The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Qué es la derecha?

«La izquierda ‘woke’ quiere convencernos de continuo de que la verdad no importa, que es algo subjetivo, que nadie sabe mejor las cosas que nadie»

Opinión
¿Qué es la derecha?

Pixabay.

Al norte de Australia existe un pueblo aborigen, los Guugu Yimithirr, que añaden a su enrevesado nombre dos rasgos reseñables. El primero es que a ellos les debemos la palabra «canguro» (gangurru).

El segundo es que carecen en su lengua de los conceptos espaciales de «izquierda» o de «derecha». Jamás dirían, por ejemplo, que un pozo está a la derecha de ese árbol. Indicarían, más bien, que está al norte, al sur, al este o al oeste de él. Un zurdo no firmaría allí con su mano izquierda, sino con la extremidad que diera a su norte o al oeste, vaya usted a saber, dependerá de cómo se haya sentado.

Esta peculiaridad conlleva efectos curiosos. Uno de las que más me agradan es que los Guugu Yimithirr se libran de cursiladas como aquel lema, «mi corazón late a la izquierda, pero la cartera la llevo a la derecha», que condensaba tan bien la hipocresía del burgués cultureta. Tampoco Isabel Preysler habría podido responder, de haber vivido con esta tribu australiana, aquello que le contestó a Vargas Llosa apenas se conocieron: «Tengo el corazón a la izquierda, pero la cabeza a la derecha»; frase que, más allá de los probables síntomas de escoliosis, se quedaría allá en un mucho más poético «tengo el corazón al sur, pero la cabeza al norte… no, espera, ahora que hemos vuelto la esquina, tengo el corazón al oeste y la cabeza al este…». Un lío.

Con todo y con eso, la principal ventaja de los Guugu Yimithirr es que se libran de la frecuente obsesión en muchos por ser de izquierdas —la correspondiente por «ser de derechas» resulta menos frecuente, pero también insana—. Obsesión que, como es sabido, quizá nos acompañe desde que, allá por tiempos de la Revolución francesa, los diputados menos monárquicos se sentaran a la izquierda, y los monárquicos a la derecha, en su Asamblea Nacional Constituyente. Mil veces se ha declarado obsoleta después esa distinción —Lenin mismo la consideraba perniciosa; don Gustavo Bueno la consideraba un mito—. Y otras mil veces ha reemergido. Por lo que acaso no resulte baladí actualizarla a nuestros días, con toda la ironía que queramos.

¿Qué significaría, hoy, ser de izquierdas? Bueno, dejemos esta pregunta a sus miles de intelectuales, activistas, sindicalistas, artistas y coristas subvencionados. ¿Qué sentido le podemos dar, hoy, a la palabra «derecha»? Esta pregunta es la que aquí nos ocupará.

Debo reconocer que, ya que hemos hablado de lenguas, me resultaría más sencillo escribir este artículo en inglés o alemán; y no por mi (menguada) habilidad en tales idiomas, sino porque en ambos la palabra «derecha» (right, Rechts) coincide con la palabra «correcto». «You are right» (en inglés) o «du hast recht» (en alemán) significan «tienes razón», «estás en lo correcto», y ambas usan para ello, como se ve, la palabra «derecha» —una traducción literal en español sería «tú estás (en la) derecha», «tienes (la) derecha»—.

Pues, en efecto, creo que nada se entiende de la distinción derecha-izquierda mientras que no se entienda que la primera defiende el orden correcto, la organización debida, las cosas como son (a la manera en que los citados idiomas nos avisan); mientras la izquierda, en general, ha defendido siempre la decadencia, el desorden, la disolución. (En italiano, esto último queda también reflejado en su vocablo: la izquierda es allí la «sinistra», la siniestra, la que aporta algo siempre tétrico o cuando menos oscuro; no en vano, cuando tu automóvil ha quedado del todo destrozado, tal y como se queda España tras los gobiernos de izquierda, hablamos de un «siniestro total»).

«¿Qué ha hecho la izquierda durante dos siglos largos con nosotros? ¿De qué nos ha librado la derecha al combatirla?»

Pero nosotros nos expresamos en castellano, donde (al igual que en el resto de los idiomas ibéricos: ezkerra en vasco; esquerra en catalán; esquerda en gallego y portugués) la palabra «izquierda» esconde sus auténticas intenciones siniestras; de modo que aquí necesitamos aclarar qué es cada cosa. (Un hecho etimológico curioso, con todo, es que la lengua prerromana de donde procede este vocablo lo construyó a partir de esku, que significa «mano», y el celta kerros, que significa «torcido»; la sabiduría de nuestros ancestros acaba emergiendo una y otra vez).

