Cosas estimables que aprender de los posmodernos
«Se usa la palabra ‘posmoderno’ para denostar asertos relativistas, actitudes en exceso escépticas, tendencias disolventes más que constructivas de nuestra era»

Hula (Banksy, 2020). | banksy.co.uk
Escribo este artículo desde la habitación de un hotel al que no volveré en una ciudad a la que, con toda probabilidad, tampoco. Y acaso usted, amigo lector, lo lea en situación semejante. El verano tiene estas cosas. Por unos días, muchos rescatamos la memoria de nuestros tatarabuelos nómadas. Y, así, retomamos durante una quincena lo que ellos hicieron durante trescientos mil años: viajar, moverse, pasar.
Cierto que todo lo demás es distinto: ya no vamos de caza, salvo en discotecas de ligue; ya no recolectamos frutas silvestres, sino imanes para el frigorífico; ya no buscamos arroyos o fuentes en las que beber, sino una buena mesa del restaurante recomendado por la guía turística. Mas, con todo, en uno y otro caso cierta verdad permanece.
Una verdad que nuestra vida cotidiana, con sus rutinas y certezas, esas que fingen ser perpetuas, trata de ocultarnos: estamos de paso. En mi habitación de hotel, pero también en mi dormitorio de siempre; en esta ciudad forastera, pero también en aquella donde trabajo; con los amiguetes que acabo de hacer en el avión, pero también con los de toda la vida. Estamos de paso. Y un nómada entiende esto un poquito mejor.
Quizá por eso ahora, en esta habitación de hotel a la que no volveré, se me haya ocurrido recuperar ese tipo de enseñanzas. ¿Enseñanzas del paleolítico, se preguntará usted, amigo lector? Más bien enseñanzas de toda la vida. Que ellas sí permanecen, a diferencia de nosotros.
Me ha venido ahora a la cabeza don César Nombela. (Este es otro tipo curioso de nomadismo por el que vagamos los humanos: el modo inesperado en que aparecemos a veces, de repente, en las mentes de los demás). Don César fue un reputado microbiólogo que nos dejó, nómada también él, hace ya tres años. Antes había compaginado su labor científica con la dirección de altos organismos académicos: el CSIC, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Interesado por la ética –se consideraba él mismo como «científico cristiano»– también en ella destacó: tanto en el Comité Asesor de Ética en España, como en el Comité de Bioética de la Unesco.
«Como decía Pascal, muchos de nuestros problemas se resolverían solo con que supiésemos quedarnos un tiempo, en nuestra habitación, inactivos, quietos»
Conocí, sin embargo, al señor Nombela en un lugar inverosímil: no un aula ni un congreso ni un templo, sino en el antiguo Twitter. Me pidió pronto mi correo electrónico y también nos carteamos por allí. Don César tenía mucho y bueno que contar, pero también le asediaba una pregunta constante: ¿cómo era posible que alguien como yo –ya saben, «ese facha que escribe en THE OBJECTIVE», «ese tipo al que echan de la tele episcopal por criticar demasiado el aborto», «ese ultra que presenta su libro junto al no menos ultra de Abascal»–, cómo era posible que alguien así se hubiera formado con maestros como el posmoderno Gianni Vattimo? ¿Cómo se explica que alguien semejante hubiera presentado una tesis doctoral sobre el poco ortodoxo Ludwig Wittgenstein? ¿Cómo entender que uno de los autores que un servidor con mayor asiduidad maneja sea el perturbador Friedrich Nietzsche?
Yo le intentaba explicar al bueno de Nombela lo que aprendí y aprendo de todos esos filósofos. Pero me temo que don César ya se fue y no estoy muy seguro, con el apremio del día a día, de habérselo sabido explicar nunca. Vivimos deprisa quizá para compensar que ya no somos nómadas; vivimos deprisa, de hecho, para olvidar que todo es pasajero; como decía Pascal, muchos de nuestros problemas se resolverían solo con que supiésemos quedarnos un tiempo, en nuestra habitación, inactivos, quietos. O si supiésemos quedarnos en ella para contestar, con calma, las cartas de nuestros amigos. Creo que con César Nombela no lo supe hacer; voy a intentar hacerlo en lo que queda de este artículo.
