El viaje de un emprendedor desde la izquierda hacia la derecha
«Con los años, me di cuenta de que la comodidad que me daba ser de izquierdas tenía un precio altísimo: vivir cargado de culpas que no me correspondían»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Crecí en un ambiente intelectual donde ser progresista no era una opción: era la única manera aceptable de mirar el mundo. Las cenas familiares, las conversaciones entre amigos, los debates universitarios… todos compartían el mismo aire: la izquierda era bondad, compasión, justicia; la derecha, atraso, intolerancia, egoísmo. Yo, como tantos, lo acepté. Era cómodo: me daba un lugar en la tribu, me convertía en «una buena persona» sin necesidad de demostrar nada más.
Pero lo que descubrí con los años, a través de mi experiencia vital y empresarial, es que aquella comodidad tenía un precio altísimo: vivir cargado de culpas que no me correspondían, de miedos que me robaban la serenidad, de una ansiedad que me alejaba de la vida plena.
El progresismo me imponía una mochila invisible. Dentro de ella había piedras con nombres muy claros.
La primera se llamaba culpa histórica. Por ser blanco, por ser argentino de origen europeo, por vivir en Occidente, debía arrastrar la idea de que mis antepasados eran culpables de todo lo malo: la esclavitud, el colonialismo, la opresión. Poco importaba que yo no hubiera esclavizado a nadie ni colonizado nada. Era suficiente con ser parte de la civilización que más había avanzado en la historia humana: eso me hacía sospechoso.
Lo que nunca se mencionaba era que la esclavitud existía mucho antes de Occidente, que reinos africanos vendían esclavos a comerciantes musulmanes durante siglos, y que fue Occidente quien abolió esa práctica inmoral. Gran Bretaña prohibió la trata en 1807 y destinó su marina a liberar esclavos en África. Estados Unidos libró una guerra civil que costó más de 600.000 vidas para acabar con esa institución. Ninguna otra civilización hizo un esfuerzo comparable.
La segunda piedra se llamaba culpa climática. Recuerdo cuando me subí por primera vez a una loma en Castilla y vi, en el horizonte infinito, decenas de aerogeneradores recortando el cielo que nuestra empresa Eolia Renovables había construido. Giraban lentamente, blancos y perfectos, como gigantes impersonales. Muchos lo veían como progreso. Yo también. Pero con los años, esa imagen cambió en mi mente: aquellos molinos eran cicatrices. Donde antes había campos de trigo dorado y llanuras limpias, ahora había un parque industrial disfrazado de campiña.
La escena se repitió en Andalucía, donde los olivares se extendían como un mar verde y antiguo. Vi cómo los arrancaban para plantar placas solares. Fila tras fila de paneles azules reemplazando siglos de historia agrícola. Olivos que habían dado sombra a generaciones convertidos en chatarra, sustituidos por una estética metálica y fría. España, un país cuya riqueza también es su belleza, se iba llenando de infraestructuras que afeaban el alma de sus tierras y atentaban contra la primer fuente de ingresos del país, el turismo.
«España, un país cuya riqueza también es su belleza, se iba llenando de infraestructuras que afeaban el alma de sus tierras»
Todo esto lo viví con una convicción profunda de estar salvando al planeta. Me había convencido, como millones, de que el mundo estaba al borde del colapso. Vi el documental de Al Gore, escuché a Greta Thunberg, leí titulares que prometían un planeta devastado en diez años. Sentí miedo. Y ese miedo me llevó a Co fundar Eolia Renovables. En el fondo, buscaba pagar culpas por mis emisiones. Era una especie de indulgencia moderna: contamino, pero planto molinos.
El resultado lo conocemos: apagones, facturas de luz duplicadas, una red eléctrica inestable y ancianos que mueren en olas de calor que siempre existieron porque no pueden pagar el aire acondicionado. El apocalipsis climático nunca llegó, pero el costo humano, económico y cultural de esa utopía verde sí. Salir del progresismo significó liberarme también de esa angustia climática: entender que el planeta siempre ha cambiado, que la respuesta no es sacrificar nuestra prosperidad, y que la verdadera catástrofe la producen las recetas del ecologismo extremo. Que transformar la central nuclear de Almaraz por 30 mil hectáreas de paneles solares que dan electricidad sin inercia y solo de día sería una idiotez.
La tercera piedra era más íntima: la culpa por amar mis símbolos. Ser progresista significaba mirar la bandera con sospecha, despreciar mi judaísmo, desconfiar de la policía, ridiculizar a las fuerzas armadas. Era una paradoja absurda: los símbolos que unen, las instituciones que protegen, eran tratados como amenazas. Mostrar orgullo nacional era considerado casi un crimen moral.
«Era una paradoja absurda: los símbolos que unen, las instituciones que protegen, eran tratados como amenazas»
Esa contradicción me golpeó con más fuerza viviendo entre dos mundos. Como argentino en España, me pedían que aceptara la mentira del relativismo cultural: que todas las culturas eran iguales, que los pueblos nómadas de la pampa estaban al mismo nivel que la civilización europea que trajo universidades, imprenta, arquitectura e instituciones. El progresismo me pedía que negara la evidencia: que Argentina es hija de España y de Europa.
Lo entendí mejor una tarde caminando por Recoleta, el barrio de mi infancia. Las calles eran un desfile de arquitectura francesa e italiana, palacios afrancesados, iglesias barrocas, cafés con aire vienés. En cada esquina, la huella europea estaba viva, más visible que en muchas ciudades de Europa. Hoy Buenos Aires tiene un porcentaje mayor de ciudadanos europeos que Barcelona, París o Londres. Caminar por la Recoleta es caminar por una Europa en miniatura trasplantada al Río de la Plata. Y ahí comprendí: mis dos banderas no son enemigas. La argentina y la española no se enfrentan, se completan. La argentina no es la negación de Europa, sino su heredera directa.
