Ay, Europa
«En la edad del desencanto, las sociedades necesitan moldear un futuro que las haga sonreír. Europa ve lo que pasa en Norteamérica y no siente ninguna envidia»

Ursula von der Leyen. | Ilustración de Alejandra Svriz
En la edad del desencanto, las sociedades necesitan moldear un nuevo futuro que las haga sonreír. Hay que actuar por barrios, por ciudades, por regiones o países, nunca más allá, pues la humanidad es experta en atrocidades y la sonrisa puede borrarse rápido. Aunque la interconexión limite las posibilidades de resurgimiento, ese ensimismamiento, esa orientación local del pensamiento, adjudica a ciertas opciones políticas la bandera salvadora. Siempre es mentira y los partidos lo saben, tal y como explicaba recientemente Arturo Pérez-Reverte: el gremio extractivo se ha cuidado muy mucho de fomentar hornadas y tiradas de ciudadanos planos, sin lecturas, incapaces de adentrarse en un debate sin insultar al contrincante o lanzar un juramento. En la ejecución de un plan que consiste en la universalización de la estupidez, la política actúa exactamente igual que las big tech.
El mecanismo redentor es tosco: a lo largo de la historia se suceden los mesías, héroes de dudoso pedigrí conocedores últimos de la pócima mágica. Se trata, gracias a la implacable biología, de simples individuos que también sucumbirán, y tras ellos se desatará la sucesión, la transición o el caos, pero esos lapsos de obnubilación prolongan el espejismo e insertan en la urna papeletas que de otro modo se habrían perdido en la flojera. Créeme, yo soy puro, los otros son chusma. Y así se moldea en ciertas cortezas prefrontales la esperanza de una salida, aunque esté construida sobre soluciones imposibles.
A lo largo del siglo XX e incluso en los primeros años del XXI, esta fórmula no dio señales de fatiga. De hecho, en Europa, sigue presente en una versión aún light, tal y como demuestran los casos de Italia, Francia, Polonia, Hungría, Alemania, Holanda o Austria. Pero Europa es económicamente menos tecnológica que Estados Unidos o, dicho de otro modo, fía menos su riqueza a compañías equiparables a Apple, Google, Meta, Amazon, Microsoft, Nvidia, Tesla y OpenAI, en esencia porque no las hay. Son los hechiceros medievales quienes mandan cuando en el horizonte se dibuja una tormenta.
Ese desfase evolutivo atrapa a los europeos en los sortilegios de siempre, aunque todavía haya quien pone velas al altar del Estado del bienestar, como si de un momento a otro las dinámicas de la deuda pública, la crisis demográfica y en general la incompetencia administrativa pudiesen desaparecer de un plumazo. En EEUU, en cambio, se consolida poco a poco un país dentro del país que ya es California: Silicon Valley es la bandera del tecno-progreso y sus ricachones los nigromantes que Europa halló en la política en su oscuro siglo pasado.
Apple, por ejemplo, ha construido una sede semejante a un platillo volante donde el gran pope, Tim Cook, presenta año tras año productos calcados a los del curso anterior. Los fieles se lo perdonarán todo, comprarán con la fruición acostumbrada y desafiarán a quien ose señalar que otras marcas hacen lo mismo por menos. Meta es la casa de Facebook, Instagram y WhatsApp, tres pilares de la sociedad digital, empeñada en llamar amigos a quienes ni siquiera han compartido un paseo o una comida en sus vidas. Si alguna de estas redes cayese en desgracia, la gente se echaría a la calle con el arrojo de aquellos muchachos del mayo francés. OpenAI es la vanguardia de la inteligencia artificial. En el paroxismo de esta revolución, con millones de humanos desempleados, las máquinas lo harán todo y se aprobará una renta nimia universal que no devolverá el Renacimiento: quien nace lechón muere cochino. Y luego está Elon Musk, un auténtico pionero. Primero compadreó con Trump, después se convirtió en algo así como un ministro plenipotenciario, más adelante despidió a miles de empleados públicos y canceló ayudas y programas y -en el clímax de su demencia- esbozó un saludo nazi, se enfadó con el patrón y fundó su propio partido. La tecnocasta ha recortado enormes distancias con el poder político y le disputa en EEUU el poder real.
En la edad del desencanto, las sociedades necesitan moldear un nuevo futuro que las haga sonreír. Europa ve lo que pasa en la otrora próspera Norteamérica y no siente ninguna envidia. Al volver la mirada hacia su propio paisaje, aún forrado de adoquines y arriates, lanza un gemido de nostalgia. Recuerda su prosperidad, la telaraña de derechos que protegía al habitante, el proyecto de una casa común con domicilio moral en Bruselas, la robustez que aquellos discursos orquestados entre líderes variopintos pero sincronizados transmitía en otras latitudes. De esa formidable indumentaria solo quedan los calcetines, unos calcetines con tomates, como aquellos exhibidos por Paul Wolfowitz en Turquía, y los dedos que asoman, feos, amarillentos y retorcidos, son los del elenco de timadores que reaviva poco a poco el alma más negra del vetusto y anquilosado continente.