¿En qué sentido la izquierda se aparta del orden correcto, lo tuerce, y en qué sentido la derecha lo intenta conservar (de ahí otro de sus nombres, el de «conservadora»)? Creo que hoy cabe elaborar mejor que nunca la respuesta a esta pregunta; hoy, que el izquierdismo lleva empapando ya 236 años con sus principios, desde la Revolución francesa, nuestro mundo. ¿Qué ha hecho la izquierda durante dos siglos largos con nosotros? ¿De qué nos ha librado la derecha al combatirla?

Antes de nada, hay que puntualizar que la vieja definición de la derecha, como aquel movimiento en defensa del Trono y del Altar, ha quedado del todo obsoleta en nuestros días. En primer lugar, porque muchos países carecen ya de trono, de monarca, y no por ello se han quedado sin derechas; en segundo lugar, porque a estas alturas del siglo XXI, ya ni la monarquía ni el clero (el altar) implican garantía de nada.

Los últimos tiempos en España han sido especialmente iluminadores a este respecto. ¿Constituye hoy el rey un freno a las tropelías de nuestro Gobierno? No lo parece; y eso que la Constitución le asigna explícitamente la función de arbitrar y moderar «el funcionamiento regular de las instituciones» (artículo 56). ¿Acaso no estamos en momentos de irregular funcionamiento de nuestras instituciones, con un fiscal general del Estado investigado por graves delitos? ¿Con unos jueces acosados por el PSOE, un presidente del Gobierno cercado de corrupción, unos órganos policiales a los que se les ponen continuas cortapisas para investigarla? No parece verlo así nuestro monarca, que permanece cual un estafermo ante todo lo que nos atribula. Y es una pena, como señalaba este domingo Jesús Cacho, que haya dilapidado así el capital político que le supuso su gallardía en octubre de 2017 —o, mejor dicho, que haya permitido que la izquierda le condujera, poquito a poco, a dilapidar tal capital—.

¿Está hoy nuestra salvación en el clero, como pudiera pensar la derecha de eras geológicas ya pretéritas? Tampoco parece convincente tal postura. Como señaló hace poco un escritor tan sensato, y de indudables credenciales católicas, como Enrique García Máiquez, semejara más bien que buena parte de la jerarquía eclesiástica «está desarrimando el hombro (…) del sostenimiento de una sociedad que se hunde. De forma que, por omisión (…), se está colaborando con los que la quieren hundir». Duras palabras; más duras si las dice él.

«Hoy la derecha no es ya una mera correa de transmisión del Trono y del Altar»

Cierto es que ya pasaron los tiempos nebulosos en que el papa Francisco blasonaba de su amistad con dictadores de izquierda (tal que el cubano Raúl Castro); cierto es que ya pasó la época en que ese mismo pontífice expulsaba a la nueva derecha del cristianismo (como cuando negó a Trump ese don, solo por querer construir un muro que detuviera la inmigración ilegal —confiemos, por cierto, en que el Espíritu Santo discrepara del papa y sí que esté iluminando como a cualquier otro cristiano al presidente norteamericano hoy día, por la cuenta que nos trae—). Cierto que quizás el nuevo pontífice, León XIV, convoque al Vaticano a pensadores no solo izquierdistas, sino también de otras sensibilidades, para trabajar en la Pontificia Academia de Ciencias Sociales; academia cuyas últimas reuniones, durante el papado previo, se parecían a las de cualquier universidad woke anglosajona. Mas, con todo y con eso, no creo que nadie piense ya en el clero católico (no digamos en el clero de las viejas confesiones protestantes, transidas hoy de progresismo a menudo ridículo) como una baza política contra la disolución. —Y bien está, añadiremos: hoy es más necesario que nunca que los clérigos occidentales se concentren en predicar lo esencial del Evangelio, tan olvidado, y dejen el mundo político laico a los laicos, como el Concilio Vaticano II (LG 31) decretó—.

En suma, claro resulta que hoy la derecha no es ya una mera correa de transmisión del Trono y del Altar; cosa que se comprende con solo contemplar la nueva (y exitosa) derecha en Estados Unidos o Europa. Incluida España, donde las recientes críticas de Vox a la pasividad de nuestro monarca o al colaboracionismo de nuestros obispos tanto revuelo han provocado entre quienes quieren enclaustrar a tal partido entre las paredes de la derechona decimonónica. ¿Cómo ejerce entonces la derecha su misión de conservar (o restaurar) el orden correcto, lo bueno de las cosas? Permítaseme concluir este artículo con tres notas rápidas sobre los tres niveles, en progresivo orden de importancia, donde ese orden que representa la derecha se debe batallar.

