin en el conflicto de Ucrania y los aranceles a las manufacturas y productos agrícolas europeos habían generado muchos recelos entre sus votantes.
El impulso para avanzar en la integración europea para defenderse en un mundo multipolar y cada vez más hostil pierde fuelle. Se habló mucho del Plan Draghi para recuperar la competitividad e impulsar el crecimiento y del Plan Letta para fortalecer el mercado común. Ambos establecen la hoja de ruta a seguir. Pero apenas se han tomado medidas concretas en lo que se refiere a la unión de los mercados de capitales o la unión bancaria o la fiscal. Por no hablar de las barreras internas del mercado único que suponen las distintas normativas, los trámites burocráticos, la fragmentación de los mercados de capitales y otras prácticas que dificultan el comercio y la inversión entre los países miembros.
Una integración que ayudaría a aumentar las posibilidades de que el euro se pueda convertir en una moneda refugio alternativa al dólar, hoy bajo presión por la errática política arancelaria de Trump y el deseo de la Administración estadounidense de debilitar su moneda para abaratar sus exportaciones al mundo. Es una oportunidad para Europa, como señaló la presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, en un importante reciente discurso sobre el papel de la UE en un mundo fragmentado. En su opinión, para que la moneda común alcance ese estatus en los mercados financieros internacionales, Europa necesita avanzar en tres frentes: “Una base geopolítica creíble, una base económica fuerte y una base institucional y legal robusta”.
Lo cierto es que desde que Trump accedió al poder el pasado mes de enero, apenas ha habido progresos en ninguno de esos frentes. Tal vez en el geopolítico, por el acuerdo sobre el plan de Rearme Europeo, es en el único en el que ha habido algún avance. La necesidad de reducir la dependencia de Estados Unidos y ganar autonomía para hacer frente a la amenaza que supone para la seguridad europea la Rusia de Putin ha permitido a los 27 alcanzar un acuerdo para fortalecer su capacidad militar. Pero es un plan que apuesta más por el aumento de los fondos destinados a esta partida y muy poco a la integración de los ejércitos de los países miembros, que exigiría una mayor cesión de la soberanía en materia de defensa. La UE ha aprobado una línea de préstamo de 150.000 millones de euros para que los países miembros eleven hasta el 3% de su PIB el gasto en defensa y se vayan aproximando al 5% que exige la administración Trump a los países miembros de la OTAN.
España, por cierto, está a la cola en gasto militar (un 1,3% del PIB frente al 4% por ejemplo de Polonia). Sólo para alcanzar el 2% al que se ha comprometido debe aumentar esta partida en 10.000 millones de euros. Sin presupuestos generales por segundo año fiscal seguido y dado el creciente peso de las pensiones en el gasto público y los compromisos con Cataluña para garantizarle la singularidad de su financiación, lo que supondría unos 20.000 millones de euros menos de ingresos a la caja común, no será nada fácil asumir esos compromisos de amento del gasto en defensa. La deficitaria contribución española a la seguridad común ya ha desatado de hecho el malestar y la frustración entre los socios aliados europeos.
Frente a las divisiones internas y la falta de acción, las fuerzas de extrema derecha mantienen un magnífico estado de salud. Unidas por su pulsión iliberal y su euroescepticismo, siguen cosechando éxitos electorales en el continente. El último ha sido el del ultraconservador Karol Nawrocki, el pasado fin de semana, en las elecciones presidenciales polacas. Su victoria pone en aprietos al Gobierno del liberal y europeísta de Donald Tusk. Hace apenas una semana, Viktor Orbán, hizo una demostración de fuerza en Budapest durante la celebración de la Conferencia para la Acción Política Conservadora (CPAC en sus siglas en inglés) respaldado por todos los partidos ultraconservadores europeos.
El primer ministro húngaro, amigo a la vez de Trump y Putin, para los populistas nacionalistas esto es compatible, declaró estar dispuesto a responder al llamamiento de la Casa Blanca para derrocar a la Unión Europea. Partidos euroescépticos unidos en un movimiento paneuropeo para destruir a Europa en su forma actual. No deja de ser paradójico. Es la visión de Letta, Draghi o Lagarde frente a la de Orban y el resto de trumpitos europeos. La llegada de Trump parecía que iba a inclinar la balanza en favor de los primeros, era el momento de Europa, pero la ausencia de voluntad política y de coraje de los Estados miembros gobernados aún por fuerzas liberales está siendo aprovechado por los segundos para ganar terreno. ¿Qué fue de ese momento?