Pues acaso se trate de un asunto que pueda interesar no solo a un reputado científico cristiano, sino a cualquiera de nosotros: ¿qué cabe aprender de ese movimiento, pujante allá por las décadas de los 80 y los 90, que se llamó y se llama aún posmodernidad? Por lo común se usa la palabra «posmoderno» para denostar asertos relativistas, actitudes en exceso escépticas, tendencias disolventes más que constructivas de nuestra era. Pero ¿hay algún sentido en que podamos aprovechar su legado y que no consista solo en quejarnos de él?
Claro que lo hay.
«Los posmodernos siempre lidiaron como pudieron con esta paradoja: si todo era, a la postre, prescindible, ¡también lo eran sus ideas!»
Y para mostrarlo voy a utilizar un método bien posmoderno el mismo: la simple sucesión, un tanto deslavazada, de tres rasgos diversos. Como quien enseñara el escritorio de su despacho un día cualquiera, en que no ha tenido tiempo de ordenarlo para las visitas. Este es mi escritorio de trabajo tras aprender con Vattimo, Wittgenstein o Nietzsche, amigo Nombela; este es mi escritorio de trabajo, amigo lector:
Fugacidad
El primer rasgo ya lo hemos dibujado: la posmodernidad nos recordó la profunda fugacidad de todo. Y esa es no pequeña verdad. Para un posmoderno de pro, es probable que el Eclesiastés resulte ser su libro de la Biblia favorito, pues su autor expresó de maravilla esta certidumbre:
«Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad. Y cuanto más sabio fue el predicador, tanto más enseñó sabiduría al pueblo». «¿Qué provecho obtiene el hombre de todo su trabajo bajo del sol? Generación va, y generación viene (…). Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta. El viento tira hacia el sur, y rodea al norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo. Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo. Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar (…) ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será» (Ecl. 12,8-9; 1,3-9).
Ahora bien, ¿esa verdad de que todo pasa, todo es mudable, incluye también a la propia Verdad, con mayúscula? ¿No hay Verdad alguna permanente? Los posmodernos siempre lidiaron como pudieron con esta paradoja: si todo era, a la postre, prescindible, ¡también lo eran sus ideas! Y mala estrategia de venta de una idea, como de un yogur, es reconocer que está a punto de caducar.
«Si algún día todos dejásemos de vivir en un mundo tan precario como este, la verdad de los posmodernos dejaría de sernos útil»
Vattimo dio una elegante respuesta a este problema: sí, dijo, las ideas de los posmodernos tampoco eran ninguna verdad permanente; eran solo una verdad propia de nuestro tiempo. De hecho, eran la verdad que mejor refleja de qué va nuestro tiempo. No creo que le faltara razón.
Otro filósofo, Jean-François Lyotard, añadió una metáfora poderosa: para él un buen ejemplo de moralidad posmoderna era una mujer, ejecutiva, que vive de hotel en hotel internacional. Un poco como estoy yo ahora escribiendo este artículo (aunque tengo poco de ejecutivo). Si esa mujer algún día se asentara, formara una familia y se quedara tranquilita, como recomendaba Pascal, en casa; si algún día todos dejásemos de vivir en un mundo tan precario como este, entonces, con toda probabilidad, la verdad de los posmodernos dejaría de sernos útil. Pero ahora, de momento, podemos comprarla aunque, sí, como pasa también con los yogures, algún día habrá de caducar.
Ironía
Si estamos rodeados de cosas que cambian, quizá lo más adecuado sea no tomarse nada muy en serio. Sobre todo, a uno mismo: justo por eso, porque parecemos ser siempre el mismo, pero, si miramos atrás nuestra personal historia, seguro que descubrimos todo cuanto hemos podido mutar.
La actitud recomendaba, pues, por los posmodernos era la ironía: un cierto distanciamiento ante todo y ante todos, empezando por uno mismo. Pero no un distanciamiento de esos que enfrían o implican menosprecio, al contrario: un distanciamiento que permite acercarse a todo con cierta curiosidad, con cierto humor, sin miedo a que nos imponga nada definitivo, pero sin querer sumir tampoco nosotros a nadie un alejamiento perpetuo. Ni lejanía ni cercanía excesivas: ironía, en fin. Poco que ver con las imposiciones woke que llegarían ya a partir de los 2010.