En primer lugar, estaríamos ante el orden material, el de la economía, el de cómo funcionan las cosas en tu día a día (que ya sabemos que en esta España del PSOE va siendo cada vez peor). Pocas dudas caben de que las experiencias de la antigua URSS, de la actual Cuba, de la Venezuela chavista, de la Argentina kirchnerista, de la España de Zapatero, resultan ejemplos señeros de cómo la izquierda disuelve las cosas en este nivel.

Ahora bien, si lo citamos el primero en orden de menor importancia, ello no es porque despreciemos las cosas del comer (quien no come, raro es que filosofe). Ni despreciamos tampoco que los trenes lleguen a tiempo. Ni que las calles estén seguras o los jóvenes tengan un futuro laboral esperanzado. Si lo ubicamos en un nivel inferior es porque, como bien sabía Platón, al tratarse de un asunto material la verdad no logra refulgir del todo clara a su través. Los izquierdistas siempre nos podrán decir que la URSS acabó hace tiempo, que nadie quiere volver a ella, que Cuba o Venezuela no son la verdadera izquierda, que a otros países con gobiernos de izquierda les ha ido mejor que a la Argentina de los Kirchner o a la España del PSOE —países ambos donde, además, como siempre, la culpa la tendrán los gobiernos de derechas previos, nunca la izquierda como tal—. El caso de China también suele citarse en estas diatribas.

Habrá, pues, gente que vea claro que una economía de izquierda conduce al desastre; habrá otros que, obsesionados con su envidia o su ira, no lo verán; habrá otros que, con esperanza de ser los beneficiados por esos sistemas extractivos, no quieran verlo. Necesitamos pues pasar a un segundo nivel donde todo es más luminoso: se trata del nivel moral.

En ese segundo nivel está hoy en día ya claro que la gente de derechas es más feliz —cosa poco sorprendente si están más conformes a la lógica de lo real—. Lo expliqué con más detalle en este artículo en THE OBJECTIVE de hace cinco años, recogiendo diversos estudios científicos. También está más claro que la visión moral de las personas derechistas es más completa, capta más aspectos morales de las cosas: lo narré en este otro artículo, donde me apoyaba en la psicología moral de Jonathan Haidt. Una sociedad de derechas, pues, sería una sociedad de gentes más felices y con mejor visión moral: no parece mal argumento para derechizarnos (o, por usar un verbo más común, enderezarnos).

Sé que las propuestas que acabo de hacer chocan con la mentalidad (izquierdista) que nos rodea: ¿decir que el nivel moral se ve más claro que el material? ¡Qué barbaridad, cuando todo el mundo sabe que lo moral es confuso y relativo! Y es justo ahí donde quiero mostrar el último, y supremo motivo, por el que ser de derechas, por el que buscar el orden y lo correcto, es lo mejor. Se trata del nivel epistémico, el que tiene que ver con la verdad y la falsedad.

La izquierda woke que nos circunda quiere convencernos de continuo de que la verdad no importa, que es algo subjetivo, que nadie sabe mejor las cosas que nadie. Bien es cierto que, justo después de convencernos de esas cosas, nos impone sus normas morales, sus leyes, sus tabúes: no puedes criticar esto, no puedes reírte de eso otro, la educación a impartir habrá de ser la mía; tienes que afirmar esto sobre la Guerra civil, tienes que afirmar esto otro sobre el sexo, sobre el transexo o sobre las minorías que me interesen a mí. Pero, antes de meternos sus verdades, pretenden dejarnos vacíos de verdades; igual que antes de meter orina en una botella debes vaciarla del agua pura que contenga.

Por eso el nivel más importante que la derecha debe reivindicar hoy día es el de las verdades; el que combate el relativismo; el que, cuando te acusan de creerte con la verdad absoluta, responde que más bien es la verdad absoluta la que nos quiere poseer. He llamado antes, a este nivel, «epistémico» (vicio de filósofo y nuestro gusto por las palabras raras); algunos con razón preferirán llamarlo espiritual.

La pasión por la verdad es por lo demás la que alimenta los otros dos niveles: buscando la verdad captaremos que la vida del día a día funciona mejor al alejarse de los dogmas de la izquierda; buscando la verdad tendremos vidas más felices y morales —siempre que entendamos que ser felices o morales no significa pasárselo todo el rato bien—. Busquemos lo correcto y olvidemos esos sustitutos con que la izquierda nos trata de timar una vez y otra: la compasión sentimentaloide y dirigida a donde ellos quieren; la solidaridad del borrego que te somete al Leviatán del Estado; la disolución de tus vínculos en nombre de un globalismo vacío.

Vayamos a la derecha, que es también estar derechos. Que me perdonen los hispanistas, pero en inglés se dice de modo mucho más evidente: the right is right. La derecha tiene la razón.

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