The Objective
Javier Benegas

Greta en Palestina, Lenin en Bilbao

«Mientras el ciudadano común apenas puede permitirse una movilización puntual, los activistas parecen tener una agenda organizada para protestar sin descanso»

Opinión
Greta en Palestina, Lenin en Bilbao

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hay causas que nacen del sufrimiento real de los pueblos, y otras que, sin dejar de ser dramáticas, son utilizadas como armas arrojadizas en escenarios alejados de su origen. La causa palestina es, hoy, el ejemplo paradigmático de lo segundo… y de cómo la izquierda ha perfeccionado el arte de instrumentalizar conflictos externos para agitar y fracturar las sociedades occidentales.

El mecanismo es siempre el mismo: alimentar un pánico moral y a continuación repetir una consigna, aunque sea falsa o, al menos, jurídicamente insostenible, hasta que termina imponiéndose como verdad indiscutible. En el caso palestino, el pánico y el lema son uno: el supuesto «genocidio israelí» en Gaza. Sin embargo, el término genocidio tiene una definición estricta en el derecho internacional, con características que no se cumplen en este conflicto. Y, lo que debería ser definitivo: ningún tribunal internacional ha dictaminado hasta la fecha que en Gaza se esté produciendo un genocidio.

A esta manipulación conceptual se añade otro ingrediente: la fiabilidad de los datos. La mayoría de las cifras sobre muertes o hambruna en Gaza provienen del Ministerio de Sanidad palestino y de otras administraciones u organizaciones controladas, de forma directa o indirecta, por Hamás o por la izquierda. Es evidente que esas fuentes tienen un interés político y propagandístico, por lo que sus cifras deberían ser tomadas con mucha cautela, en vez de ser publicadas por los medios de comunicación occidentales como si fueran verdades reveladas, cosa que lamentablemente están haciendo.

Tampoco conviene olvidar que, según documentos audiovisuales e informaciones de distintas agencias, a menudo son los propios integrantes de Hamás quienes han obstaculizado las evacuaciones y el reparto de ayuda humanitaria, en una estrategia que recuerda a la del señor de la guerra Mohamed Farrah Aidid en Somalia en los años noventa. Cabría al menos preguntarse si a Hamás le podría interesar promover los daños colaterales y la hambruna para usarlos como arma propagandística. 

Hay un tercer elemento que suele eliminarse del relato: durante años, Israel ha sido hostigado con el lanzamiento de miles de cohetes desde Gaza, años en los que, además, Hamás se ha dedicado a desvirar los recursos de las ayudas internacionales para construir túneles, fortificaciones e infraestructuras militares (algunas en sótanos de hospitales) en lugar de atender a la población civil. Esto significa que gran parte del sufrimiento de los gazatíes es el resultado de la estrategia deliberada de sus propios gobernantes, que han hecho del victimismo internacional una de sus principales bazas.

Odio a Israel: la anomalía ideológica

Más allá del debate sobre la legitimidad o desproporción de las acciones militares israelíes, es evidente el odio sistemático que la izquierda proyecta sobre Israel. Ese odio no nace de lo que hace ese país, sino de lo que es: una democracia de libre mercado, insertada en un entorno cultural, religioso y político que le es abiertamente hostil. Para la izquierda, Israel es una odiosa anomalía occidental incrustada en el corazón de Oriente Medio que debe ser extirpada.

Aquí hay que remontarse a la herencia soviética: durante décadas, la URSS convirtió Oriente Medio en uno de los escenarios principales de su política de influencia. Moscú apoyó militar, económica y diplomáticamente a Egipto de Nasser, a Siria y en menor medida a Jordania, además de respaldar de forma abierta a la OLP con entrenamiento, armas y cobertura internacional. De hecho, lo que hoy conocemos como terrorismo internacional fue en buena medida un invento soviético. Y de aquellos barros vienen estos lodos.

 El objetivo era claro: debilitar a Israel, aliado de Estados Unidos, y expandir la esfera soviética en una región estratégica por razones geopolíticas y energéticas. En el tablero soviético, y, por tanto, de la izquierda internacional, Israel fue siempre un obstáculo, una anomalía occidental en un entorno dominado por regímenes nacionalistas autoritarios y, más tarde, por movimientos islamistas. 

Hoy, es evidente que aún pervive ese reflejo. Para buena parte de la izquierda, Israel no es solo un Estado con políticas más o menos discutibles, sino un irritante recordatorio de que la democracia liberal y el capitalismo pueden sobrevivir y prosperar incluso en los entornos más hostiles. De ahí la asimetría moral que permite ignorar el pogromo del 7 de octubre, con su reguero de asesinatos, violaciones, torturas y secuestros, para volcar toda la indignación únicamente sobre las víctimas palestinas. No es humanitarismo, es ideología.

