The Objective
José Rosiñol

El colapso silencioso de la democracia

«De la izquierda de entreguerras al autoritarismo blando: cómo se erosiona el sistema democrático sin golpes de Estado, decreto a decreto»

Opinión
El colapso silencioso de la democracia

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hay un momento en que el ruido parlamentario deja de ser signo de pluralidad y se convierte en un eco hueco: el eco de una democracia sin anclas, gobernada a golpe de decreto y sostenida por mayorías tan frágiles que, para sobrevivir, necesitan cambiar las reglas mientras juegan. España ha llegado a ese punto, aunque –por ahora– no es un punto sin retorno. Todavía hay margen de juego.

En los últimos años, el debate legislativo ha sido sustituido por un procedimiento de urgencia permanente. Todo es una emergencia y todo es tensión, una tensión que distorsiona la realidad y desplaza la toma de decisiones desde la cabeza hasta las vísceras. El decreto-ley, concebido como un instrumento excepcional para situaciones extraordinarias, se ha convertido en el vehículo ordinario para alterar de forma profunda nuestra arquitectura política y social. La urgencia ya no está dictada por la materia, sino por la aritmética parlamentaria. Y lo que debía ser una democracia deliberativa se ha transformado en una democracia de supervivencia, revestida de autoritarismo blando, donde la prioridad no es el consenso, sino la obsesiva continuidad en el poder.

Lo más inquietante de esta deriva no es solo el debilitamiento de los contrapesos institucionales, sino la mutación mental que la acompaña. La izquierda española actual parece haber retomado, con sigilo, la lógica de la izquierda de entreguerras: aquella que consideraba legítima la democracia únicamente si aseguraba la hegemonía de sus partidos. Del socialismo excluyente de Largo Caballero al comunismo que operaba como brazo de Stalin, la lección parece clara.

En ese marco mental, el pluralismo no es un valor estable, sino un trámite temporal para alcanzar una «democracia verdadera»: aquella que coincide con el ideario propio. El resto de opciones políticas, por moderadas que sean, se presentan como amenazas latentes, una ultraderecha siempre al acecho aunque su peso real sea marginal. Así, cualquier resistencia a las reformas deja de interpretarse como una discrepancia legítima y se convierte en un intento de retroceso histórico. Todo ello bajo la mirada de una superioridad moral que ignora las barbaridades cometidas por regímenes afines a la izquierda mientras condena con razón las de la extrema derecha real.

Este relato justifica, a ojos de sus impulsores, la tutela de un pueblo al que se considera no plenamente «concienciado» y que debe ser guiado por una vanguardia política y mediática. Una élite que digiere la realidad para ofrecérsela al ciudadano tal y como quiere que la vea, y que no concibe esta labor como excepcional, sino como un elemento permanente del juego político. De ahí que se acepten prácticas que, en otros contextos, se considerarían autoritarias: reformar sin diálogo, colonizar organismos independientes o reinterpretar las competencias constitucionales para adaptarlas a la agenda del momento.

«Están cimentando un proyecto de Estado plurinacional en el que la única nación que quedará relegada será España»

España cuenta, sobre el papel, con una arquitectura institucional diseñada para impedir este tipo de abusos: separación de poderes, control del Tribunal Constitucional, papel arbitral del Rey, contrapeso del Senado. Sin embargo, la práctica política ha encontrado maneras de neutralizar esos límites mediante nombramientos partidistas en órganos de control que deberían ser independientes, reformas exprés para alterar las reglas de elección de cargos clave y un uso abusivo de la legislación de urgencia para esquivar el debate parlamentario.

Lo más grave es que estas prácticas, una vez normalizadas, podrán ser utilizadas por cualquier signo político en el futuro. Y, lo que es peor, están cimentando un proyecto de Estado plurinacional en el que la única nación que quedará relegada –o convertida en un decorado– será España. La monarquía pasaría a ser historia y emergería una república confederal impuesta por hechos consumados, sin consulta ni deliberación pública.

En el núcleo de esta deriva encontramos la paradoja de unas mayorías frágiles que actúan como si poseyeran un mandato histórico incuestionable, como herederas de metarrelatos escatológicos que costaron millones de vidas en los paraísos del proletariado. Gobiernos sostenidos por alianzas inestables se ven obligados a satisfacer a múltiples socios, cada uno con su cuota de exigencias y su mirada al terruño. Para mantener viva la coalición, se paga cualquier precio: concesiones territoriales que tensionan el Estado, reformas legales a medida, indultos estratégicos o cambios en las normas de control institucional.

Este modelo erosiona las instituciones y el pacto social. Cuando una parte relevante de la ciudadanía percibe que las reglas se modifican sin su participación o contra su voluntad, se rompe la confianza que sostiene el sistema democrático. La política deja de ser un espacio para negociar diferencias y se convierte en un mecanismo de imposición con apariencia legal. Esta tendencia hacia la anomia y la desafección no es accidental: es estratégica, el fundamento del cambio y la justificación de la metamorfosis.

«España corre el riesgo de degradar su democracia desde dentro a través de un goteo constante de excepciones normalizadas»

La consecuencia más peligrosa de este proceso es la fatiga democrática. Una ciudadanía desencantada, convencida de que su voto apenas influye, es más vulnerable a discursos populistas o a la tentación de soluciones de fuerza. La historia europea ofrece ejemplos de sobra de cómo la erosión lenta de las instituciones abre la puerta a crisis más profundas.

España, que durante décadas fue ejemplo de transición pacífica y estabilidad institucional, corre el riesgo de degradar su democracia desde dentro, sin golpes de Estado ni revoluciones, sino a través de un goteo constante de excepciones normalizadas.

Regenerar para preservar

La respuesta no puede consistir en sustituir una tutela ideológica por otra, ni en imponer una cosmovisión distinta. La regeneración democrática exige reconstruir un ecosistema institucional y cultural que garantice que ninguna mayoría coyuntural pueda alterar los cimientos del sistema sin un amplio consenso.

Esto implica, entre otras medidas:

  • Blindar los contrapesos reforzando la independencia de los órganos de control, limitando los nombramientos partidistas y exigiendo mayorías cualificadas para reformas clave.
  • Reducir el abuso del decreto-ley devolviendo esta figura a su naturaleza excepcional, con controles previos y posteriores más estrictos.
  • Fortalecer la deliberación parlamentaria promoviendo el acuerdo transversal y penalizando el bloqueo sistemático.
  • Educar en cultura constitucional para generar un consenso básico sobre el pluralismo y el respeto a las reglas, gobierne quien gobierne.
  • Cambiar la ley electoral para garantizar una representación más proporcional y reducir el peso desmedido de partidos minoritarios en la gobernabilidad.
  • Cambiar la ley de partidos introduciendo democracia interna real, transparencia financiera absoluta, límites claros a la perpetuación de liderazgos y rendición de cuentas efectiva ante los votantes.

No se trata de nostalgia institucional, sino de una apuesta por el futuro. La fortaleza de una democracia no se mide solo por su capacidad de resistir crisis externas, sino por su habilidad para impedir que el poder coyuntural capture el sistema y reduzca a los ciudadanos a opciones binarias.

España necesita anclas. No para inmovilizarla, sino para evitar que derive, a merced de los vientos de cada legislatura, hacia un mar sin horizonte. Regenerar no es un lujo, es una urgencia. Si el sistema se vacía de contrapesos y cultura democrática, no será necesario un asalto frontal para derribarlo: bastará con dejar que siga su curso actual.

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