The Objective
Paula Quinteros

La incomodidad del debate que ya no toleramos

El asesinato de Charlie Kirk es un aviso de que la libertad de expresión ya no muere en teoría: se liquida a tiros en una universidad

Opinión
La incomodidad del debate que ya no toleramos

Charlie Kirk, momentos antes de ser asesinado | Trent Nelson/The Salt Lake Tribune via REUTERS

Charlie Kirk murió joven, demasiado joven. Fue asesinado a los 31 años mientras hacía exactamente aquello que había convertido en su vida: invitar a otros a debatir. Estados Unidos está acostumbrado a las matanzas indiscriminadas, a los tiroteos en colegios o en centros comerciales. Pero esto fue distinto: aquí no hubo azar ni multitud, sino la puntería de un francotirador contra una sola persona que hablaba a jóvenes, uno a uno. La policía ya ha detenido a un sospechoso y con el tiempo se conocerán más detalles. Lo esencial es que fue ejecutado por hablar en un campus universitario.

La semana pasada, por azar, me topé con uno de sus eventos online. Me quedé una hora mirando la larga fila de estudiantes que esperaban para hacerle preguntas. Muchos eran inmigrantes. Le interpelaban sobre las políticas migratorias, otros sobre la transexualidad. Kirk no dudaba en dar su pensamiento, con argumentos que a veces sonaban de manual, pero lo cierto es que había diálogo. Yo pensé entonces que tanto él como aquellos jóvenes se irían a dormir con una incomodidad fértil que obliga a pensar, aunque no siempre distinto. Esa era la riqueza del ejercicio. Aparentemente, para su asesino, eso fue insoportable.

Lo que sorprende, y duele, es que incluso ante un crimen así haya quienes se apresuren a justificarlo. En redes sociales aparecieron mensajes que reducían a Kirk a un agitador que cosechaba lo que sembraba, como si la libertad de palabra fuese una culpa que merece la pena de muerte. Muy bien respondió David Alandete, corresponsal del ABC en Washigton, en X: «Decir que Kirk murió de lo que predicaba es miserable y justificar un asesinato político. No murió en un tiroteo o una masacre. Fue ejecutado por un francotirador mientras ejercía en una universidad su derecho a la libertad de expresión, invitando a estudiantes a debatir».

Kirk no era un académico encerrado en el refugio de la erudición: su vida transcurrió en la intemperie del debate público. En sus giras universitarias —a menudo hostiles— aceptaba preguntas incómodas. «¿Por qué debería escucharte si representas todo lo que detesto?», le preguntaban. Y él respondía: «Precisamente porque me detestas. La libertad de expresión no tiene sentido si solo sirve para lo que amas».

Era un fenómeno que reunía a jóvenes de todo signo político. Muchos asistían para retarlo, para abuchearlo, para encontrar grietas en sus argumentos. Sin embargo, siempre volvían las mismas imágenes en distintas ciudades: auditorios llenos, discusiones encendidas, y una vitalidad que contrastaba con el vacío de tantos discursos oficiales y con el anonimato cobarde y envalentonado de las redes. Allí, en aquellas largas colas para hablar con Kirk, se veían micrófonos temblando en manos húmedas, voces entrecortadas, caras jóvenes, dudas y valentía. ¿No sabemos ver como sociedad el valor de esto?

Su asesinato no borra las controversias, ni canoniza su figura. Pero sí revela algo que preferimos no mirar: que la discrepancia se ha vuelto insoportable, que la palabra incómoda se paga con destierro o, como en este caso, con la muerte. Ese vacío no es solo individual: es el de una democracia que empieza a acostumbrarse a tolerar la muerte de quienes piensan distinto.

Hoy, el obituario de Charlie Kirk es un aviso de que la libertad de expresión ya no muere en teoría: se liquida a tiros en una universidad.

Publicidad