Aquí llegamos a otro dato incómodo que tiene que ver con el presente: no toda esta maquinaria militante se sostiene de forma espontánea. La influencia de países como Venezuela, Irán y, más recientemente, Catar, cuyo músculo financiero lubrica no pocas redes de agitación islamista en Occidente, es una pieza que rara vez se menciona en los titulares, pero que ayuda a entender por qué hay tanto entusiasmo y logística para movilizarse contra Israel, y tan poca para defender a, por ejemplo, las mujeres iraníes. 

El mejor ejemplo del utilitarismo izquierdista a la hora de desestabilizar Occidente lo ofrece Greta Thunberg. Pasó de icono climático juvenil a activista propalestina como quien se cambia de camisa. Es fácil de entender. Lo importante no es la causa en sí, sino mantener la agitación contra el mismo objetivo de fondo: el modelo político y económico occidental. Ayer fue el CO2, hoy toca Gaza, mañana el «decrecimiento»… El relato cambia, se ajusta, pero el enemigo es siempre el mismo.

El sospechoso músculo de la movilización

Otro aspecto clave es la capacidad de movilización de la izquierda. Las sociedades occidentales, en su mayoría, no suelen participar en manifestaciones continuas ni en protestas callejeras. La razón no es el desinterés por la política. Es otra mucho más pedestre. La vida cotidiana (trabajo, estudios, familia) impone sus límites. Sin embargo, la izquierda ha construido redes de activistas disciplinados que siempre acuden, puntuales, a cada convocatoria.

Una minoría organizada puede simular ser una mayoría social. Lo vimos recientemente en la Vuelta Ciclista al País Vasco, donde unos pocos cientos de activistas lograron paralizar la llegada competitiva de una etapa, saboteando su desenlace deportivo. La imagen proyectada fue clara: la causa palestina es un clamor: «Está en todas partes».

Nada nuevo bajo el sol. Lenin lo comprendió muy pronto: para desestabilizar un régimen no hacía falta lograr el apoyo de la mayoría de la sociedad, bastaba con organizar una vanguardia, más reducida, pero bien engrasada, disciplinada y muy consciente de sus objetivos. Esa estrategia de minoría activa frente a mayoría pasiva es la que vemos hoy replicada en las calles europeas: no importa que la gran mayoría de ciudadanos no acuda a las protestas o no las comparta; mientras exista una vanguardia ruidosa y perseverante, la sensación de «clamor popular» se impone como coreografía.

La clave no es un poder de convocatoria masivo, sino una logística bien engrasada. Mientras el ciudadano común apenas puede permitirse una movilización puntual un sábado por la mañana, los activistas parecen tener una agenda perfectamente organizada para protestar sin descanso: cruceros a Gaza que duran días, performances en puentes a mediodía de un día laborable, cadenas humanas y manifestaciones infinitas ya sea lunes, martes o miércoles. ¿Ociosidad, profesionalización, financiación externa? Probablemente un poco de todo.

Un caso que ilustra bien esta mezcla de épica impostada y melodrama propia del activismo izquierdista es el de la Global Sumud Flotilla, la caravana naval que debía llevar la protesta hasta Gaza. El efecto, por ahora, está resultando más cercano a una película de Berlanga que a la épica Odisea: primero tuvieron que darse la vuelta nada más zarpar por mal tiempo (nada especialmente grave, apenas una marejada); después hicieron escala en Ibiza, acaso para menearse un poco y reponerse de mareos y vómitos; y como remate, a medio trayecto, la mitad de los barcos han decidido regresar. Con lobos de mar así, la Armada israelí puede estar tranquila. Sin embargo, esta comicidad no evita el efecto perseguido.

Es difícil no preguntarse por la infraestructura que hace posible esa hiperactividad. Ningún movimiento sostenido y capilar, como a menudo son los de izquierda, puede mantenerse sin recursos. Aquí entran en juego las sospechas de financiación opaca. Analistas apuntan a qué regímenes como Venezuela, Irán o Catar han abierto vías de apoyo económico y logístico a grupos de izquierda en Occidente, no por solidaridad humanitaria, sino por estrategia geopolítica: promover determinadas creencias, desestabilizar sociedades democráticas, sembrar división y erosionar su confianza en sí mismas.

No es casual que, de París a Bilbao, pasando por Londres o Berlín, las banderas palestinas ondeen en manifestaciones donde los protagonistas son militantes de extrema izquierda, colectivos islamistas y activistas profesionales que encuentran en la causa un denominador común. El objetivo no es Gaza, es Occidente.

La causa palestina, tal vez legítima en cuanto al sufrimiento real que vive ese pueblo, se convierte en manos de la izquierda en un instrumento para socavar las democracias desde dentro. No importa tanto lo que pasa en Oriente Medio como la capacidad de usarlo como catalizador de rabia, desorden y división social en sociedades que están muy lejos del conflicto.

Israel, por su mera existencia, se convierte en símbolo de lo que la izquierda radical quiere derribar: un país libre, próspero y democrático. La insistencia en tildarlo de genocida es sólo la coartada moral para justificar una movilización que, en realidad, apunta contra todos nosotros.

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