Durante años, bajo la izquierda, sentí que tener dos pasaportes era llevar dos patrias en tensión. Hoy sé que no: son una sola civilización, desplegada en dos continentes. Y por eso me siento cómodo tanto con la bandera argentina como con la española. Son, al fin y al cabo, colores de la misma historia.
Fue en este proceso de reconciliación que otro tema se hizo central en mi vida: la fertilidad. En la última década, gran parte de mi trabajo ha estado enfocado en este campo. Fui cofundador de Prelude Fertility, que hoy es la red más grande de clínicas de fertilidad en Estados Unidos, con la que ya han nacido más de 300.000 bebés. Luego lancé Overture Life, que desarrolla robots para la embriología, y Gameto, que busca acortar y suavizar los tratamientos con biología celular avanzada. Ver nacer a cientos de miles de niños gracias a nuestro trabajo es una de las experiencias más gratificantes de mi vida.
Y sin embargo, cuanto más me adentraba en este campo, más evidente se hacía algo inquietante: la fertilidad está en crisis. España tiene una de las tasas más bajas de natalidad del mundo: apenas 1,2 hijos por mujer. Italia y Portugal no están mejor. Alemania y Europa del Este también caen en picado. En Estados Unidos, la tasa de reemplazo —2,1 hijos por mujer— hace tiempo que no se alcanza: hoy está en torno a 1,6. Es la primera vez en la historia de Occidente que, sin guerras ni pestes, una civilización empieza a reducir su población de forma voluntaria.
Y lo más significativo: quien más se reduce es la población blanca, la misma que, bajo el influjo progresista, ha aprendido a sentirse mal consigo misma. La infertilidad no es solo biológica, es cultural. El progresismo ha convencido a generaciones enteras de los herederos de occidente que tener hijos es sospechoso, irresponsable o incluso inmoral. Se les repite que el mundo está sobrepoblado, que los hijos destruyen el planeta, que la maternidad es opresión. Una cultura que debería animar a proyectar vida futura les dice, en cambio, que no vale la pena traer hijos al mundo. Así es como en 2024 solo Nigeria tuvo más bebes que Estados Unidos y la Unión Europea sumados.
Lo que veo en mis clínicas y en mi trabajo es, en el fondo, el reflejo de algo más profundo: Occidente está atravesado por una culpa auto-suicida. Nunca antes una civilización había decidido dejar de reproducirse voluntariamente. Caemos porque no creemos en nosotros mismos. Donde hay orgullo, hay hijos; donde hay culpa, hay vacío.
Yo lo veo como un empresario biotecnológico, y como un hombre que ha dedicado su vida a ayudar a traer vida al mundo: las ideas progresistas están minando la capacidad misma de Occidente de seguir existiendo. Antes tener siete hijos me daba culpa. Ahora lo considero mi contribucion más importante a una sociedad en autodestruccion.
El día que me permití salir de ese marco, sentí una liberación. Descubrí que en la derecha no había vergüenza, sino orgullo. No había apocalipsis, sino esperanza. No había culpas heredadas, sino responsabilidad personal. La derecha me enseñó a mirar Occidente no como un villano, sino como la civilización que más ha hecho por la libertad, la ciencia, la prosperidad y los derechos humanos en toda la historia.
Los estudios confirman lo que este aumento de felicidad personal no es aplicable solo a mi. En Estados Unidos, el 45% de los conservadores se declaran «muy felices», frente al 30% de los progresistas. Entre quienes dicen tener excelente salud mental, más de la mitad se identifican con la derecha, frente a solo un quinto con la izquierda. En Europa, el European Social Survey muestra que los votantes de derecha expresan más orgullo nacional y cultural, y ese orgullo se traduce en mayor bienestar psicológico. Las familias conservadoras tienen más hijos, más matrimonios estables, y esas redes de apoyo generan resiliencia emocional. No es casualidad: orgullo y pertenencia alimentan la felicidad; culpa y resentimiento alimentan la depresión.
El contraste lo veo con claridad en Argentina. Los votantes de Milei hablan con entusiasmo, con fe en el futuro, con la sensación de que se puede reconstruir la nación. Irradian energía. Los votantes de Cristina Kirchner, en cambio, viven en un clima de agravios, de injusticias, de culpas. Unos miran adelante, los otros miran hacia atrás.
Soy un emprendedor tecnológico. He fundado empresas, he arriesgado, he innovado. Y si hay algo que aprendí en ese camino es que la vida se construye mirando hacia adelante, no flagelándose por el pasado. El progresismo me dio culpas: la culpa de ser blanco, la culpa de emitir CO₂, la culpa de amar mis símbolos, la culpa de querer tener hijos. La derecha me devolvió orgullo: orgullo de mi civilización, orgullo de mi historia, orgullo de mi capacidad para mejorar lo que tengo cerca.
Hoy puedo decirlo con claridad: salir del progresismo no fue solo un cambio ideológico, fue una liberación emocional y espiritual. Fue sacarme de encima una carga de culpas para poder avanzar con esperanza. La izquierda me pedía vergüenza; la derecha me dio felicidad. La izquierda me imponía ansiedad; la derecha me devolvió serenidad. La izquierda me hablaba de catástrofes; la derecha me devolvió confianza. La izquierda me ofrecía decrecimiento; la derecha me hizo pensar en que seremos pronto una civilización interplanetaria.
Y lo más importante: descubrí que no necesito odiar lo que soy ni lo que somos. Que el futuro no se construye con culpas, sino con orgullo. Que prefiero caminar ligero bandera en mano que con una mochila de culpas en la espalda.