El espejismo de la excepcionalidad europea
«Ahora, cuando la protección de Estados Unidos se ha vuelto condicionada, Europa ha descubierto que su soberanía es en gran medida una ilusión»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Durante décadas los intelectuales europeos se burlaron de la excepcionalidad americana, a la vez que construían un mito fundacional según el cual la Unión Europea representaba una forma superior de hacer política. Era el comercio y no la fuerza bruta; el multilateralismo y no la hegemonía militar. Importaba poco que el gran despliegue de soft power –por utilizar la famosa expresión acuñada por Joseph Nye– fuera casi un monopolio de la cultura americana (de Hollywood y las ficciones de HBO/Netflix a la música pop); aun así, Europa seguía presentándose como un modelo ideal para el siglo XXI, una sociedad avanzada y progresista sin conflictos internos graves. Hasta que llegaron, claro está, al igual que ha sucedido en todo Occidente: convulsiones populistas y erosión de las clases medias, inmigración descontrolada y pérdida de oportunidades laborales.
Pero en nuestro continente ha sido peor por muchos otros motivos. Si el comercio era el eje, paradójicamente, fuimos perdiendo la capacidad decisiva de situarnos en la vanguardia tecnológica e industrial; si el multilateralismo era clave, fuimos colonizados por agentes que percibieron estas políticas como muestras de debilidad. A pesar de invertir mucho menos en defensa que Washington, hoy la UE es relativamente más pobre que hace 20 o 30 años. La guerra ha regresado a nuestras fronteras y la incapacidad de proyectar nuestra influencia más allá de las mismas resulta cada vez más evidente.
Sospecho que, con sus exigencias, Trump ha desvelado lo que permanecía oculto, a saber: que las grandes narrativas chocan con la realidad. Quiero decir que la Europa que surgió de la II Guerra Mundial ha construido su paraíso postmoderno sobre los cimientos de la tecnología militar estadounidense. Y ahora, cuando esa protección se ha vuelto condicionada, ha descubierto que nuestra soberanía es en gran medida una ilusión cuidadosamente mantenida, un espejismo que se ha desvanecido quizás para siempre.
Lo fascinante de este tiempo es constatar cómo hemos invertido la narrativa sobre el poder. Durante años, al menos desde la caída del Muro de Berlín en 1989, las elites europeas insistieron en que la era de la fuerza bruta había concluido y que el futuro pertenecía a las instituciones y al comercio regulado. Pero sin la garantía de un poder hegemónico dispuesto a avalar la paz global, las instituciones se han revelado como poco más que una ficción que sólo perdura mientras sirve a los intereses del más fuerte.
«Se elige el bienestar relativo de la protección para no tener que asumir el peso problemático de la responsabilidad»
El agudo politólogo portugués Bruno Maçães ha sabido analizar con precisión el nuevo patrón que emerge tras el acuerdo de la pasada semana entre Ursula von der Leyen y Donald Trump. Cada decisión que va en contra de nuestros intereses refuerza la creación de lo que, con un eufemismo, podríamos denominar «un Estado tributario»: formalmente soberano, pero estructuralmente subordinado. Se trataría de una mentalidad colonial, aunque con los roles invertidos.
Sobre todo porque refleja una crisis mucho más profunda de voluntad política. Se elige el bienestar relativo de la protección para no tener que asumir el peso problemático de la responsabilidad. Y no importa ser un experto en historia para intuir que, una vez que aceptas esta lógica, cada favor te ata cada vez más a tu protector, según una dinámica que resulta implacable si no se toman medidas paliativas. Por supuesto, Europa dispone de los recursos, de experiencia histórica y de la sofisticación institucional que le permitirían redefinir su lugar en el mundo. Pero para ello debe abandonar la nostalgia de una excepcionalidad moral y asumir que la realidad exige, sobre todo, dejarse guiar por la lucidez.