«Los posmodernos sospecharon que quizá Platón no entendió del todo a su maestro»
Y hete aquí que así conectaban nuestros posmodernos con un filósofo (presuntamente) mucho más serio, pero de un tiempo muy pasado, nada menos que en los orígenes de la filosofía misma: estamos pensando en Sócrates y su famosa ironía al argumentar. Sócrates, que sabía acercarse a todos, pero no someterse a ninguno; que sabía cuestionar a todos, pero a sí mismo el primero. Los posmodernos sospecharon que quizá Platón no entendió del todo a su maestro: no se trataba de usar el diálogo para llegar a conclusiones definitivas, que clausuraran toda charla futura; se trataba más bien de abrir diálogos para descubrir siempre más y más.
No parece mala actitud, ahora que andamos tan despistados sobre lo que ocurre en el mundo. De hecho, los que menos lo entienden son, de seguro, todos aquellos que creen haber aprendido ya durante la Guerra Fría, o al aprobarse la Constitución de 1978, o al caer el Muro de Berlín, todas las verdades que se necesitan para lidiar con el mundo de hoy en día. Se equivocan por completo. Despreciemos sus certezas y nosotros, en cambio, permanezcamos abiertos a nuevos esquemas como solo lo saben ser los jóvenes y los libres: justo los dos tipos de personas que rodearon a Sócrates hasta su ejecución final.
Juego
Dicen los antiguos yoguis que ayuda a librarse de los dolores del mundo el contemplarlos todos un poco como un juego: solo los más histéricos se enfadan de veras si pierden una partida al parchís. Acércate al tablero, ponle interés a la cosa, pero domínate para que no sea la cosa la que a ti te controle: eso es lo que sabe hacer todo buen jugador.
La verdad cristiana es algo distinta a la recién descrita, que corresponde más al hinduismo o al budismo. La verdad cristiana es que claro que te pueden importar mucho las cosas del mundo: ¡a menudo son tan contundentes! A veces, incluso, ¡te crucifican! Pero también, añaden los cristianos, has de aprender a contemplarlo todo con cierta paz de fondo. La paz que te otorga saber que Dios, Cristo, el Bien vencerá en todo caso al final.
«A menudo se nos olvida que muchas de las cosas más importantes de la vida no las hacemos nosotros, sino que nos pasan a nosotros»
Los posmodernos intentaron también recoger la noción de juego. Cuando hacían arquitectura (véase a un Robert Venturi), jugaban con los estilos y los mezclaban, inesperados. Cuando diseñaban moda (piénsese en un Ágata Ruiz de la Prada), hacían otro tanto. Era inevitable, pues, que al vivir la vida la cubrieran también de un carácter un tanto lúdico que hoy, atenazados como estamos por mil y una amenazas globales, cuesta compartir.
Y, sin embargo, hay una verdad en lo de contemplar la vida como un juego que permanece. Se resume en cinco palabras: No Todo Depende De Ti. Estamos tan acostumbrados a excogitar nuestros planes y perfilar nuestras estrategias, que a menudo se nos olvida que muchas de las cosas más importantes de la vida no las hacemos nosotros, sino que nos pasan a nosotros. Ponte en algo tan simple como dormirte: si te empeñas en ello, casi seguro que no lo lograrás. O divertirte en una fiesta: si cada minuto de ella no dejas de preguntarte si te lo estás pasando bien, esa es vía segura para que acabes sin disfrutarla. Tampoco el sexo, el amor o la lectura profunda son cosas que haces tú, a cada pasito, del todo: más bien te suceden a ti.
Es lo que ocurre en los buenos juegos: estos te absorben y, de repente, son ellos los que te llevan, no tú el que a cada segundo has de tomar decisiones sobre cómo proceder. Mira cómo juegan los niños. Mira juega la vida con nosotros. Esta es la última verdad de los posmodernos que hoy, sin duda permanece: si nos olvidamos del juego, no entenderemos nada de la vida. Y no es recomendable pasar así por ella: será fácil que otros te la puedan, entonces, jugar.