El héroe del salón a oscuras
«La paternidad se retrasa como los trenes y, asumámoslo, no son pocos los que se suben a ella en el vagón de cola»

Un bebé durmiendo. | Freepik
A eso de las once de la noche, cuando ya no queda ni un mísero coche para tocar la bocina, el mundo se apaga. Queda la nevera roncando como un camionero y, si acaso, un perro que ladra a lo lejos. Es el conticinio, esto es, la hora del padre cuarentón, especie que florece en la penumbra.
Puede parecer curioso —a algunos les parece hasta grotesco— que hoy abunden tantos padres tardíos, que ya peinan canas cuando su criatura apenas balbucea. Pero no cabe considerar rareza lo que cunde por doquier. La paternidad se retrasa como los trenes y, asumámoslo, no son pocos los que se suben a ella en el vagón de cola. ¿A qué seguir tratando de polizones a quienes viajan billete en mano?
Conticinio, decíamos, llaman a ese momento de máxima quietud, frisando las once de la noche. Ignoro por qué ciertas voces olvidadas resucitan de golpe, a veces por obra de algún instagramer con ínfulas de filólogo; lo cierto es que la palabreja se ha puesto de moda, como las alpargatas, las airfryer o los machetazos. Y, sin embargo, aquí no hay impostura. En el conticinio todo se ve claro, incluso en medio de la penumbra.
«En el conticinio todo se ve claro, incluso en medio de la penumbra»
Es entonces cuando nuestro héroe se confiesa a sí mismo -aunque no se atreva a confesárselo a sus amigos- que los madrugones con insomnio los lleva mejor que las resacas de gin-tonic. La madrugada ya no es el tiempo de la francachela y la putañería, sino la hora solemne del biberón y el eructo. La novia de antaño es ahora la madre de su hijo. Intuye una verdad trascendental que lo reconcilia con aquellas renuncias que hasta ayer le parecían pérdidas: por primera vez en su vida, se descubre necesario.
Da un poco de risa pintar a este tipo como caballero andante. Pero ahí está, guardando el castillo donde duerme su progenie, como si la cuna fuera el Santo Grial. Su tesoro no está en cofres con doblones, sino en el cuarto de al lado, y por eso empuña la fregona como quien levanta un mandoble. Cada siesta ganada es una batalla, cada potito un tratado de paz, cada eructo un triunfo diplomático. Tiemblen las murallas de Príamo y los dioses titulares de Ílion: la épica ya no está en Troya, sino en la trona.
No dice nada. Se abstiene de caer en el patetismo autoparódico del funcionario de Memorias del subsuelo delante de la prostituta: “¿pero cómo dicen que cuesta tener hijos, si no hay nada más maravilloso?” Y en ese silencio, cuando mira al techo en la quietud del conticinio, pronuncia el sí más rotundo a la vida. Nadie lo aplaude, no hay cronistas ni cornetas, y el único testigo es la nevera, que sigue roncando. Pero él sabe que, al final, ha hecho las cosas bien.